Donald Snyder solía hacer su ronda por la planta cada media hora. Eran las dos y media de la madrugada cuando apartó el libro que estaba leyendo, se puso de pie y cogió la linterna y el llavero. Dejó atrás la tenue luz que reinaba en la casilla del sereno, situada en la entrada principal, y se adentró en la rojiza oscuridad del exterior, cruzó el aparcamiento y la zona de descarga y se dirigió al edificio principal. Grandes letras rojas de neón en el techo de la planta de tres pisos formaban las palabras «cerveza kedrich» con tal brillo que oscurecían la luna y hacían inútil la linterna de Snyder, al menos hasta que se encontrara en el edificio principal.
Kedrich era una marca de cerveza estrictamente local, desconocida a cincuenta millas de Tyler, y, sin embargo, un buen negocio desde hacía más de setenta años. Era una cerveza de calidad normal, más o menos como todas las demás, pero su éxito no dependía de su calidad. La ley no escrita, pero respetada, decía que ningún bar en Tyler podía obtener la licencia para vender alcohol a no ser que en sus pedidos diera un trato preferencial a la cerveza Kedrich. «Todos queremos apoyar a la industria local», era la frase con la que los vendedores de Kedrich explicaban la situación a los recién llegados.
Snyder abrió la puerta lateral, entró en el edificio, encendió su linterna y dejó vagar el haz de luz por el amplio pasillo vacío. No había problemas, todo estaba tan tranquilo como de costumbre.
Bien. Caminó a lo largo del pasillo, dirigiendo la luz a ambos lados, sin esperar nada anormal ni ver nada inquietante. Las dos paredes tenían ventanas y, a través de los cristales, la linterna de Snyder iluminaba las máquinas de embotellar a la izquierda y las elaboradoras de cerveza a la derecha. Todo estaba en orden en el primer piso.
En el segundo piso se almacenaban las materias primas en grandes naves frías de techo bajo en el que se alineaban hileras de tubos fluorescentes. Snyder abrió cada una de las puertas, pulsó el interruptor que encendía todas las luces y vio en todos los casos la misma vacuidad silenciosa, las hileras de barriles, cajas o sacos; los suelos de hormigón limpios. No había olor a humo, ni ruidos furtivos, ni ratas, ni problemas. Silencio y paz.
Tercer piso. Aquí estaban las oficinas, las de todos los empleados administrativos y las de los jefes. Algunos ejecutivos, al fondo, tenían verdaderas «suites» de lujo con grandes ventanales que daban al río, con cuadros que colgaban de las paredes y gruesas alfombras que cubrían los suelos, disponiendo incluso de baños propios y cocinas de uso privado. Snyder nunca tocaba nada que no debiera, pero a veces le gustaba pasearse por esas oficinas, observar y disfrutar del aura de calidez y seguridad que siempre rodea al dinero bien gastado.
Al otro lado estaban las oficinas de los empleados: hacinadas, desordenadas, llenas de escritorios de metal y ficheros, con las pequeñas ventanas originales del edificio que daban a la zona de carga, al aparcamiento o a los edificios adyacentes. Snyder las recorrió todas, abriendo puertas, hurgando con su linterna. En el instante en que pasó por el corredor, se dio cuenta de que alguien caminaba tras él.
Pensó que su corazón se paraba. Las piernas le temblaron, la linterna vaciló en su mano; tuvo que apoyarse en la pared más cercana para no caerse. Entonces, parpadeando nerviosamente, se dio la vuelta y miró al hombre que estaba a su lado.
Era alto, delgado, vestido con ropa oscura. Su rostro lo ocultaba con una de esas máscaras de lana de esquiar, igual que la que utilizan los terroristas en las fotografías de los periódicos. No tenía armas en la mano y no hacía ningún gesto amenazador, pero, aún así, producía terror.
Snyder no pudo moverse, ni hablar. Tenía miedo de enfocar su linterna directamente hacia aquel hombre, de modo que la mantenía iluminando el pasillo solitario. El reflejo bastaba para ver al hombre, para verlo asentir y hacer un extraño gesto que parecía un saludo, como el héroe de una comedia de los años treinta.
– Espero no haberle asustado.
Era una frase tan absurda, pero dicha con tanta tranquilidad, que por unos segundos Snyder no le encontró ningún significado. Se quedó allí hasta que el hombre se inclinó ligeramente hacia él, obviamente interesado, y le preguntó:
– ¿Se siente bien?
– Yo… -Snyder movió vagamente las manos y la luz se movía con ellas. El miedo y la confusión lo dejaban sin habla, hasta que logró que todo fluyera hacia una sola pregunta; la escupió como un actor por el escenario que recuerda tardíamente su parlamento:
– ¿Quién es usted?
