XXI

Lozini estaba junto a la piscina, tomando aún su primera taza de café. Se había vestido con unos pantalones viejos manchados de pintura, una camisa blanca y zapatos marrones. Tenía puestas unas gafas de sol oscuras para resguardar sus ojos del fulgor de la mañana. Se sentía incómodo y desasosegado, debido en parte a lo poco que había dormido y en parte al estrés provocado por los nervios, la tensión acumulada y un sentimiento de desamparo que no estaba acostumbrado a experimentar. Había vivido una vida de relaciones con sus enemigos, directa y eficazmente, y había salido triunfante. Ahora sentía que había enemigos a los que no conocía, con los que no podía tratar, sobre los que no iba a triunfar.

¿Y ahora qué sucedía? Parker se estaba retrasando casi un cuarto de hora y Lozini quería saber cuál era el nuevo problema. Sus nervios no se beneficiaban con la espera. Hubo un movimiento en la casa. Lozini cambió de postura en su silla y puso la taza de café sobre la mesa de cristal. Parker y Green aparecieron por una puerta seguidos del mayordomo, Harold. Lozini le hizo un gesto a Harold para que permaneciese dentro y Parker y Green se acercaron solos.

Lozini no se puso de pie. Señaló las sillas vacías junto a la mesa y cuando se sentaban les dijo:

– ¿Harold les preguntó si querían café?

– ¿Michael Abadandi trabaja para usted? -dijo Parker.

– Sí -respondió Lozini.

– Vino a nuestro motel esta mañana, a atacarnos.

– ¿A ustedes? -Pero era una pregunta estúpida y Lozini supo que Parker no la respondería.

No lo hizo.

– Usted no lo envió.

– Por Dios, no.

– Lozini -dijo Parker-, si usted puede digerir ese café es un tipo duro.

– No lo soy -respondió Lozini.

– Se está desmoronando -dijo Parker.

– Lo sé. No me lo recuerde.

– Quiero hacerle una observación.

– Ya sé en qué estoy metido. Haga su observación.

– En toda esta ciudad, hay sólo dos personas en las que usted puede confiar.

Lozini lo miró. Green, en silencio, estaba sentado al lado de Parker, con los brazos cruzados, los ojos entrecerrados por la luz del sol y con un aspecto mucho más serio del que había tenido cuando hablaba con Frankie Faran. Lozini miró de nuevo a Parker y preguntó:

– ¿Ustedes dos?

– ¿Cómo nos encontró Abadandi? Alguien le dijo dónde estábamos. ¿Cómo supo ese alguien dónde estábamos? Nos siguieron cuando yo salí de la reunión de anoche. ¿Cómo pudieron seguirnos? Porque alguien que sabía lo de la reunión puso a otro allí fuera para seguirnos. ¿Quién sabía de esa reunión? Sólo gente de confianza.

– Exacto -dijo Lozini.

– Hay una operación para sustituirle en marcha -le aseguró Parker-. Eso significa un grupo, quizá cuatro o cinco, quizá una docena. Un grupo de gente dentro de su organización que quiere que usted salga y entre algún otro. Alguien que ya está cerca de la cima y que ellos quieren que ocupe su lugar.

Lozini se quitó las gafas y se frotó los ojos cerrados con el pulgar y el índice. Con los ojos aún cerrados, dijo:

– Por primera vez en mi vida me doy cuenta de lo que significa envejecer. Es querer poder pedir un respiro. -Volvió a ponerse las gafas y los observó. Sus rostros estaban cerrados para él, como lo estarían siempre-. Pero tiene razón -añadió-. Ustedes son los únicos en quienes puedo confiar, porque sé exactamente dónde están y qué es lo que quieren.

Ninguno de ellos dijo nada. Lozini miró su piscina californiana, su casa estilo Nueva Inglaterra y el sol del Medio Oeste, y dijo:

– Construí todo esto siendo listo y estando bien despierto. Y de pronto miro a mi alrededor y veo que me han estado engañando, ni siquiera sé desde cuándo. ¿Cinco años? No; todavía andaba despierto y rápido hace dos años, cuando el asunto del parque de atracciones.

Parker asintió.

– Ahora es diferente -comentó.

