XIX

Mike Abadandi caminaba lentamente frente al Motel Princesa, observando sus paredes rosadas, el techo de tejas azules y el enorme cartel amorfo de la fachada. Las luces de neón seguían encendidas, pero a las siete de la mañana parecían lavadas y anémicas. Ninguno de los dos coches estacionados enfrente era el Impala color bronce.

Era una hilera de moteles, uno detrás de otro, todos bajos y similares, y la monotonía sólo se quebraba aquí y allá por una hamburguesería McDonald o un Kentucky Fried Chicken. Abadandi continuó hacia el motel siguiente, llamado Descanso de Calidad; se detuvo en uno de los sitios libres cerca de la oficina y caminó hacia el Princesa.

El sol ya se asomaba sobre el horizonte del Este y brillaba con una tonalidad amarilla pálida, pero muy brillante, por encima de los anuncios luminosos del otro lado de la carretera y sobre un cielo celeste y sin nubes. El color del cielo iba desde el casi blanco cerca del sol, hasta un azul intenso en el horizonte del Oeste. El aire estaba muy limpio, y todavía no muy caliente; no había viento ni humedad. Un gran día, hermoso. Mientras caminaba, la mente de Abadandi giraba complacida alrededor del recuerdo de la gran piscina de natación que había mandado construir en el patio de su casa dos años atrás. Nadar, tomar cerveza, dormir al sol. Invitar a Andy Marko; a Abadandi le encantaba mirar a Peg Marko en bikini.

Separando la zona del aparcamiento del Descanso de Calidad del aparcamiento del Princesa, había una franja de veinte centímetros de maleza y basura. A ambos lados de esta franja se extendía una valla de cincuenta centímetros de altura pintada de blanco. Abadandi pasó por encima, siguió entre dos Chevrolets estacionados, se detuvo mientras un Plymouth maniobraba lentamente hacia la salida con una pareja de caras enojadas en su interior, y luego se dirigió a la parte trasera del motel, donde estaban situados la mayoría de los apartamentos en un gran espacio en forma de herradura de dos pisos.

No había ningún Impala color bronce. Con el ceño fruncido, Abadandi recorrió por segunda vez la herradura, estudiando cada uno de los coches. Pero el Impala seguía sin aparecer.

¿Qué estaba pasando? ¿Estarían haciéndose los listos y aparcarían el coche en algún otro lugar? O quizá esa noche se habían dado cuenta de que los seguían y habían venido aquí para despistar. O quizá el que los había seguido había confundido el nombre del motel.

De todos modos, no había nada que hacer ahora sino buscar un teléfono y llamar pidiendo instrucciones. Abadandi se dirigió hacia la fachada principal del edificio y cuando daba la vuelta a la esquina de la herradura vio entrar al Impala color bronce.

Se sorprendió tanto que faltó poco para que se abalanzara a esconderse tras el coche aparcado más próximo. Se detuvo un segundo, pero se recobró inmediatamente y continuó caminando. Apenas si miró al Impala cuando se cruzaron.

Iba un tipo solo. Abadandi caminó unos pasos más, se detuvo, miró atrás y vio que el Impala se detenía en un sitio vacío. El que salió no era Parker -Abadandi lo recordaba muy bien de la Isla Feliz, hacía dos años-, de modo que tenía que ser el llamado Green. Bostezaba y se desperezaba y se rascaba la cintura mientras caminaba hacia la escalera exterior más próxima y subía a la galería que daba a todos los apartamentos del segundo piso. Abadandi lo vio pasar ante siete puertas y detenerse en la octava. Buscó en los bolsillos, sacó una llave, entró y la puerta volvió a ser una más.

¿Pero dónde estaba el otro? Abadandi, suspicaz por naturaleza y por necesidad, pensó en ello durante todo un minuto antes de dar el siguiente paso; se volvió y caminó con aire distraído hacia la parte delantera del motel.

Le llevó cuatro minutos recorrer todos los sitios de atención al público del motel y convencerse de que el segundo hombre no estaba fuera. Entonces volvió a la herradura, subió al segundo piso y fue hasta la puerta que quería. En la mano derecha tenía cuatro llaves, una de las cuales abriría, sin lugar a dudas, la puerta. La mano izquierda la llevaba sobre la cintura. Llevaba la camisa fuera del pantalón, ocultando un treinta y dos de cañón corto, Iver Johnson Trailsman, sujeto por el cinturón.

Mientras caminaba por la galería, tenía el aspecto de un viajero despreocupado y sin prisas, un hombre ligeramente pesado, de unos cuarenta años, con sandalias grises, pantalones celestes y una camisa de rayas azules y blancas. Parecía como si no prestase mucha atención a nada, pero no quitaba los ojos del patio y de las puertas, y estaba preparado para salir disparado en cualquier dirección al primer indicio de complicaciones.

En una palabra; ya había hecho esta clase de trabajos con anterioridad. Introdujo una de las llaves en la puerta. Tras probarla una sola vez, la sacó, dejándola caer y ya estaba intentando con la segunda antes de que la primera tocara el suelo. La segunda sí funcionó; dejó caer las otras, e hizo girar el pomo y empujó, al tiempo que sacaba el revólver y entraba en la habitación.