– Ah. -De algún modo, parecía que el hombre estaba sonriendo, aunque el agujero de la boca en su máscara era demasiado pequeño y la luz demasiado pobre como para que Snyder estuviera seguro-. Soy -dijo- un ladrón. Y usted es un sereno.
– ¿Un ladrón?
– Mi compañero está abriendo la caja fuerte en este preciso instante.
Snyder miró al pasillo vacío. El departamento financiero estaba más allá, a la izquierda, con la gran caja fuerte en un rincón. La puerta de este sector estaba cerrada, como todas las otras del pasillo.
El ladrón seguía hablando:
– Y usted está haciendo sus rondas.
Snyder frunció el ceño.
– No hay dinero aquí -dijo.
– Por supuesto que hay -afirmó el ladrón-. Hoy, durante todo el día, los camiones de cerveza Kedrich hicieron las entregas en los bares para el fin de semana. Y como en este estado hay una ley que prohíbe la venta al fiado de alcohol, todas las entregas se pagaron al contado y el dinero se guardó en la caja hasta que pase el fin de semana, ya que era demasiado tarde para llevarlo al banco.
– Pero son todos cheques -dijo Snyder.
– Casi todos -respondió el ladrón-. Escuche, ¿por qué no caminamos mientras hablamos? Usted tiene que recorrer todo este pasillo, ¿no es cierto?
– ¿Cómo?
– Hablo de sus rondas. Aquí termina. ¿Después qué hace?
Snyder tenía problemas para pensar. Preguntó:
– ¿Después de qué?
Armado de paciencia, el ladrón le dijo:
– Después de que termina su ronda por este piso. ¿Adónde va después? ¿Revisa los camiones? ¿Los otros edificios? ¿Adónde va?
– Oh, después… voy a la casilla. El resto lo reviso a las tres. El edificio principal, cada media hora; el resto, cada hora.
– Perfecto. ¿Y tiene que marcar un reloj en alguna parte para demostrar que de verdad ha hecho las rondas?
– No, simplemente las hago -contestó Snyder. Respondía mecánicamente, tratando de darse cuenta de lo que sucedía.
– Perfecto -dijo el ladrón-. Un hombre honesto. No quedan muchos como usted.
Dos años atrás, cuando durante el invierno había sido sereno de la Isla Feliz, Snyder había sufrido el ataque de unos desalmados que, por alguna razón, habían entrado por la fuerza; ahora, al recordarlos, se le ocurría que este ladrón no lo era en realidad. No actuaba ni hablaba como un ladrón, en absoluto; de hecho, si no fuera por la máscara de esquí, ni siquiera parecía un ladrón.
¿Sería una broma? Snyder miró atentamente a los ojos detrás de la máscara, tratando de encontrar la broma.
– ¿Qué es lo que está pasando? -preguntó.
– Vamos a dar un paseo -contestó el ladrón. Tocó con gentileza el codo de Snyder, sugiriéndole que se pusiera en marcha.
Snyder obedeció y avanzó lentamente sin dejar de mirar a los ojos del otro. Había humor en ellos, pero también un atisbo de algo más. No, no era una broma.
Sin embargo, Snyder no estaba asustado. Preguntó:
– ¿Adónde vamos?
– Seguimos con sus rondas -le contestó el ladrón-. Hasta terminar con este pasillo.
Snyder se detuvo ante la puerta del departamento de contabilidad.
– En mis rondas -dijo- abro estas puertas y miró en el interior.
El ladrón se rió.
– Adelante -le indicó-. Eche un vistazo. A mi socio no le importará.
La idea de una fiesta sorpresa apareció en la mente de Snyder. Pero su cumpleaños era en primavera y, de todos modos, nadie le daría una sorpresa tan elaborada; y, además, esto no podía ser una broma.
Sin embargo, estaba preparado para cualquier posibilidad delirante cuando abrió la puerta y dirigió hacia adentro la luz de la linterna. Y sintió casi alivio al ver que una figura humana trabajaba frente a la caja fuerte en el rincón. El hombre se volvió hacia él; también usaba una máscara de esquí negra con rayas verdes en zigzag. Miró un instante a Snyder y a la linterna; luego siguió con su trabajo, absorto y desinteresado. Estaba haciendo algo en la parte del dial.
Detrás de Snyder, el otro hombre dijo con calma, aunque con firmeza:
– Creo que ya es suficiente.
Snyder dio un paso atrás y cerró la puerta.
– ¿Y ahora qué?
– Volvamos.
Caminaron de regreso, hacia las oficinas de los ejecutivos. Snyder dijo:
– Esos cheques no les servirán de nada. Todos están a nombre de la fábrica.
– Así es -afirmó el ladrón. No parecía preocupado en lo más mínimo-. Pero también habrá un poco en efectivo. Unos pocos cientos.
– ¿Y hacen todo esto por unos pocos cientos de dólares?
