XLIII

Era una noche de luna nueva; no había luna. Al anochecer, un arco muy fino había perfilado el círculo donde debiera de haber brillado la luna, pero a las once y media de la noche hasta eso se había desvanecido. Las estrellas parpadeaban con el calor, salpicando un inmenso cielo negro.

La carretera estatal 219, que salía de la ciudad por el Noroeste, estaba oscura e invisible como los bosques de pinos a través de los cuales pasaba. Un hombre que caminase por la carretera tendría que haberse dejado llevar por lo que sintieran sus pies: la dureza del asfalto, las piedras, la textura blanda del polvo, más que por lo que tenía frente a sus ojos; salvo cuando veía un automóvil oculto tras sus faros.

A las once y cuarto, un Mercury Montego recién robado pasó hacia el Norte, conducido por Mike Carlow, con Stan Devers a su lado y Wycza recostado en el asiento trasero. Diez minutos después, los siguió Nick Dalesia, con Hurley y Mackey sentados a su lado en el asiento delantero del recién robado Plymouth Fury. Se cruzaron con algunos coches que iban hacia el Sur, pero no vieron a ninguno que fuera en la misma dirección que ellos.

Siete millas al norte de la ciudad de Tyler, en un halo de neón rojo y amarillo que mantenía apartada la oscuridad, había una elegante construcción de dos pisos, blanca, que ahora funcionaba bajo diferente administración. El cartel luminoso junto a la carretera decía:


tony florio’s

riviera

Cena-Baile

En escena: Paul Patrick y The Heat Exchange


Podía haber sido importado directamente de la calle principal de Las Vegas. Los pinos del otro lado de la carretera, iluminados por la luz del cartel, parecían irreales, un decorado, como si el cartel tuviese más vitalidad, fuera más auténtico que ellos y los hubiera superado.

La noche del lunes parecía espléndida en el Riviera de Tony Florio; de hecho, todas las noches eran buenas allí. El aparcamiento detrás del edificio principal estaba casi lleno cuando, a las once y veinte, entró en él el Plymouth y se estacionó cerca del Mercury, que ya lo esperaba.

En el interior, Tony Florio saludaba en persona a sus clientes habituales, y sonreía y murmuraba alguna palabra amistosa a cualquier parroquiano que lo reconociese. Ex boxeador de peso ligero, el cuerpo de Florio se había redondeado y vuelto más pesado desde los días en que se ganaba la vida en el ring, pero la cara cuadrada y marcada por los puños no había cambiado casi nada, y con el uso secreto de tinte para el pelo, la masa de rizos negros cayendo sobre la frente era la misma que habían caricaturizado los dibujantes en todas las revistas deportivas en los viejos tiempos. Los ojos de Florio eran amistosos, sus manos estrechaban con fuerza las de sus invitados, sus modales eran expansivos y confiados y, por lo que sabían la mayoría de los parroquianos, este sitio era propiedad de Tony Florio, instalado y pagado con el dinero que había ganado en sus años de boxeador profesional. Muy poca gente sabía que Florio, como la mayoría de los boxeadores profesionales, había sido, en sus días de gloria, nada más que un bien cuya propiedad se repartían individuos y grupos. Y cada bolsa se dividía en cien partes, de las cuales la principal la recibía el gobierno federal. Y lo que le había correspondido a él, Florio se lo había gastado de inmediato en sitios muy parecidos a este Riviera.

¿Pero qué importaba quién fuera el dueño mientras el lugar fuera tan divertido? Y para los clientes masculinos de más edad, Tony Florio seguía siendo un nombre reconocible; estrecharle la mano era un placer de una clase no muy frecuente en un rincón perdido como Tyler.

Cuando entraron Dalesia, Hurley y Mackey, Florio los miró desde donde se encontraba, casualmente al lado del jefe de camareros, y en un instante hizo una observación típica de dueño de un restaurante: Eran extraños, nuevos en el lugar, de modo, que lo más probable era que fueran viajantes que pasaban por la ciudad y buscaban diversión por una noche. Tendrían encima unos cientos, pero no lo suficiente como para salvar la noche, ni para hacer saltar la banca. Era posible que un taxista de la ciudad los hubiera traído hasta aquí para una cena tardía en el comedor principal -llamado oscuramente The Spa-, pero no era probable. Definitivamente no eran del tipo de los que concurrían al Corral, donde las parejas jóvenes bailaban al ritmo del conjunto de rock The Heat Exchange…

¿Vendrían a jugar? En ese caso, tendrían que traer una tarjeta consigo, de uno de los seis comerciantes, nueve jefes de bares y siete taxistas de la ciudad en cuyo buen criterio había confiado Florio.

Y cuando Florio se adelantó para darles su cordial bienvenida, resultó que tenían una tarjeta, pero su origen fue una sorpresa. Al leer el nombre familiar escrito con letra bien conocida, en una tarjeta que también conocía, Florio dijo:

– Ajá. -Levantó la vista, estudió a los tres y añadió-: De modo que conocen a Frankie Faran.