Una habitación a oscuras; las cortinas estaban echadas. Había dos focos de luz: el que entraba a través del montante de la puerta, que caía sobre una amplia cama cubierta de ropas tiradas al descuido, y una delgada cinta de luz eléctrica que provenía de la puerta entreabierta del baño, en la pared de la derecha. Abadandi cerró la puerta tras de sí, silenciosamente, a la vez que percibía el ruido de la ducha en el baño y una voz que cantaba.

Abadandi se quedó con la espalda apoyada en la puerta, mirando la habitación. No era zurdo, pero hacía tiempo que se había preparado para usar el revólver con la izquierda, en parte para poder usarlo con cualquiera de las dos manos y en parte porque la mayoría de la gente esperaba que el disparo viniera del otro lado.

La habitación, que daba la impresión de estar vacía y a oscuras, era ocupada por una sola persona y sólo mantenía encendida la luz del baño. ¿De modo que ése era el plan? Uno de ellos aquí y el otro en un lugar distinto.

Quizá debería irse, esperar a que el tipo hiciera algo y seguirlo hasta que se encontrara con su colega.

No. Separados era mejor. Al otro sería fácil encontrarlo; no resultaría problemático. Más vale pájaro en mano.

Abadandi se adelantó y sus suelas de goma resultaban silenciosas sobre la alfombra que ocupaba todo el piso. Rodeó la cama, miró las puertas entreabiertas del armario a la izquierda; una de ellas dejaba ver perchas vacías y una maleta cerrada sobre el suelo. El ocupante no tenía intenciones de quedarse mucho tiempo.

El aire que salía de la puerta del baño era cada vez más húmedo y neblinoso. Abadandi parpadeó rápidamente para humedecer sus lentillas y estiró la mano derecha hasta que la palma quedó contra la superficie húmeda de la puerta. Esta se abrió hacia adentro. El sonido de la ducha y la canción venían de la derecha, detrás de la puerta. Abadandi levantó el revólver con la izquierda, dio un paso más hacia la puerta, disponiéndose para saltar adentro, y sintió a su espalda un repentino movimiento.

Se dio la vuelta, miró por encima del hombro izquierdo, y el tipo que había salido del armario ya estaba en mitad de la habitación y se movía rápido. En un segundo, Abadandi pensó: «Me está mirando a los ojos, no al revólver, lo que significa que es tan profesional como yo.»

La canción continuaba bajo la ducha. Abadandi giró con el revólver velozmente, pero había empezado tarde y ya no había tiempo. El tipo se abalanzó, inclinado; con la mano derecha aferró la muñeca izquierda de Abadandi y su cabeza y hombro izquierdos golpearon el estómago de Abadandi, arrojándolo contra el ángulo de la puerta.

Abadandi no era tonto; no apretaría el gatillo a menos que el cañón apuntase hacia algo útil, pero la mano en su muñeca le impedía poner en acción el Trailsman. De modo que se olvidó del revólver y se concentró en las armas que aún tenía a su disposición: su mano derecha, sus piernas, su cabeza. Ya estaba tratando de golpear al tipo con la rodilla antes de que su espalda tocara la puerta y, aunque el impacto le cortó la respiración, se las arregló para asestar un buen puñetazo en su cuello antes de que saltara a un lado, tratando de ponerse de espaldas a Abadandi y de torcerle el brazo izquierdo para arrojarlo indefenso al suelo.

La canción había cesado. Abadandi, a pesar de todo, se dio cuenta de ello; la canción había cesado en el momento en que su espalda tocó la puerta, lo que significaba que el tipo de la ducha ya sabía lo que estaba sucediendo. Pronto tendría que vérselas con los dos.

Golpeó dos veces la nuca de su adversario, pero no pudo hacer nada; ya le había dado la vuelta al brazo y forzaba al hombro a seguir el movimiento de torsión, y junto al hombro, todo el resto del cuerpo. De pronto, los dos estuvieron enfrentados, apoyados contra la pared, y el tipo apretaba con las dos manos la muñeca de Abadandi a la vez que empujaba con todo su cuerpo hacia abajo. Abadandi no pudo hacer nada contra esa presión, no pudo pegarle al tipo y sintió que lenta, pero pesadamente se deslizaba hacia el suelo.

No había tiempo para esto, no con el otro tipo preparado para entrar en acción en cualquier momento. Abadandi había sido luchador en el colegio, y aún seguía practicando de vez en cuando, en la piscina, para divertir a sus hijos, de modo que ahora, repentinamente, se dejó caer sobre la rodilla izquierda, endureció el hombro izquierdo y se enrolló, transformándose en una bola compacta dirigida hacia el centro de la habitación, al mismo tiempo que estiraba la pierna izquierda con fuerza, tratando de golpear algo.

Nada. Pero al menos había logrado soltar la pierna izquierda; se había liberado. Rodó sobre la espalda y cayó sobre las rodillas y su cabeza recién levantada hacia la puerta del baño; vio al segundo hombre, desnudo y atónito, y luego vio una forma oscura que se dirigía hacia él, zumbando como un avión a reacción, y comprendió que era el pie del otro tipo, que seguía el mismo movimiento de su cabeza. No se había liberado entonces; el tipo lo había soltado, se había puesto de pie a su lado, había seguido el arco de su movimiento y ya estaba soltando una terrible patada al lugar donde se encontraba la cabeza de Abadandi.

Trató de detener, alterar, aminorar el golpe, pero todo era demasiado rápido y las órdenes a sus músculos demasiado lentas, y pensó: «¡Mis lentillas!». El dolor se apoderó del lado derecho de su cabeza como un estallido y todo desapareció.

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