Una vez más, el ladrón se rió; parecía tan tranquilo y calmado como si él y Snyder estuvieran paseando por una calle cualquiera y no tuvieran nada de qué preocuparse.
– «Hay más cosas en el cielo y la tierra, Horacio -dijo-, de las que pueda soñar tu filosofía.» -Declamó como lo haría un actor.
– No entiendo lo que está pasando -dijo Snyder-, y no quiero entenderlo.
– Muy inteligente. -El ladrón se detuvo y abrió una puerta-. ¿Qué hay aquí?
– Es la oficina del señor Kilpatrick, vicepresidente a cargo del marketing.
– Perfecto -dijo el ladrón-. Entremos.
Snyder atravesó el umbral y dirigió la luz delante de él. Desde el otro lado del pasillo llegó una explosión, un sonido sordo y ahogado.
Snyder miró por encima del hombro, asombrado, pero el ladrón estaba detrás y le obligó a entrar. Mientras atravesaban la oficina de la secretaria, Snyder preguntó:
– ¿Eso fue la caja fuerte?
– Sin duda alguna. ¿Usted enciende las luces aquí?
– Algunas veces.
Pasaron otra puerta y ya estaban en otra sala. El ladrón tanteó la pared, encontró el interruptor y apareció una gran sala rectangular iluminada por una suave luz indirecta. Habían entrado por una de las puertas laterales y en la pared de enfrente grandes cortinas verdes cubrían un gran ventanal de cristal desde donde parecía verse un hermoso paisaje del río. Un escritorio de diseño vanguardista presidía el lado izquierdo de la habitación, con un sofá blanco y varias sillas acolchadas que formaban un ambiente aparte al otro lado. Junto a las cortinas verdes había una mesa de cristal, flanqueada por media docena de sillas plateadas y negras.
– Qué moderno -dijo el ladrón de forma burlona-. ¿Dónde cree que está el baño?
Snyder señaló una puerta detrás del escritorio.
– Allí está. La otra puerta da a la cocina.
– Con el baño nos arreglaremos -dijo el ladrón-. Venga.
Caminaron sobre las alfombras color crema y Snyder abrió la puerta del baño. Entraron y el ladrón encendió la luz: una serie de objetos cromados brilló sobre una mesa también cromada en la que había dos lavabos. Toda la pared encima de los lavabos estaba cubierta de espejos.
– Encantador -comentó el ladrón sacando del bolsillo un par de esposas-. Ahora ponga las manos tras la espalda.
Un escalofrío recorrió a Snyder y volvió a su memoria el recuerdo de la otra vez.
– No tiene que atarme -dijo con voz más aguda. Volvía a parpadear y retrocedía.
El ladrón parecía disgustado, como si Snyder hubiera fracasado tratando de representar un papel muy fácil.
– No tiene por qué preocuparse -le dijo-. Necesitamos una media hora para salir de aquí.
– ¡No quiero que me aten!
El ladrón suspiró.
– No tendré que mostrarle el revólver, ¿o sí? Creía que nos entendíamos.
Snyder lo miró sin mucha confianza. Al parecer no podía dejar de parpadear.
– No quiero que me venden los ojos -dijo.
– Eso no lo había pensado. Voy a ponerle las esposas, dejarlo aquí, poner el escritorio contra la puerta para detenerle un rato y eso es todo. Lo único que deseamos es tiempo para poder salir de aquí. -El ladrón palmeó el hombro de Snyder y le sonrió con una complicidad a medias disimulada por la máscara-. Vamos -le dijo-. No hagamos un problema de una cosa tan simple.
Snyder se dio la vuelta de mala gana, puso las manos a la espalda y sintió los fríos aros de metal en las muñecas. Alzó los hombros y encogió la cabeza, como si esperara que le golpeasen.
Pero no fue así. El ladrón lo cogió del brazo, le dio vuelta con suavidad y le ayudó a sentarse sobre el retrete.
– Ya está -dijo-. ¿Se siente cómodo? Perfecto. Ahora queremos que le dé un mensaje a Lozini.
Snyder lo miró sin entender.
– ¿Qué?
– Lozini -repitió el ladrón-. Adolf Lozini.
Snyder sacudió la cabeza.
– No sé de qué me está hablando.
– ¿No oyó hablar de Adolf Lozini?
– Nunca en mi vida.
El ladrón consideró la información durante unos segundos, luego se encogió de hombros y dijo:
– No importa; de todos modos, él entenderá. Ha sido un placer hablar con usted. Buenas noches.
Snyder quedó sentado. Una cosa así no puede sucederle a un hombre dos veces.
El ladrón se detuvo en la puerta.
– Dejaré la luz encendida -dijo, y le saludó con la mano. Después cerró la puerta.
Snyder tardó veinticinco minutos en salir del baño y llamar por teléfono.