– De los viejos tiempos del sindicato -respondió Ed Mackey y le dirigió a Florio su sonrisa más dura.

Florio reconoció esa sonrisa y esa clase de hombre. Era la clase de expresión que solía encontrarse a veces entre sparrings profesionales, tipos cuya meta en la vida era probar que podían soportar más que cualquier otro. Tipos así eran peligrosos, porque siempre querían medirse con alguien o algo, pero una vez que se aprendía a manejarlos, eran como niños. Éste, por ejemplo, perdería hasta su último centavo en el piso de arriba si se le daba la oportunidad.

De manera que habría que darle la oportunidad.

– Está bien -dijo Florio-, los amigos de Frank son mis amigos. ¿Les apetecería una copa antes de cenar? -Y como los vio mirar a su izquierda, hacia la entrada del bar (llamado el Saloon), les dedicó una sonrisa más amplia y agregó-: Ahí no. En privado. -Se volvió y llamó a un camarero que no era camarero, cuyo cometido era guiar a los clientes que no iban ni al Saloon, ni al Spa, ni al Corral, y una vez que el camarero estuvo a su lado, Florio le indicó-: Muéstreles mi oficina a estos caballeros, por favor, Angy. -A los tres hombres les dijo-: Estaré con ustedes dentro de un minuto.

– Muy amable, señor Florio -contestó Nick Dalesia, y los otros dos asintieron, con sonrisas ligeramente beligerantes en sus rostros.

En el comedor, Mike Carlow, Stan Devers y Dan Wycza cenaban tortilla francesa y filetes a la tártara. Carlow estaba sentado de tal manera que podía ver la entrada principal, donde había tenido lugar el diálogo entre Florio y los otros tres, y dijo:

– Bien, ya están dentro.

Ninguno de los otros dijo nada ni levantaron la vista de su plato. Después de su comentario, Carlow también siguió comiendo.


Wiss y Elkins dejaron el Pontiac -su propio automóvil- en una calle lateral y caminaron por la London Avenue junto a escaparates oscuros de tiendas ya cerradas, en dirección al Teatro del Arte Adulto, a una manzana y media de allí. Eran las doce menos veinte; la London Avenue estaba desierta. El último pase en el Arte Adulto había terminado hacía quince minutos y una veintena de hombres se habían dispersado en diferentes direcciones con caras que indicaban que no habían pasado un rato muy satisfactorio. Ahora las aceras estaban vacías de peatones y la carretera vacía de tráfico. En el interior de las tiendas brillaban apenas las luces que quedaban encendidas toda la noche, y los arcos de luz blanca sobre la calle iluminaban el silencio y la inactividad. El cielo estaba tan negro como el terciopelo del escaparate de un joyero.

Wiss llevaba consigo un maletín de cuero negro con asa de bronce, como los que usaban los médicos en los tiempos en que hacían visitas a domicilio. Elkins caminaba con las manos en los bolsillos, mirando constantemente a izquierda y derecha, hacia adelante y hacia atrás, por encima del hombro. Parecían un par de obreros nocturnos que fueran a hacer una reparación. Cuando llegaron al Teatro del Arte Adulto se detuvieron a mirar los carteles.

Había en ese momento un programa doble: Hombre hambriento y Muñeca de pasión. Las carteleras mostraban fotos en blanco y negro de chicas ligeramente entradas en carnes en ropa interior arrodilladas en camas o tirándose del pelo entre sí, o besándose o tapándose con los brazos, situadas en rincones muy iluminados de habitaciones vacías.

Había cuatro puertas de cristal que conducían al vestíbulo de la sala, pero tres de ellas tenía flechas rojas que señalaban hacia la cuarta. Por ella se entraba a un pasillo flanqueado por una barandilla cromada que conducía a la taquilla, donde se pagaba pero no se recogía ninguna entrada. Eliminando las entradas, la administración -Dutch Buenadella- podía mentir a todo el mundo sobre la cantidad de personas que habían pagado por ver la película.

Había grandes ventajas en el hecho de falsear el número de público asistente. Esta noche, por ejemplo, una típica noche de lunes, generalmente malas para las películas X, ciento dieciocho personas habían pagado cinco dólares cada una por entrar. De cada cinco dólares, ni siquiera uno le correspondía a la ciudad y al estado en concepto de impuestos; un dólar sesenta correspondía al distribuidor de las películas y otra fracción debía pagársele al sindicato de los proyeccionistas; eso dejaba alrededor de dos cuarenta por cada cinco dólares al dueño de la sala. Pero las cuentas de esta noche indicarían que sólo ochenta y siete personas habían pagado por ver el programa doble, lo que significaba que treinta y una personas, que habían pagado ciento cincuenta y cinco dólares, no entraban en la cuenta. Lo cual quería decir que ochenta dólares y sesenta centavos no serían pagados ni a la ciudad, ni al estado, ni al distribuidor, ni al sindicato de proyeccionistas, y que en marzo, los setenta y siete dólares cincuenta centavos restantes no serían declarados como parte de los ingresos de la corporación en la declaración de impuestos.

