XLIX

Wiss pensaba utilizar la bomba que él mismo había fabricado valiéndose de una botella de gaseosa vacía y de otras materias que escondía en el maletín que solía llevar consigo. Elkins conducía, y cuando llegaron a la central eléctrica se limitó a aminorar la marcha y acercarse a la acera, mientras Wiss se asomaba por la ventanilla del coche y arrojaba la botella a lo alto. Voló por encima de la valla; cuando Elkins ya aceleraba, cayó en medio de la estructura de alto voltaje y estalló al contacto con el suelo. Hubo una gran explosión, no muy sonora, pero que cortó el servicio eléctrico en todo ese sector de la ciudad. Conduciendo por un mundo súbitamente desprovisto de luces, rodeado de la más negra oscuridad, Wiss y Elkins se dirigieron de nuevo al centro de la ciudad; tenían otro trabajo que hacer esta noche.

Cuando las luces se apagaron, la oscuridad fue la más completa que hubieran experimentado los habitantes de la ciudad. Las estrellas en lo alto apenas si marcaban la posición del cielo sin luna, pero la tierra era el fondo de un pozo donde los hombres tropezaban y movían sus brazos como antenas. Los defensores de la casa de Buenadella miraron de pronto la nada, apretaron las pistolas, se inmovilizaron, trataron de ver con los oídos, aunque no oían nada más que su propia respiración y los débiles ruidos del hombre que estaba en la ventana contigua.

– ¡Silencio! -se susurraban unos a otros-. Me parece oír algo.

Dos de ellos vieron un resplandor frente a sus ojos, dispararon hacia la oscuridad y los relámpagos de luz roja producidos por sus armas los deslumbraron y los volvieron aún más ciegos.

Los dos hombres ocultos en la furgoneta de reparación de televisiones del otro lado de la calle, detectives de la CID estatal, no creyeron, al principio, que nada anduviese mal. Tenían su propio generador eléctrico en la furgoneta y la cámara con la que miraban el mundo externo estaba equipada con infrarrojos. Pero en ese momento, cuando comprendieron que sucedía algo, se abrieron las puertas traseras de la furgoneta, una linterna iluminó sus caras y una voz dijo:

– No intenten nada.

De todos modos hubieran intentado empuñar las armas, a pesar de que los cegaba el resplandor de la linterna apuntada a sus ojos, si no hubieran oído simultáneamente el ruido de disparos en la casa de Buenadella, cosa que les recordó que, ante todo, ellos eran técnicos. Desconcertados, aunque comprendían instintivamente que éste era un asunto en el que no les convenía inmiscuirse, levantaron las manos.

Tom Hurley sostenía la linterna, mientras que Ed Mackey, con la capucha en la cara, subía a la furgoneta, desarmaba a los dos hombres y los ataba juntos, espalda contra espalda, con sus propios cinturones.

– Asegúrate de que no esté funcionando la cámara -dijo Hurley.

Mackey vio la cámara y la golpeó tres veces con el cañón de la pistola.

– No está funcionando -contestó, y él y Hurley bajaron de la furgoneta y fueron hacia la casa.

Stan Devers había trepado a un poste telefónico a media manzana de distancia, poco antes de que se apagaran las luces. Iba preparado con guantes aislantes y un par de pesadas tenazas, y mientras hubo luz, se aseguró de reconocer el grupo de cables que iban en dirección a la casa de Buenadella. Cuando se apagaron las luces trabajó sirviéndose del tacto, cortando una por una las líneas y escuchando los sonidos musicales que hacían al cortarse. Cuando terminó, arrojó las tenazas a la oscuridad oceánica que había a sus pies y bajó lentamente, buscando los escalones metálicos. No tenía sentido de la altura en esa oscuridad y le pareció que tardaba mucho en llegar al suelo; ya debería haber llegado. Un pánico estúpido trató de aflorar en su pecho, y sintió la urgencia idiota de saltar, de sortear el resto del descenso, por largo que fuese, terminar de una vez. Sin embargo, siguió pulgada a pulgada. Cuando al fin su pie tocó tierra, lo sintió como una sorpresa.

Los tres conductores, Mike Carlow, Philly Webb y Nick Dalesia, habían estado esperando en tres coches estacionados a una manzana de distancia. Cuando llegó la oscuridad, avanzaron usando sólo las luces de posición. Delante podían ver la luz donde Mackey y Hurley se ocupaban de los hombres de la furgoneta de reparaciones. Fueron hacia allí y dirigieron los coches hacia la propiedad de Buenadella, las luces largas, cuatro cada uno.

Los hombres del piso habían visto las débiles luces de los automóviles que se acercaban. Se habían preparado para disparar, pero el repentino resplandor de las luces largas los cegó.

Los tres coches omitieron la avenida circular. Se dispersaron por el césped, pasaron junto al reloj de sol y se detuvieron a menos de diez metros de la casa, en una hilera separada, todos dirigidos en línea recta a la puerta principal. En medio de la negrura que la rodeaba, la fachada de la casa de Buenadella parecía un bajorrelieve pintado.

Los tres conductores salieron de sus coches y se ocultaron rápidamente tras ellos. Tenían pistolas en las manos, y usaron los coches como escudos cuando apuntaron a las ventanas del frente de la casa. Cualquiera que intentase disparar hacia los faros, tendría que hacerse visible en una ventana, y ellos tres abrirían fuego. Los faros seguirían allí.

En la parte trasera, Handy McKay, Dan Wycza y Fred Ducasse habían esperado la oscuridad, ocultos en los arbustos en el extremo del jardín. En las ventanas iluminadas de la casa podían ver hombres que iban y venían, hablando o mirando, y cada uno de ellos escogió un blanco. Parker, apoyado en una rodilla y con la pistola en la mano, vio la figura que miraba por los ventanales del estudio de Buenadella. Era Calesian, y estaba preparado para matarlo. Los roles se habían invertido.

Cuando las luces se apagaron, Parker disparó dos veces. Oyó que los tres que lo rodeaban también dispararon. Después llegó una furiosa respuesta desde la casa.

– Esperad -dijo hablando en la oscuridad.

La voz de Dan Wycza sonó a su izquierda:

– Creo que fallé en el mío.

Eso fue todo lo que dijeron hasta que vieron el repentino fulgor de los faros de los coches en el otro lado de la casa. Apareció la silueta negra del edificio; era como un eclipse de luna.

Parker se puso de pie.

– Está bien -dijo, y él y los otros tres se dirigieron hacia la casa.

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