Lozini cerró el puño y lo apoyó en la mesa.

– No tardarán mucho, ¿eh? Empecé a decaer y al instante los tuve trepando sobre mis espaldas. Pueden olerlo, los malditos. «Lozini está viejo, es hora de que suba yo». -Golpeó suavemente la mesa-. Si sólo supiera cuál de ellos fue, si sólo tuviera esa satisfacción.

– ¿Uno de los de la reunión? -preguntó Parker.

– No. -Lozini abrió la mano y apretó la palma contra el cristal. Miraba el agua a través de sus gafas oscuras; añadió-: Algunos de ellos están implicados, seguramente, pero no dirigiendo la operación. No tienen la fuerza necesaria.

– ¿Shevelly? Es el segundo, ¿no es cierto?

– Ted está a años de distancia. Y ni siquiera creo que llegue a estar nunca preparado. Nadie sigue a Ted, ésa es la cuestión. Tiene que ser alguien a quien otros sigan.

– Usted conoce a su gente -afirmó Parker-. ¿Quién tiene poder?

Lozini ya había estado pensando en el asunto, a pesar de sí mismo.

– Hay sólo tres hombres -dijo- que pueden organizar algo así, que pueden conseguir gente que los siga y lograr que los acepten, tipos como su amigo Karns.

– ¿Quiénes son?

– Ernie Dulare. Dutch Buenadella. Frank…

Green lo interrumpió.

– Oh, ¿así es como se pronuncia? Diú-la-ri. Creí que era Diúler.

– ¿Conoce a Ernie? -le preguntó Lozini.

– No, leí sobre él en el periódico. -A Parker, le dijo-: Dulare controla las apuestas de carreras locales. Y Louis «Dutch» Buenadella es el rey de la pornografía. Los cines, las librerías y también un negocio por correo.

Lozini, casi sonriente, comentó:

– Veo que conoce bastante de mis operaciones.

Con una sonrisa modesta, Green contestó:

– Soy la chica encargada de las investigaciones.

– ¿Y quién es Frank? -preguntó Parker-. No será Frank Faran.

– ¿Esa parte también la conoce? -inquirió Lozini a Green.

– Supongo que es Frank Schroder -contestó Green-. El de lo narcóticos.

– Por Dios -exclamó Lozini suavemente-. ¿Ahora me dirá cuál de ellos es?

– Bien, nunca los he conocido -afirmó Green-, pero dudo que sea Schroder.

– ¿Por qué?

– Es un poco viejo para hacerse cargo, en primer lugar.

– Es cinco años menor que yo.

Green hizo un gesto de disculpas.

– No viejo para dirigir -dijo-, pero quizá demasiado viejo para empezar a dirigir. No creo que consiga mucho apoyo. Además, se rumorea que ha estado comiendo de su propio pastel.

– No es cierto.

– Por supuesto que es cierto. Hasta yo lo oí.

– Eso no quiere decir que sea cierto.

– Oh -dijo Green haciendo un gesto como si borrara algo con la palma de la mano-. No importa que el rumor sea cierto o no -continuó-. Lo que digo es que es cierto que existe ese rumor, y un rumor de esa naturaleza le restaría seguidores.

Lozini asintió, aceptando el razonamiento.

– Está bien -dijo-. Frank es el menos probable.

– Lo cual deja a los otros dos -dijo Parker-. Dulare y Buenadella.

– Exacto -confirmó Lozini. Miró a Green-. ¿Alguna idea?

– Lo siento. Los dos están en la edad idónea, los dos son fuertes, los dos tienen buenas bases de poder en la estructura, los dos tienen conexiones fuera de la ciudad. Usted los conoce. ¿Cuál de los dos es el más ambicioso?

– Los dos -contestó Lozini.

– Denos sus direcciones -dijo Parker.

– ¿Piensan librar la batalla por mí?

– No. Si usted lo hace o no, es cosa suya. Pero hace dos años el individuo al que le habló O’Hara sobre el dinero del parque de atracciones era alguien que ya estaba comprometido en esta revolución.

– ¿Y habría empezado entonces? -Desconcertado, Lozini trataba de recordar hechos de por aquel entonces, indicios que debía haber tenido en cuenta, pero que le habían pasado desapercibidos.

