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Tras esta revelación sobre el pescado, la cena se sumió en el mundo del silencio. Markus trató varias veces de retomar la conversación, pero fue en vano. Charles no comió nada, y se contentó con beber. Parecían una pareja que lleva mucho tiempo de vida en común y ya no tiene nada que decirse; que se abandona a una suerte de meditación interior. El tiempo pasa sin apenas notarlo (y a veces también los años).


Una vez en la calle, Markus tuvo que retener a su jefe. No podía conducir en ese estado. Quería meterlo en un taxi, lo antes posible. Estaba impaciente por que terminara por fin el calvario de la velada. Pero, por desgracia, el aire fresco de la noche despejó a Charles. Y hete aquí que atacó de nuevo:

– No se vaya, Markus. Quiero seguir hablando con usted.

– Pero si hace una hora que ya no dice usted nada. Y ha bebido demasiado, es mejor que se vaya a casa.

– ¡Oh, no sea siempre tan serio! ¡Qué pesado es usted! Vamos a tomar una última copa, y nada más. ¡Es una orden!

Markus no tenía más remedio que obedecer.


Fueron a parar a una especie de local donde gente de cierta edad alterna de forma lasciva. No era una discoteca propiamente dicha, pero se le parecía. Sentados en una banqueta rosa, pidieron una infusión. Detrás de ellos se veía una litografía audaz, una especie de naturaleza muerta, pero que muy muerta. Ahora Charles parecía más tranquilo. Había vuelto a darle un bajón. En su rostro se reflejaba un inmenso hastío. Cuando pensaba en los años que habían pasado, recordaba la vuelta de Nathalie después de su tragedia. Lo asediaba la visión de esa mujer destrozada. ¿Por qué nos marca tanto un detalle, un gesto, que hacen de esos instantes insignificantes lo más importante de toda una época? El rostro de Nathalie eclipsaba, en sus recuerdos, su carrera y su vida familiar. Habría podido escribir un libro sobre las rodillas de Nathalie, mientras que era incapaz de citar el cantante preferido de su hija. Por aquel entonces, se había resignado. Charles comprendía que no estaba preparada para vivir otra cosa. Pero, en lo más hondo de sí mismo, no había perdido la esperanza. Hoy todo le parecía desprovisto del más mínimo interés: su vida era siniestra. Se sentía oprimido. Los suecos estaban tensos por culpa de la crisis financiera. Islandia había estado al borde de la quiebra, y eso había tambaleado muchas certezas. Percibía también el odio creciente hacia los patronos. Como otros directores, quizá lo secuestraran en el próximo conflicto social. Y luego estaba su mujer. No lo entendía. Hablaban tan a menudo de dinero que a veces Charles la confundía con sus acreedores. Todo se mezclaba en un universo sin sabor, donde la propia feminidad era un vestigio, donde ya nadie se tomaba el tiempo de hacer ruido con unos tacones de aguja. El silencio de cada día anunciaba el silencio de todos los días, para siempre. Por eso perdía pie al saber a Nathalie con otro hombre…


Habló de todo eso con mucha sinceridad. Markus comprendió que había que hablar de Nathalie. Un nombre femenino, y la noche parece infinita. Pero ¿qué podía decir de ella? Apenas la conocía. Habría podido confesar simplemente: «Se equivoca… no se puede decir de verdad que estemos juntos… Por ahora no ha habido más que tres o cuatro besos… y si supiera lo raro que ha sido todo…», pero de su boca no salía sonido alguno. Le costaba hablar de ella, se daba cuenta de repente. Su jefe había apoyado la cabeza en su hombro, incitándolo a sincerarse. Markus se esforzó entonces por contarle, a su vez, su versión de su vida con Nathalie. Su análisis de todos los momentos nathalianos. Inesperadamente, lo asaltó de pronto una multitud de recuerdos. Instantes fugaces de hacía ya mucho tiempo, mucho antes del impulso del beso.


La primera vez. Su entrevista de selección la hizo con ella. Markus se dijo enseguida: «Nunca podría trabajar con una mujer así.» No le salió bien, pero Nathalie tenía la consigna de contratar a un sueco. De modo que Markus estaba en la empresa por una cuestión de cupos. Pero él no lo sabía. Su primera impresión lo persiguió durante meses. Pensaba ahora en su manera de recogerse los mechones de pelo detrás de la oreja. Ese gesto lo había fascinado. En las reuniones de grupo, esperaba que lo volviera a hacer, pero no, había sido una gracia única. Se acordaba también de otros gestos, como el de colocar el montón de expedientes en un rincón de la mesa, o el de humedecerse los labios rápidamente antes de beber, o el tiempo que se tomaba para respirar entre dos frases, y la manera que tenía a veces de pronunciar las eses, sobre todo al final del día, y su sonrisa de cortesía, la de dar las gracias, y sus tacones de aguja, oh, sí, sus tacones de aguja que glorificaban sus pantorrillas. Odiaba la moqueta de la empresa, y hasta se había preguntado un día: «Pero ¿quién narices habrá inventado la moqueta?» Y tantas cosas, tantas y tantas cosas. Sí, ahora se acordaba de todas ellas, y se daba cuenta de que había acumulado mucha fascinación por Nathalie. Cada día junto a ella había sido la conquista inmensa aunque disimulada de un verdadero imperio sentimental.


¿Cuánto tiempo había hablado de ella? Markus no lo sabía. Al volver la cabeza, se dio cuenta de que Charles se había quedado dormido. Como un niño que se duerme escuchando un cuento. Para que no cogiera frío, siempre tan atento, Markus lo cubrió con su chaqueta. En el silencio tan ansiado, observó a ese hombre sobre cuyo poder había fantaseado. Él que tan a menudo había sentido los pulmones como en un embudo, que había pensado tantas veces en la vida de los demás con envidia, se daba cuenta ahora de que no era el más desgraciado. Que hasta le gustaba la rutina. Esperaba estar con Nathalie pero, de no ser así, no se derrumbaría. Febril y frágil por momentos, Markus tenía pese a todo cierta fuerza. Algo así como una estabilidad, una calma. Algo que permite no poner en peligro los días. ¿Para qué agobiarse cuando todo es absurdo?, se decía a veces, sin duda por haber leído demasiado a Cioran. La vida puede ser hermosa cuando se conoce el inconveniente de haber nacido. La visión de Charles dormido reafirmaba ese sentimiento de seguridad en sí mismo, que iba a crecer en él con más fuerza todavía.


Dos mujeres de unos cincuenta años se acercaron a ellos para tratar de entablar conversación, pero Markus les indicó con un gesto que no hicieran ruido. Era sin embargo un local con música. Charles se incorporó por fin, sorprendido de abrir los ojos en ese lugar tan extraño y cálido a la vez. Vio a Markus, que había velado su sueño, y constató la presencia de la chaqueta del sueco sobre sus hombros. Sonrió, y ese simple esbozo en las facciones le recordó que le dolía la cabeza. Ya iba siendo hora de marcharse. Había amanecido. Llegaron juntos a la oficina. Al salir del ascensor, se despidieron estrechándose la mano.

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