Para Dutch Buenadella, esta posibilidad de mentir tenía una ventaja adicional. No estaba solo en esta operación; tenía socios. Toda la organización local era una red continua de ejecutivos, de manera que parte del robo de Buenadella afectaba al bolsillo de Al Lozini, parte al bolsillo de Ernie Dulare, y otra parte al bolsillo de Frank Schroder. Sus socios sabían que él defraudaba en la declaración de impuestos, al sindicato y al distribuidor, de modo que él no podía decirles a ellos que sólo habían venido ochenta y siete espectadores esta noche. Pero sí podía decirles que habían venido ciento once. Podía llevar no dos, sino tres libros de cuentas y, además del escamoteo normal, podía conseguir un extra de treinta y cinco dólares para él solo. Todas las noches del año. Lo que significaba algo así como trece mil dólares libres de impuestos de ganancia puramente personal.

Frank Faran no había sabido de este robo extra que Buenadella se llevaba a casa todas las noches y que guardaba en una caja fuerte en su oficina, pero sí sabía acerca del subterfugio regular. Y Wiss, mirando la puerta de cristal más próxima, mientras seguía frente a las carteleras, murmuró:

– Todo lo que tenemos que hacer es soplar para abrir esa puerta.

– No antes de las doce -respondió Elkins. Miró su reloj y agregó-: Dentro de dos minutos.

Los cables, envueltos en pesadas tuberías de acero, recorrían las alcantarillas, entrecruzándose en la zona del centro con la London Avenue y todas las calles laterales. Cables secundarios se ramificaban de las líneas principales, se abrían camino en la tierra hacia las aceras o los sótanos y terminaban en cajas de metal que parecían contener fusibles. De ellas salían cables más finos que se dirigían a todas las puertas y ventanas de los establecimientos que participaban del sistema. Todas las noches a la hora de cerrar, el propietario accionaba un interruptor colocado discretamente en alguna pared trasera, y desde ese momento hasta la mañana siguiente la apertura de cualquier puerta o ventana provocaba un impulso eléctrico que transportaban los cables finos hasta la caja del sótano, y los cables gruesos hasta el cable principal, y éste hasta la oficina del Servicio de Protección de Alarmas Inc, donde provocaba un zumbido y una luz se encendía en un gran mapa mural en el cuarto de guardia. Y cada vez que tal cosa sucedía, uno de los hombres que vigilaban llamaba de inmediato al puesto de policía más cercano, y, asimismo, mandaba un coche de la propia compañía con cuatro hombres armados y uniformados.

Estas oficinas estaban en un pequeño edificio de dos pisos en una esquina a cien metros de la London Avenue. El cuarto de guardia estaba en la parte trasera, y en la delantera estaba la oficina del recepcionista, las de los ejecutivos y los archivos; el frente de la planta baja era la sala de espera y los puestos de los vendedores, y la parte trasera de la planta baja estaba dividida en habitaciones para los serenos: una con mesas y sillones y una televisión, y dos más pequeñas con camas de litera; y un garaje exterior con dos automóviles con radio.

La del lunes era, por lo general, una noche muy tranquila en la compañía, pero este lunes había traído varias pequeñas molestias. A las seis y cuarto, algún chico -al parecer se trataba de un chico, pues no había nadie cuando los policías y los guardias de la compañía aparecieron- trató de entrar por una ventana trasera de una tienda de juguetes. Después de las diez y media alguien había intentado abrir la puerta de entrada principal de un establecimiento de reparaciones de artículos del hogar, y menos de cinco minutos después, en otra parte de la ciudad, forzaron las puertas de una estación de servicio, y también aquí el agresor desapareció antes de que apareciesen los guardianes del orden. No era una noche tan mala como la de ciertos sábados, pero para ser lunes era una mala noche.

En especial teniendo en cuenta el número de personas que estaba de turno. Había dos hombres en el cuarto de guardia y sólo un grupo de cuatro hombres abajo. Cuando surgió el problema de la estación de servicio, el hombre de la sala de guardia había hablado por radio con el coche que había ido al taller de reparaciones y lo había mandado allí directamente. Sólo los fines de semana había dos grupos de trabajo porque, por lo general, sólo los fines de semana se necesitaban. Además, se suponía que la policía era la principal defensa; la tarea primordial de la compañía era informar a la policía de que se estaba cometiendo un robo y el lugar donde se producía. Tres casos hasta ahora en esta noche, y no había habido pérdidas en ninguno. Los daños en las puertas serían pagados por el seguro, y en ningún caso se había dañado nada de la mercancía o del interior de los establecimientos. Tampoco se habían llevado nada.

