Cuando cruzó la puerta detrás de Parker, Grofield pensaba: «¡Por Dios!, si es un escenario de teatro, y no muy bueno». La estancia era un disparate, una combinación de tanta confusión y error que prácticamente se volvía una obra de arte, como las torres Watts. Era una biblioteca, o un estudio, o una oficina-en-casa; seguro que la familia lo llamaba «el cuarto de papá».
El empapelado imitando madera, muy oscuro, hacía que el cuarto pareciese más pequeño y cuadrado, ya pequeño y cuadrado de por sí, y lo oscurecía de tal modo que incluso un techo blanco y una alfombra blanca no hubieran dado mucha luz. Pero el techo estaba recubierto con un hule que imitaba vigas de madera, como un restaurante que tratase de imitar el ambiente de una vieja posada inglesa, y los cuadrados entre las falsas vigas habían sido pintados de un color albaricoque, mientras que el suelo estaba cubierto por una alfombra oriental con figuras de un rojo oscuro sobre un fondo negro, todo eso rodeado por una cenefa rojo oscuro.
Sólo faltaba una lámpara de petróleo adaptada a la electricidad y con una tulipa verde de cristal. Y no faltaba, estaba sobre la mesa de caoba a la derecha junto a un reloj cuyo cuadrante era la rueda de un cañón de madera; encima, en la pared, había fotografías en color de los cañones que defendieron Occidente enmarcados en terciopelo negro y verde.
El hombre que se hallaba en medio de la habitación, que colocaba el teléfono en la pared opuesta, se adecuaba tanto a la decoración que, por un momento, Grofield pensó que Parker y él se habían equivocado de casa. Este hombre era un comerciante, un pilar de la comunidad, un propietario que paga sus impuestos, un hombre con problemas proctológicos. Si Grofield no hubiera escuchado la conversación telefónica de Buenadella y si no hubiera visto al hombre arrojar el auricular con tal fuerza que rompió el papel pintado y destrozó el cristal de una horrible acuarela de la Avenue Junot, habría creído que habían cometido un error; éste no podía ser el gánster llamado Buenadella, el que estaba disputándole la supremacía a Lozini.
Pero en ese momento Buenadella se volvió hacia ellos y Grofield cambió de opinión. Mostraba una pesadez en la mandíbula, una frialdad en los ojos, que no eran atributos de un simple hombre de negocios. Era un hombre acostumbrado a abrirse paso no con la razón o con el dinero, sino con la intimidación. Le recordaba a Grofield a un tipo llamado Danamato, al que había conocido en Puerto Rico. Surgieron problemas cuando Danamato llegó a convencerse de que Grofield había asesinado a la señora Danamato, y hablar razonablemente con él era como explicarle álgebra a un ladrillo.
Grofield se preguntó si Buenadella sería igual de cerril. Empezaba mal: señalándolos con un dedo, chilló:
– ¡Está bien, bastardos, ya han causado bastantes problemas por aquí! Les doy cuarenta y cinco minutos para que salgan de la ciudad y podrán vivir un poco más.
Ni Parker ni Grofield llevaban armas a la vista, pero los dos las tenían a mano por si eran necesarias. Una vez dentro de la habitación, Parker caminó hacia la izquierda, mientras Grofield cerraba la puerta y se dirigía a la derecha.
– Siéntese, Buenadella -invitó Parker-. Tenemos que hablar.
– ¡No hablo con ladrones! ¡Salgan de aquí y váyanse!
Grofield sacó del bolsillo la cartera de Abadandi y la arrojó sobre el escritorio.
– Probablemente quiera enviarle esto al pariente más próximo de Abadandi -dijo.
– ¿Qué? -preguntó Buenadella mientras su frente se llenaba de arrugas y toda su cara se aflojaba.
– Con una conmovedora carta -agregó Grofield-. Orgulloso de su hijo, soldado de primera clase, murió por salvar a su batallón; una gran pérdida, lo echaremos de menos. Podrán ponerle un marco y colgarla encima de la chimenea.
Buenadella se acercó al escritorio, cogió la cartera, la abrió y miró un par de documentos. Parker y Grofield esperaron hasta que él levantó la vista y la fijó en Grofield.
– ¿De dónde sacaron esto?
– De un hombre muerto.
– No lo creo.
Grofield se encogió de hombros.
Buenadella lo observó, lo pensó otra vez y arrojó la cartera sobre el escritorio.
– Hay más hombres de donde vino ése -dijo.
Grofield sonrió.
– ¿Todos así de buenos?
– Mandaré diez juntos -respondió Buenadella.
Parker se acercó.