– Estaban esperando estas elecciones -aseguró Parker-. Con eso piensan apartarlo de la circulación.

– Seguro -convino Lozini.

– En todo el país las elecciones se celebran en noviembre -dijo Green-. ¿Por qué ustedes las hacen ahora?

– Hicimos ese cambio adrede, hace años -contestó Lozini-. La gente hace las cosas por costumbre. Si las elecciones tienen lugar en un momento no habitual, hay menos votantes y se puede controlar mejor el resultado. Sólo esta vez está trabajando contra mí.

– Y que mi dinero -dijo Parker- haya ido a parar a Dulare o a Buenadella, quienquiera que esté al cargo, ayuda a financiar la rebelión. De modo que es ahí donde lo recuperaremos.

Lozini lo miró con ojos algo asustados.

– Por Dios -exclamó-, ¿no piensa en otra cosa?

– Vine aquí a por el dinero -contestó Parker-. No a participar en una guerra de gánsters.

– ¿De modo que van a ir a ver a Ernie y a Dutch? ¿Cómo sabrán de cuál se trata?

– Lo sabremos antes de ir. Le preguntaremos a uno de los que lo siguen.

– ¿Abadandi?

– Por ahora no puede hablar -contestó Parker-. Deme la dirección de Calesian.

– ¿Calesian? ¿Por qué él?

– Nadie va a intentar algo contra usted -respondió Parker- sin tener a su policía en el bolsillo. Y Calesian es lo suficientemente listo como para saber que usted está en vías de extinción.

– El hijo de puta.

– ¿Y qué hay de Farrell? -preguntó Parker.

Lozini y Green lo miraron sorprendidos.

– ¿Quién? -dijo Lozini.

– Su candidato a alcalde -contestó Parker-. ¿Está seguro de que le es fiel? Quizá también esté en el complot.

– Farrell no es mi candidato -dijo Lozini.

– Es Wain -le informó Green-. Farrell es el candidato reformista que se presenta por la oposición.

Parker frunció el ceño y le dijo a Lozini:

– Usted siempre decía «mi hombre». Supuse que era Farrell. -Y dirigiéndose a Green-: ¿Por qué diablos no me lo dijiste?

– ¿Decirte qué? -Obviamente Green estaba tan desconcertado como Lozini.

– ¿Qué diferencia hay? -preguntó Lozini-. Alfred Wain es mi hombre y es seguro que pierde. George Farrell es el candidato reformista y va a ganar.

– Farrell -dijo Parker- es el de la gran pancarta que cruza la London Avenue. Carteles por todas partes.

– Exacto -afirmó Lozini-. Nosotros, en cambio, no hemos podido gastar tanto dinero. Las ganancias son pocas, ya escuchó a Nate Simms anoche. Además, nunca tuvimos que gastar tanto. Farrell está trabajando a unos niveles que desconocíamos.

– Debería habérmelo imaginado -dijo Parker. Parecía hablar más que nada para sí mismo. Mirando fijamente al agua, añadió-: Es un error mío, no debía haberlo tomado como algo seguro.

– Sigo sin entender -dijo Lozini.

– Sus ganancias no están tan mal -le respondió Parker-. Le están robando. Farrell es el hombre de ellos.

– Oh -exclamó Green con voz apagada.

De pronto todo se abrió ante los ojos de Lozini como un girasol:

– Esos inmundos bastardos han estado financiando a Farrell con mi dinero.

– Y el mío -dijo Parker. Y dirigiéndose a Green, añadió-: Con lo que dejamos por el momento a Calesian y pasamos a Farrell.

– Está bien.

Parker se puso en pie.

– Retírese, Lozini -le sugirió-. Váyase a Florida a tomar el sol.

Lozini los miró a los dos cruzar el patio y entrar en la casa. Tomar el sol. Calesian. Abadandi. Ernie Dulare o Dutch Buenadella. Farrell. Con su dinero.

Lozini se puso en pie. En voz alta, dijo: -No he usado un arma en veintisiete años. El agua de la piscina absorbió su voz, mate, sin eco. Caminó hacia la casa.

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