A las once y quince sonó la cuarta alarma de la noche en el cuarto de guardia, esta vez indicando que había sucedido algo en la joyería Best, que estaba bastante lejos, en River Street. Uno de los hombres de guardia había llamado por teléfono al puesto de policía de River Street, mientras el otro llamaba abajo a la sala, donde los hombres estaban jugando a las cartas. Se les dio el nombre y la dirección de la joyería, y dejaron de inmediato las cartas, subieron al Dodge Polara y el conductor pulsó el botón que abría electrónicamente la puerta del garaje. Salieron a la oscura calle lateral, la luz de los faros se balanceó cuando saltaron el bordillo de la acera y luego enfilaron la carretera. Giraron a la derecha, el conductor volvió a pulsar el botón para cerrar el garaje y salieron a toda velocidad hacia River Street, sin ver a los hombres vestidos de negro que habían estado agazapados a ambos lados de la entrada del garaje y que se habían colado dentro antes de que el portón bajase.

Handy McKay y Fred Ducasse sacaron las pistolas de sus bolsillos y avanzaron silenciosamente hacia la puerta abierta de la sala. No había habido mucho tiempo para preparar este golpe, de modo que no sabían exactamente que encontrarían adentro, o cuántos hombres habría. Parker había entrado por la puerta principal esta mañana para ofrecerse como empleado, pero no había logrado ver mucho. También había provocado la alarma en la tienda de juguetes a las seis y cuarto, poco antes de encontrarse con los demás en el aparcamiento, y había visto llegar el coche de la compañía, los había seguido y había visto la puerta electrónica en un lateral del edificio.

Philly Webb y Fred Ducasse habían provocado las alarmas en el establecimiento de reparaciones y en la estación de servicio, mientras Handy vigilaba el cuartel de la compañía. Se habían asegurado de que sólo había un coche trabajando, pero había sido imposible determinar cuánta gente trabajaba en el edificio, así que Handy y Ducasse se movían en silencio y con la mayor precaución hasta estar seguros de que la sala, los dos dormitorios, los puestos de los vendedores y el resto de la planta estaban vacíos. Justo entonces se dirigieron a las escaleras.

Mientras tanto, el Polara con los cuatro hombres corría hacia River Street, con una luz azul destellando en el techo. Pasaron un Buick azul que avanzaba tranquilamente en dirección opuesta, y no prestaron atención. Philly Webb miró la luz azul que se alejaba en su espejo retrovisor, sonrió para sí y aceleró un poco.

Los dos hombres en el cuarto de guardia conversaban acerca de las actrices de sus programas favoritos de televisión con las que les hubiera gustado acostarse, cuando se abrió la puerta y aparecieron dos hombres vestidos de negro, con capuchas negras en la cabeza y pistolas en las manos, rápidos; golpearon la puerta contra la pared; uno de ellos dio un golpe sobre el escritorio con la culata de la pistola, mientras que el otro gritaba:

– ¡Quietos! ¡Quietos! ¡Un solo movimiento y os agujereo!

Los dos hombres de guardia llevaban el uniforme gris de la compañía, con armas colgando de la cintura, pero todo había sido demasiado rápido, no habían tenido ninguna prevención y los dos intrusos hacían demasiado ruido. Eso los distraía. El que había gritado daba vueltas alrededor de ellos, mientras que el otro golpeaba con el cañón de la pistola todo lo que tenía a su alcance, una silla, un armario de metal.

El que daba vueltas alrededor de ellos continuaba gritando:

– ¡Malditos seáis, un solo movimiento, una sola palabra, denme una sola oportunidad de liquidaros, malditos, haced un solo movimiento y os deshago!

No se movían. Asombrados, aterrorizados, estaban con la boca abierta, paralizados por ese repentino temporal imprevisto.

– ¡Arriba! -gritó el que daba vueltas. Ahora estaba detrás de ellos; y el otro, enfrente. No podían mirarlos a los dos a la vez-. ¡Arriba, bastardos, las manos en la cabeza, moved los culos de esas sillas, poneos en pie, moveos o sois hombres muertos!

Lo hicieron. Hicieron absolutamente todo lo que se les decía, avasallados por los gritos y las amenazas. El de atrás seguía haciendo ruido con los objetos, tirando al suelo ceniceros y vasos siempre con la pistola apuntando hacia los dos hombres, que estaban con las manos en la cabeza.

El otro, gritando amenazas como si estuviera furioso por alguna cuestión personal, vino serpenteando hacia ellos, les quitó las automáticas, sacó unas esposas de un cajón de escritorio y les esposó las manos a la espalda. Les obligó a voces a ir a un rincón del cuarto y a sentarse en el suelo, espalda contra espalda, temblorosos, pues esperaban que tanta furia y locura se transformase en una carnicería de un momento a otro, a medias convencidos de que no tenían escapatoria, de que ya estaban muertos.