– No mandará nada -le dijo-. Estamos aquí con usted, a solas. Y podemos terminar todo esto ahora mismo.
Buenadella miró a Grofield, luego a Parker.
– No tengo nada que terminar con ustedes.
– Setenta y tres mil dólares.
– Robados -dijo Buenadella-. Usted no tiene derecho alguno a ese dinero y no hay pruebas de que yo haya visto o tocado un solo dólar. ¿Quiere llevarme a los tribunales?
– Ya está en los tribunales -contestó Parker.
Grofield, con la voz sincera de quien trata de ayudar, dijo:
– Señor Buenadella, un consejo. Mi amigo es un hombre muy impaciente. No he conocido a nadie que soporte tan mal la frustración. Hasta ahora se ha mostrado muy tranquilo, no ha causado problemas, pero creo…
– ¡No ha provocado problemas! -Buenadella parecía realmente sorprendido, más allá de su papel de tipo duro-. Pero no se dan cuenta… -Hizo un gesto lento con las manos; le resultaba imposible encontrar las palabras para expresar lo que habían hecho.
– Créame -dijo Grofield-. Hemos estado aquí cinco días; todo lo que hemos hecho es buscar nuestro dinero, pero siempre nos salen con dilaciones. Hay unas elecciones en marcha, hay una guerra de bandas a punto de estallar, todas esas tonterías. Eso no nos importa en absoluto, todo lo que queremos son los setenta y tres mil dólares.
– ¡Han estado echando mierda sobre todo! -gritó Buenadella. Se comportaba como un hombre preocupado de verdad, entre furioso y razonable-. Han robado, han matado gente, han amenazado con armas al candidato a alcalde, están arruinando una operación personal que me ha llevado tres años preparar… ¿Y hablan de guerra de bandas? ¿Qué guerra? Todo estaba tranquilo hasta que ustedes llegaron.
– Si se nos hubiera devuelto el dinero -repuso Grofield-, incluso el viernes, no habría surgido ningún problema.
– Estoy harto de esta ciudad -dijo Parker-. Quiero irme de aquí, pero con mi dinero.
– Setenta y tres mil -apuntó Grofield-. En realidad, no es mucho. El precio de un negocio, eso es todo.
Buenadella había estado a punto de volver a gritar, pero cerró la boca de pronto y puso una mirada especulativa. La expresión «precio de un negocio» había tomado un lugar en, su cabeza; Grofield la podía ver crecer allí y volverse un hermoso árbol verde.
– Esperen un minuto -les pidió Buenadella. La silla del escritorio estaba a su izquierda; la atrajo hacia sí, se sentó, apoyó los brazos en el gran secante verde, miró hacia las ventanas.
Grofield miró a Parker, pero Parker miraba a Buenadella, y su rostro era impenetrable, como siempre. Grofield se preguntó si Parker comprendía que habían ganado, que Buenadella iba a darles el dinero.
Sí, iba a hacerlo. Estaba sentado allí, dándole vueltas en la cabeza. Setenta y tres mil dólares para librarse de un problema; un precio alto, pero la alternativa significaba más problemas de los que ya había tenido y, además, les pagaría con el dinero de ellos, no con el suyo.
Y había más. Dentro de su pesada cabeza, Buenadella calculaba el asunto de los impuestos. Los setenta y tres mil vendrían de aquí y de allá, aparecían bajo distintas rúbricas en los libros de la compañía. ¿Y qué porcentaje le reduciría el gobierno, en forma de deducción por pérdida en los negocios? Si Buenadella pagaba setenta y tres mil en gastos de negocios deducibles, lo declaraba todo y bajaba su tasa a un tercio de eso, digamos veinticuatro mil, sólo pagaría cuarenta y nueve mil de su propio bolsillo. Y puesto que los setenta y tres mil no habían sido suyos al empezar, podía considerar la transacción como una ganancia de veinticuatro mil dólares netos.
Al fin, Buenadella rompió el silencio. Parecía dudar si dirigirse a Parker o a Grofield, y miró primero a Parker, pero finalmente se volvió hacia Grofield, quizá porque lo encontraba más amistoso.
– No puedo pagar toda la cantidad de una vez.
Grofield sonrió, no podía evitarlo. Como actor y como productor teatral, se había enfrentado más de una vez con esta mentalidad de hombre de negocios, y en este ejemplar la encontraba en su forma más desarrollada. Un delincuente pagaría o sacaría su revólver; era imposible pensar en un ladrón en términos de cuotas. Buenadella, por más delitos que cometiera, seguiría siendo más un negociante que un ratero. Y por eso sería posible arreglar el asunto con él.
Pero no así.
