XXXIX

Hurley y Dalesia iban hacia el oeste, hacia Tyler; Dalesia al volante del Mustang robado y Hurley a su lado echando pestes de Morse.

En las dos semanas que habían transcurrido desde el robo de la joyería, Hurley había pasado la mayor parte de sus horas de vigilia buscando a Morse, el tipo que les había vendido el plano, pero Morse prácticamente había desaparecido. Dalesia había acompañado a Hurley, no porque sintiese un rencor especial por el plan fracasado -esa alarma imprevista podrían haberla puesto en cualquier momento, no era necesariamente un error de Morse el no saber de ella-, sino simplemente porque no tenía otra cosa que hacer.

Ahora había algo que hacer. Parker los había llamado y había dicho que tenía algo poco corriente en Tyler y le gustaría contar con ellos. ¿Había dinero? Sí, había. Sí, aceptaban.

Pero incluso ahora Hurley no podía dejar de odiar a Morse.

– Después de este negocio -dijo cuando pasaban el límite entre Pennsylvania y Ohio-, voy a tomarme realmente mi tiempo y voy a encontrar a ese hijo de perra. Soy un tipo del que nadie se ríe.

– Yo también voy a tomarme mi tiempo -respondió Dalesia-. Voy a tomarme mi tiempo en Los Laurentinos, en Quebec.

Hurley lo miró.

– ¿Te parece que Morse se esconde allí?

– No, pero sé que hay cantidad de truchas -dijo Dalesia-. Tú podrás seguir tu cacería, Tom, después de esto, pero yo voy a ir a pescar.

Ed Mackey y su amiga Brenda marchaban hacia el norte, desde Nueva Orleans, en un Jaguar amarillo que Mackey poseía a su nombre en Illinois, que era Ewin Mills. Pesado, con barba cerrada, Mackey tenía alrededor de cuarenta años de edad y un estilo agresivo, arrogante, como el de un buen luchador. Aunque su pecho, hombros y espalda estaban cubiertos de espeso vello rizado, su cabeza empezaba a despoblarse, hecho por lo general que ocultaba, como ahora, con una gorra de tela inclinada sobre sus ojos. Conducía con la cabeza algo echada hacia atrás, mirando por debajo de la visera de su gorra y a través del estrecho cristal delantero del Jaguar la carretera recta que llevaba a Tyler.

– Ese tipo de Tyler -dijo Brenda- ¿no es de los que estuvieron en el asunto de los cuadros el año pasado?

– Parker, sí -respondió Mackey-. Te acuerdas de él, el apuesto.

– Fuimos a aquella fiesta con él…

Mackey le sonrió. De verdad le gustaba Brenda, era perfecta.

– Así es -le contestó.

– En realidad, no me gusta tanto -dijo Brenda. Era una chica delgada de poco más de veinte años. Brenda era atractiva, sin lugar a dudas, y tenía unas piernas espléndidas. Era la mejor mujer con la que Mackey había vivido, sobre todo por su inteligencia; sabía quién era, y le gustaba serlo, y se encontraba muy cómoda en su piel. La mayoría de la gente, hombres y mujeres, no son así; la mayoría de la gente no sabe quién es, no les gusta ser lo que piensan que son y no se sienten nada cómodos siéndolo.

– Eres perfecta, Brenda -dijo Mackey.

Ella asintió, sin pensar en discutir, porque otras cosas ocupaban su mente.

– ¿Crees que esto saldrá bien? -preguntó.

– Mejor que el asunto de los cheques -contestó Mackey-. Ya sabes lo nervioso que me pongo cuando se trata de papeleo.

– No veo por qué -dijo ella-. Yo jamás tengo problemas con eso.

– Es que siempre vas a una ventanilla atendida por un tipo -le dijo él-. Y está tan ocupado mirándote que no importa qué pongas en el cheque. Podrías firmar «Vete a la Mierda» y te lo pagaría igual.

– No digas groserías.

– En el coche -completó Mackey.

Ella le sonrió, mirándolo de reojo.

– En el coche -dijo.


Hacía seis años que Mike Carlow había trabajado por última vez con Parker; estaba deseando volver a verlo. Parker se había comportado con corrección aquella última vez, cuando el asunto de la convención numismática de Indianápolis, y no era muy frecuente trabajar con alguien en quien se pudiera confiar.

Lo que había pasado es que Carlow había sido detenido después del robo, pero Parker había podido huir con el dinero. Otro tipo implicado, un nazi llamado Otto Mainzer, también había sido capturado, y lo único que había salvado la piel de Carlow había sido la personalidad imposible de Mainzer. Mainzer se había hecho odiar tanto por los policías que éstos le ofrecieron a Carlow la libertad si firmaba algo incriminando a Mainzer. Como Carlow odiaba al alemán, había cantado como las Hermanas Andrew y había salido limpio y sin cargo alguno, y en cuanto llegó a su casa de San Diego, Parker le mandó su parte de las ganancias: cincuenta mil dólares.

Que se habían transformado en el JJ-2. Tres primeros premios, dos terceros puestos, y un accidente espectacular en el circuito de Ontario. Un buen coche, el viejo JJ-2.