Entonces, de pronto, todo se tranquilizó y el que había estado dando golpes y tirando cosas se detuvo en medio del cuarto, con la pistola apuntada hacia el suelo y empezó a reírse. No una risa de loco o sádico, sino una risa verdaderamente divertida. Los dos hombres lo miraron desconcertados y oyeron que le decía al otro, en medio de la risa:

– Fred, estuvo perfecto.

El otro también se rió. Toda su furia había desaparecido, como si nunca hubiera existido.

– Es divertido, ¿no? -preguntó.

– Nunca lo había hecho así -dijo el primero-. Yo siempre lo hago con amabilidad. Tranquilizo a todos, diciéndoles que no les pasará nada, que lo tomen con calma, que no se preocupen por nada, que somos profesionales, que no queremos derramar sangre, todo eso. Les pregunto sus nombres de pila, hablo con calma.

– Sí -contestó el segundo-. Yo también lo he hecho así. Pero a veces esto es divertido. Entrar como un loco, gritando, haciéndose el demente. Entonces son ellos los que quieren tranquilizarte.

Los dos se rieron, y los hombres sentados en el suelo se miraron uno al otro por encima de los hombros con una mezcla de cólera y de humillación.

En la joyería Best resultó que alguien había arrojado un ladrillo a un escaparate, pero al parecer no se había llevado nada. Cuando el coche de la compañía llegó, ya había dos coches patrulla de la policía. El dueño del establecimiento había sido informado y ya estaba de camino. Los hombres de la compañía, de acuerdo con la policía que seguían siempre, esperaron su llegada para demostrarle que cumplían con su deber.

Philly Webb estacionó su Buick anónimo en una manzana del edificio de la compañía, caminó esa manzana y golpeó la puerta del garaje. Se abrió y apareció Handy McKay, sonriendo.

– Dos hombres nada más -le informó-. Fred está arriba con ellos.

– Me gusta -dijo Webb-. Parker sigue en forma, ¿no? -Él y Handy habían trabajado juntos en el pasado, hacía diez años o más, pero era la primera vez que trabajaban juntos con Parker.

– Mi vuelta al trabajo tenía que ser con él -contestó Handy-. Hay cartas en la sala.

En la joyería Best, los guardias de la compañía se tocaron las viseras de las gorras en saludo al cliente, volvieron al Polara y se dirigieron hacia el cuartel general. El conductor ahora iba despacio, con la luz azul apagada, y prefirió ir por la London Avenue aun cuando eso supusiera recorrer dos o tres manzanas más.

Era una noche tranquila, sin luna, oscura, la London Avenue estaba desierta, excepto dos tipos que miraban las carteleras del cine pornográfico.

– Se pusieron temprano en la fila, ¿eh? -comentó uno de los guardias, y los otros rieron.

– Las doce -dijo Elkins-. Pero espera a que desaparezca ese coche.

En la compañía, Philly Webb y Handy McKay jugaban al póker.

– Escalera de reyes -dijo Handy.

Webb, con una sonrisita, mostró sus cartas:

– Póker de ases.

– Maldita sea. -Handy arrojó a la mesa sus cartas con cólera no disimulada-. Estas cartas están en mi contra -dijo.

Desde arriba vino un zumbido.

– Eso fue el cine -comentó Webb.

Arriba, Ducasse miró con el ceño fruncido al mapa de la pared con su luz encendida y el molesto zumbido. Llamó a uno de los guardias en el rincón:

– ¿Cómo se apaga esto?

– Váyase a la mierda -contestó el guardia. Los dos estaban desilusionados al saber que Ducasse y Handy, después de todo, no estaban locos.

Ducasse se acercó y le dio un golpecito en el mentón.

– No diga palabrotas -le ordenó-. ¿Cómo se apaga esta cosa?

El guardia, aunque atemorizado, trató de mirar desafiante a Ducasse, pero cuando lo vio levantar la pierna para descargarle un puntapié, se apresuró a contestar:

– Hay un botón en ese escritorio. Hágalo girar.

– Bien -dijo Ducasse.

Abajo, Webb y Handy siguieron jugando a las cartas hasta que oyeron abrirse la puerta del garaje. Entonces se cubrieron las caras con las capuchas y se colocaron a ambos lados de la puerta con las pistolas en la mano.

Los guardias entraron charlando, descuidados, y los cuatro entraron al cuarto antes de que hubieran visto a los intrusos. De pronto se quedaron inmóviles, y Handy, que esta vez decidió hacerlo a su modo, dijo:

– Está bien, caballeros, tómenlo con calma. No queremos tener que usar nuestras armas.


No había máquinas tragaperras. La imagen que pretendía tener el Riviera de Tony Florio era la de la discreción, pero no tanto como para que no se reconociera su verdadero negocio. Una elegancia al estilo James Bond, ésa era la intención. Los jugadores, viendo las cortinas de terciopelo ocre, pensaban que era elegante. Los mismos jugadores, cuando veían máquinas tragaperras y máquinas de pinball en un ambiente de un restaurante de carretera, pensaban que era barato. Así que no había máquinas tragaperras.

