19

Nathalie y François no habían querido tener hijos enseguida. Era un proyecto para el futuro. Ese futuro que ya no existía. Su hijo no pasaría de ser virtual. Piensa uno a veces en todos esos artistas que mueren y se pregunta: ¿cuáles habrían sido sus obras si hubieran seguido vivos? ¿Qué habría compuesto John Lennon en 1992 si no hubiera muerto en 1980? De la misma manera: ¿cómo habría sido la vida de ese hijo que nunca existiría? Habría que pararse a pensar en todos esos destinos que encallan en las orillas de lo que pudo haber sido y no fue.


Durante semanas, Nathalie adoptó una actitud algo descabellada: negar la muerte. Seguir imaginando el día a día como si su marido estuviera ahí. Era capaz de dejarle notitas sobre la mesa del salón, por la mañana, antes de salir a pasear. Caminaba durante horas, con un único deseo: perderse entre la multitud. A veces entraba en una iglesia, y eso que no era creyente. Y eso que estaba segura de no creer ya nunca más en su vida. Le costaba entender a quienes se refugian en la religión, le costaba entender que se pudiera tener fe después de haber vivido una tragedia. Sin embargo, sentada en mitad de los bancos vacíos, en plena tarde, el lugar le ofrecía algo de consuelo. Era un sosiego ínfimo, pero por un instante, sí, sentía el calor de Cristo. Entonces se arrodillaba, y era como una santa con un demonio en el corazón.


A veces volvía al lugar donde se habían conocido. A esa acera por la que caminaba, anónima para él, siete años antes. Se preguntaba: «Y si ahora me abordara otro hombre, ¿cuál sería mi reacción?» Pero nadie venía a interrumpir su recogimiento.


También pasaba por el lugar en el que habían atropellado a su marido. El lugar por el que, corriendo con su pantalón corto y sus cascos en los oídos, había cruzado de manera tan atolondrada. Su última torpeza. Se ponía en el borde de la calzada y miraba pasar los coches. ¿Por qué no habría de matarse ella también en el mismo lugar? ¿Por qué no mezclar las huellas de la sangre de ambos en una última unión morbosa? Se quedaba allí largo rato, sin saber qué hacer, con las lágrimas resbalando sobre su rostro. Aquello ocurrió sobre todo al principio, después del entierro. No sabía por qué necesitaba hacerse tanto daño. Era absurdo estar ahí, como absurdo era también imaginar la brutalidad del impacto y querer dar una forma concreta a la muerte de su marido. ¿Quizá en el fondo fuera la única solución? ¿Acaso sabe uno cómo sobrevivir a una tragedia así? No hay fórmulas. Cada uno lee lo que escribe su cuerpo. Nathalie satisfacía su deseo de estar ahí, llorando en el bordillo de la acera, dejándose morir a fuerza de tanto llorar.

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