Un automóvil, para Mike Carlow, era algo que podía llevarlo a uno desde el punto A al punto B en un segundo, cualquiera que fuese la distancia. Ése era el ideal por el que se esforzaban, aunque sin lograrlo aún, en Detroit y en Europa, o en el taller de Mike Carlow. Era un piloto de carreras, ya con cuarenta años, que había estado en el oficio desde la adolescencia, cuando había comenzado reventando un coche tras otro de los que compraba en los establecimientos de coches usados. Siendo aún muy joven había diseñado un coche de competición con un centro de gravedad al que no afectaría la cantidad de combustible que quedase en el depósito por la simple razón de que no tendría depósito; el automóvil se construiría sobre una estructura de tubos de aluminio huecos donde se almacenaría la gasolina. Cuando alguien a quien le enseñó la idea le objetó que sería un poco peligroso rodear enteramente al conductor con el combustible, él había dicho:

– ¿Y eso qué tiene que ver?

Probablemente los coches de carreras serían su muerte, pero por ahora eran su vida. Y si no costase tanto el diseñarlos, construirlos y mantenerlos, jamás hubiera entrado en trabajos como los que hacía Parker. Pero sí costaba, y él se negaba a transformarse en un simple empleado de una gran compañía, de modo que aquí estaba de nuevo, otra vez en la ruta, conduciendo a toda velocidad su Datsun 240 Z modificado hacia Tyler. Y teniendo en cuenta la clase de tipos con los que habían andado en estos últimos años, se alegraba de que esta vez el trabajo fuera con Parker.


Frank Elkins y Ralph Wiss se turnaron para conducir su Pontiac desde Chicago. Habían trabajado juntos durante quince años, tenían casas en el mismo barrio de Chicago, sus familias intercambiaban visitas y, al parecer, dentro de poco la hija de Elkins, Pam, y el hijo de Wiss, Jasson, se casarían. Las esposas de ambos sabían lo que ellos hacían para vivir, pero los hijos y los sobrinos lo ignoraban.

– Hacemos promociones especiales -decía Frank Elkins cuando alguien se lo preguntaba, y Ralph Wiss asentía. Promociones especiales.

La especialidad de Wiss eran las cajas fuertes, que abría por cualquier método que le pareciese apropiado. Se sentía cómodo con la nitroglicerina líquida y los explosivos de plástico, era experto en cerraduras y podía agujerear con aparatos cualquier clase de caja fuerte de acero. Había ayudado a abrir cajas con apertura retardada, había dinamitado paredes blindadas. Era un hombre pequeño con mirada concentrada y pensativa; se consideraba un artesano y era tan devoto de su trabajo como podía serlo un joyero.

Elkins era un hombre para todo, útil en cualquier circunstancia. Podía manejar una pistola, o echarse al hombro una bolsa llena de dinero, o vigilar una entrada. Eran los ojos y los músculos que completaban el cerebro de Wiss. Habían llegado a conocerse profundamente, confiaban uno en el otro y trabajaban juntos sin desperdiciar un solo movimiento.

La última vez que habían visto a Parker había sido en Copper Canyon. Antes de eso, habían trabajado con él en St. Louis, atacando a una organización de la mafia; por lo general, tipos como Wiss y Elkins no se metían en asuntos de la mafia, pero en aquella ocasión Parker había tenido una especie de querella personal con un tal Bronson, y puesto que prometía ser un trabajo bueno y seguro, Wiss y Elkins se habían sentido contentos de trabajar con él.

No hablaron mucho durante el viaje; se encontraban demasiado cómodos el uno con el otro como para necesitar conversación. Se preguntaban cuál sería el trabajo que los esperaba, pero no se preocupaban demasiado. Elkins dijo:

– Si es con Parker, está bien.

– A veces enloquece -contestó Wiss. Era un hombre al que no le agradaba lo más mínimo el melodrama.

– Pero es seguro -repuso Elkins.

Wiss se encogió de hombros. Siempre estaba de guardia, siempre tenía una pequeña reserva.

– De todos modos, vale la pena ir -dijo.


Philly Webb se dirigió al Oeste en su Buick, desde Baltimore. La nueva pintura azul del capó le encantaba, la matrícula era de Delaware, y la nueva documentación en la guantera decía que el Buick estaba registrado a nombre de un tal Justin Baxter, de Wilmington, y que él mismo se llamaba Justin Baxter.

Webb era un piloto de coches, como Mike Carlow, pero nunca había participado en carreras. Su única profesión era el robo, y el dinero que ganaba lo gastaba en fiestas y en el juego. El Buick era su único hobby.

Éste era su quinto Buick. Se compraba uno cada pocos años y hacía la compra con total legalidad. Pero una semana después el automóvil había perdido toda su identidad original y nunca volvería a aparecer. Le cambiaba la matrícula, cambiaba la pintura, compraba documentación falsa. Y meses después volvía a hacer lo mismo, cambiaba todo de nuevo, volvía a establecer una nueva identidad. Cuando mantenía en su poder un coche por tres años, probablemente hacía diez o doce cambios de registro de color y de matrícula.

Además de estos cambios periódicos, hechos por el simple placer de hacerlo, Webb también cambiaba completamente su Buick en cuanto terminaba un trabajo. La pintura azul de este coche tenía menos de tres semanas, pero tendría otro color veinticuatro horas después de su regreso a Baltimore. Se enorgullecía de tener un coche que no dejaba huellas, pero en realidad casi todos esos cambios eran innecesarios y constituían más un hobby que una actividad razonable.

Bajo y fuerte y de piel olivácea, Webb tenía el pecho y los brazos de un luchador y el aspecto general de un simio. Se ponía al volante del coche con la naturalidad de un taxista y siempre parecía raro cuando se veía obligado a caminar. La última vez que había trabajado con Parker había sido en el robo de una base aérea, con Stan Devers. Había salido de ese asunto con cuarenta dos mil, ya gastados hacía mucho, y tenía ganas de volver a trabajar con Parker.

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