Pero había cantidad de terciopelo ocre. Dalesia, Hurley y Mackey siguieron al camarero escaleras arriba, a través de innumerables cortinas de terciopelo ocre, hasta el salón de juego principal, una larga sala de techo bajo cuyas paredes estaban cubiertas de espesos cortinones que, junto con la espesa moqueta verde, ahogaban de tal manera los sonidos que toda la sala parecía un equipo estereofónico con el control de bajos puesto al máximo.

– La caja a su derecha, caballeros -dijo el camarero, inclinándose ligeramente, con una sonrisa-. Y buena suerte.

– Buena suerte para usted también -le contestó Hurley.

El camarero se fue y los tres hombres se tomaron un minuto para estudiar la sala. Había seis mesas de dados, sólo tres de ellas ocupadas. Y dos ruletas, ambas funcionando. En el extremo más alejado, mesas verdes en las que se jugaba a las cartas. Los jugadores eran casi todos hombres, y la mayoría de las mujeres parecían estar casadas con los hombres con quienes estaban. Parecía tratarse de profesionales, abogados, médicos, hombres de negocios, casi todos con chaqueta y corbata. Muy pocos de los clientes parecían tener menos de treinta y cinco años, y estos pocos imitaban a los mayores en el modo de vestir, en el estilo y en el corte de pelo. El salón no estaba atestado, pero tampoco estaba vacío; probablemente trabajaba a la mitad de su capacidad.

– Bastante bien para la noche de un lunes -comentó Dalesia.

– Quizá deberíamos invertir -dijo Mackey.

– No, no lo creo -contestó Dalesia-. Creo que es muy arriesgado.

Los tres fueron hacia la ventanilla del cajero. Era un agujero de forma ovalada en la pared, flanqueado por los omnipresentes terciopelos ocres. En el centro de un cristal grisáceo antibalas, al nivel de la boca, había un micrófono, y por debajo de la ventanilla un altavoz transmitía la voz de la empleada. Era como una ventanilla para automovilistas en un banco; el dinero se ponía en un receptáculo metálico que la cajera hacía girar hacia su lado y luego devolvía hacia afuera con las fichas. Cada uno de ellos compró cien dólares en fichas azules de cinco dólares. La voz metálica de la joven, por el altavoz, dijo:

– Buena suerte.

– Y buena suerte para usted también -contestó Hurley.

Recorrieron el salón durante unos minutos, observando el juego. Las ruletas eran accionadas por hombres, pero todas las mesas de naipes estaban atendidas por mujeres que lucían atrevidos escotes y sonrisas artificiales.

– Eso es lo que llamo dientes de póker -dijo Dalesia-. Más difíciles de interpretar que la cara de un jugador.

– Bien -repuso Mackey-, si es que tengo que perder rápido creo que voy a hacerlo mejor en la ruleta. Nos vemos.

Mackey se alejó, y Hurley y Dalesia observaron varias partidas de bacará. La chica a cargo de la mesa les dirigió un par de sonrisas mientras esperaba a que se concretaran las apuestas.

– Creo que me quedaré aquí hasta la primavera -dijo Hurley, y se sentó en una de las sillas vacías de la mesa.

Dalesia deambuló un poco más, consideró la posibilidad de acercarse a la mesa solitaria de Chemin-de-fer, con su chica de cabello oscuro, pero fue a una de las mesas de dados; la mayoría de las clientas femeninas se apiñaban allí, apostando a diestro y siniestro. Dalesia, cuya única superstición era su relación mística con el número nueve, hizo un par de apuestas. Echó una mirada al reloj mientras el hombre con los dados rojos los soplaba y vio que tenía veinte minutos todavía en los que perder cien dólares.

En una de las mesas de ruleta, Mackey tenía una expresión de la más profunda concentración y escribía números en la libreta. Apostaba en todas las tiradas, y sus apuestas eran siempre a la segunda docena o a la primera línea de números, el uno, dos, tres o el cero o el doble cero. Prácticamente perdía todas las veces, pero su expresión no se alteraba en ningún momento. Su aspecto era exactamente el mismo que el de cualquier jugador con un sistema, y todos los empleados de la mesa lo notaron a los cinco minutos. Lo mismo pasó con varios jugadores, algunos de los cuales empezaron a seguirlo a pesar de que perdía siempre.

En la mesa de cartas, mientras los otros jugadores no quitaban su vista del escote de la chica que los atendía, Hurley le miraba las manos. Era hábil, pero no parecía hacer nada mecánicamente. Ni tenía por qué hacerlo; las apuestas eran bastante fuertes y la emoción en la mesa era constante.

Mackey perdió sus cien dólares en ocho minutos. Con el mismo gesto preocupado, sin dejar de tomar notas en su libreta, fue hacia la ventanilla de la caja, sacó distraídamente la cartera del bolsillo y dijo:

– Mejor deme… -Se detuvo, pasó un dedo por los billetes y sacó cinco de veinte-: Cien nada más -concluyó.