– Lo siento -respondió Grofield-. No podemos venir todos los meses a cobrar. Tiene que ser todo junto.
– Setenta y tres mil -pronunció lentamente Buenadella- es un buen paquete.
– Usted puede hacerlo.
– Y vienen a pedírmelo en un momento en que tengo necesidad absoluta de efectivo.
Parker dijo:
– Basta, Buenadella. Hay un solo modo de pagarnos, y usted sabe cuál es.
Grofield notó que los músculos del cuello de Buenadella se tensaban; el simple sonido de la voz de Parker lo irritaba. Y ahora, con la negociación en marcha y bastante adelantada, considerando las circunstancias, no tenía sentido volver a las hostilidades. De modo que para calmar a Buenadella, Grofield dijo:
– Estoy seguro de que usted puede hacerlo, señor Buenadella. Queremos mostrarnos razonables.
– ¿Y creen que son razonables? -Pero lo decía de un modo teatral, no enfadado.
– Bien -repuso Grofield-, por supuesto, tenemos dos condiciones inamovibles: queremos un pago completo de la deuda y lo queremos en efectivo. Usted comprenderá nuestras razones.
Buenadella, el hombre de negocios, podía ver las razones, pero no quería verlas.
– Podríamos firmar un documento -gruñó-. Podríamos hacerlo legal y de esa manera podrían llevarme a los tribunales si no les pagara. Si firmo, les pagaré.
– No daría resultado, señor Buenadella -respondió Grofield con acento apenado-. Para cubrir un documento legal usted necesitaría mi nombre verdadero, por ejemplo, y no me gustaría darlo. Por no hablar de mi dirección.
– ¡Mierda! -Buenadella tamborileaba los dedos sobre el secante del escritorio con un ritmo apagado, como la marcha fúnebre de un enano-. ¿De dónde cree que voy a poder sacar tanto dinero? También podría mandarlos a la mierda, y hagan lo que quieran.
– Usted no sabe lo que podríamos hacer, señor Buenadella -dijo Grofield suavemente.
Buenadella levantó la cabeza y miró a Grofield, a quien le pareció que, por primera vez, el hombre tomaba en serio la amenaza. No sobreactuar, pensaba Grofield, no sobreactuar; ése es el modo más seguro de conseguir efecto.
– Es posible -respondió Buenadella, que seguía pensando-. Pero aun así necesito un par de días.
– Ahora -replicó Parker.
Grofield le dijo a Parker:
– Espera un minuto, oigámoslo. Él también tiene sus problemas.
– Mis problemas son ustedes -contestó Buenadella. Se encogió de hombros, pensativo-. Hoy no puedo hacer nada, por supuesto. Es domingo, todo está cerrado. Mañana empiezo. Pero si ustedes lo quieren en efectivo, me llevará un par de días.
– Un día -repuso Parker.
Buenadella los miró y decidió volver a hablarle a Grofield.
– No se puede reunir tanto dinero en efectivo así de rápido -dijo-. Usted sabe de qué hablo. De todos modos, estoy en un mal momento, con el verano, poca gente, estas elecciones…
– Bien -interrumpió Grofield-, creo que son las elecciones lo que molesta a mi socio. ¿Son el martes, no?
– Sí, el martes.
– Pasado mañana. -Grofield sacudió la cabeza, como si tuviese que dar malas noticias-. ¿Se da cuenta?, estas elecciones son importantes para nosotros. Es parte de la presión que podemos ejercer sobre usted.
– Si no paga el martes por la mañana -dijo Parker-, su hombre pierde. De un modo u otro, pierde.
– ¡No puedo hacerlo tan pronto!
– Puede, si realmente quiere -aseguró Parker-. Le diré esto: mañana por la mañana lo llamo, digamos a las diez y media, para ver cómo va la recolección.
– Habría preferido no enterarme nunca de la existencia de ese dinero -dijo Buenadella amargamente.
– Habría sido mejor para todos -convino Grofield-. No se moleste, salimos solos. -Miró a Parker, quien hizo un gesto afirmativo.
Grofield salió primero. Abrió la puerta, dio un paso en dirección al jardín, excesivamente cubierto de arbustos y macizos arbolitos, y vio al hombre del revólver en el preciso momento en que una luz roja y blanca se encendía en el extremo del cañón del revólver.
No hubo tiempo para hacer nada, ni siquiera para pensar. No oyó el sonido del disparo, pero sintió el golpe en el lado izquierdo de su pecho; fue como si lo hubieran golpeado con un puño de metal.
Lo hizo girar. Todo se volvió borroso, como un efecto especial de una película. «¡Me mató!», pensó desesperadamente Grofield, y se dejó caer por el cristal invisible de la vida.