– Gracias, señor.

Parecía volver poco a poco a una plena conciencia de lo que le rodeaba. Cuando la muchacha le enviaba hacia su lado las veinte fichas, dijo:

– Eh, señorita…

– ¿Sí, señor?

– ¿Hay un administrador por aquí?

– ¿Alguna queja, señor?

– Quiero pedir un crédito. -Parecía a punto de echar su cartera sobre el depósito de metal, y aún no había cogido sus fichas-. Tengo identificación, todo en regla, eh… -Vaciló, luego cogió las fichas y se las guardó distraídamente en el bolsillo de la chaqueta.

– Sí, señor -dijo la chica-. Hable con el señor Flynn.

– Gracias -contestó Mackey, y al segundo se sobresaltó, al recordar que Flynn era el nombre que él estaba usando. Thomas Flynn; él y Parker, y varias personas más, tenían documentos de identidad con ese nombre-. ¿Flynn, dijo?

– Sí, señor. -Inclinada, con el pelo casi tocando el cristal, ella le señaló a Mackey la izquierda diciéndole-: La puerta de su oficina está en ese lado, señor.

– Mi nombre es Flynn -dijo Mackey.

La chica le dirigió una sonrisa ausente.

– Qué coincidencia -respondió.

– Es una bendición -dijo Mackey-. Tengo el presentimiento de que voy a ganar esta noche.

– Bueno, espero que así sea, señor. ¿Aviso al señor Flynn de que usted quiere verlo?

Él pareció reflexionar un momento, y luego tomar una decisión.

– Sí -contestó-. Será lo mejor.

– Gracias, señor -dijo la muchacha mientras levantaba el auricular del teléfono y Mackey se apartaba de su ventanilla.

Dalesia, que perdía cada vez que apostaba al nueve, estaba devolviendo poco a poco sus cien dólares a la casa. Cuando el dado llegó a él, pasó de lanzarlo y se lo ofreció al jugador que tenía a su lado, y mientras lo hacía, se dio cuenta de que Mackey caminaba en dirección a una puerta de madera.

Había un hombre de traje negro, corbata negra y camisa blanca junto a la puerta, que miraba hacia la sala del mismo modo que un policía en su garita mira al tráfico. Cuando Mackey se aproximó se volvió hacia él y le dirigió una mirada inexpresiva.

– ¿Puedo ayudarlo en algo, señor?

– Me enviaron a ver al señor Flynn -contestó Mackey.

– Sí, señor. ¿Y su nombre es?

Mackey sonrió como pidiendo disculpas:

– Flynn -respondió.

La cara del hombre no había sido hecha para sonreír, pero aún así lo intentó.

– Bueno, qué coincidencia -comentó.

– Supongo que sí.

El hombre cogió el auricular de un teléfono que había en la pared junto a la puerta.

– ¿Son parientes, por casualidad?

– Nunca se sabe, ¿no es cierto? Tendré que preguntarle.

– Sí, señor. -Y al teléfono, dijo-: Hay un señor Flynn aquí que quiere verlo. Perfecto. -Colgó y le dijo-: Pase, por favor.

– Gracias -contestó Mackey y la puerta zumbó. La abrió, el zumbido cesó y entró en una oficina de recepcionista como cualquier otra, excepto que ésta no tenía ventanas. En las paredes había colgadas varias fotografías enmarcadas de Tony Florio en sus días de boxeador. En su escritorio de metal verde había sentada una recepcionista, que le sonrió y preguntó:

– ¿Señor Flynn?

– Exacto. Supongo que es una coincidencia, ¿eh?

– Claro -respondió ella-. El señor Flynn está atendiendo una llamada, pero estará con usted en unos minutos.

– Gracias.

Le extendió un gran documento.

– Mientras espera, ¿podría rellenar estos papeles? Le ahorrará tiempo.

El documento era un cuestionario de cuatro páginas.

– Por supuesto -contestó él-. Por supuesto.

La joven le señaló una mesa que estaba arrimada a una pared.

El cuestionario pedía información acerca de todo, salvo su opinión sobre las ovejas. Lo llenó con una letra pequeña y temblorosa, encubriendo las mentiras dentro de un nivel más o menos realista, y cuando lo hubo terminado se lo entregó a la recepcionista, quien le sonrió, le dio las gracias y se lo llevó de inmediato al jefe, todavía ocupado con su llamada.

Las revistas que se podía leer allí eran Forbes y Business Week. Mackey leyó algo durante unos cinco minutos, hasta que sonó un interfono en el escritorio de la recepcionista y se puso en pie para abrirle la puerta que daba a la oficina interior.

El señor Flynn era un hombre bajo y calvo, con algunos kilos de más, pero seguía moviéndose con agilidad. Llevaba una chaqueta rojiza y una pajarita azul y roja, y se había levantado de su escritorio para darle un firme y amistoso apretón de manos a Mackey. El cuestionario estaba abierto sobre el escritorio, y por la cara de Flynn, Mackey supo que había llamado al número de teléfono que había puesto en el cuestionario, diciendo que era el del «edificio local de su compañía», y había hablado con Parker. Parker, simulando voz de portero, debía de haber dicho que ése era el edificio de apartamentos donde los ejecutivos de la compañía General Texachron se hospedaban cuando los asuntos de negocios los llevaban a Tyler y que sí, el señor Thomas Flynn residía temporalmente allí, aunque en ese momento no se encontraba en el apartamento.

Pero antes de hablar de General Texachron o de otros detalles inventados para el cuestionario, tenían que decirse unas palabras sobre la coincidencia y Mackey deseaba haber elegido cualquier otra de sus identidades disponibles, pero para ese entonces el señor Flynn del casino se había convencido de que no estaban emparentados y podían pasar al asunto que más les interesaba.

En el piso de abajo, Mike Carlow, Dan Wycza y Stan Devers habían omitido unánimemente el postre y estaban saboreando una taza de café. Carlow miró su reloj y dijo:

– Es hora de hacer nuestra escena.

Wycza apartó su taza.

– Está bien -contestó; se secó los labios con la servilleta y se puso en pie. Mientras Devers y Carlow se quedaban en la mesa, Carlow con las manos ocultas bajo el mantel, Wycza cruzó el salón hacia Tony Florio, situado cerca del jefe de camareros.

– ¿Señor Florio?

Florio se volvió, con su sonrisa feliz en el rostro, su mano preparada para estrechar cualquiera que se tendiera hacia él. ¿Sí amigo? ¿Qué puedo hacer por usted?

Wycza se acercó a él, con una actitud que daba a entender que deseaba excluir al jefe de camareros de la conversación. Señaló hacia el comedor y dijo:

– ¿Ve a aquellos dos caballeros en mi mesa?

Florio esperaba que le pidiesen un autógrafo, cosa que daría, o que fuera a tomar una copa con estos desconocidos, cosa que no haría.

– Sí -contestó-, los veo.

– Bien -prosiguió Wycza- el tipo con las manos bajo la mesa tiene una pistola de gran calibre y le está apuntando al ombligo.

Florio se endureció. Wycza le había cogido el brazo de manera amistosa y ahora decía tranquilamente:

– No haga ruido, señor Florio, porque tengo que decirle una cosa. Conozco a ese tipo desde hace mucho y sé que se pone muy nervioso en momentos de tensión. ¿Me sigue?

Florio no dijo nada. Ni por un momento se le ocurrió que esto podía ser una broma; sabía que era verdad desde el primer momento.

– Por ejemplo -dijo Wycza-, si a usted se le ocurriera hacer un movimiento brusco, o si quisiera gritar, cualquier cosa así, ese nervioso hijo de perra seguro que dispara. Detesto trabajar con él porque me pone nervioso a mí también, pero hay que reconocer que tiene buena puntería. Puede acertarle al ojo de una mosca que esté volando a veinte metros de distancia; es algo magnífico. Si fuera un tipo tranquilo, como usted o como yo, sería algo realmente de primera, pero es un histérico; es por su tamaño. Un tipo alto como nosotros puede mantener la calma, pero uno de su estatura se pone nervioso por nada.

Florio, que ahora miraba a este gigante calvo de habla tan meliflua, no pudo dejar de notar que aunque Wycza hablaba de los dos como personas altas, Wycza era con mucho el más alto y fuerte. Florio, acostumbrado a ser el hombre más fuerte y rudo en cualquier reunión, se sintió mal. Aparecieron gotas de sudor sobre su labio superior y dijo en un susurro:

– ¿Qué es lo que quieren?

– Que me acompañe a la mesa -respondió Wycza-. Charlaremos un rato. -Apretó un poco el brazo de Florio, que comenzó a caminar.

Los dos avanzaron entre las mesas, casi todas vacías, hacia la que ocupaban Devers y Carlow. Carlow seguía con las manos debajo de la mesa y Devers seguía vigilando a los empleados tras la espalda de Wycza, sin notar que ninguno de ellos se comportara de forma especial.

Mientras cruzaban el salón, Florio le dijo a Wycza:

– En realidad, no soy el dueño de este lugar, sabe. Me limito a estar al frente para alguna gente de la ciudad.

– Ernie Dulare -dijo Wycza. Complacido por la mirada de asombro que logró pronunciando el nombre, agregó otro-: Adolf Lozini.

– ¿Los conoce usted?

– ¿Conoce un bebé el pecho de su mamá?

Llegaron a la mesa. Wycza hizo sentar a Florio junto a Carlow y él se sentó a la derecha de Florio. Este dijo:

– Si los conocen, ¿qué es lo que están haciendo?

– Un pequeño robo -contestó Wycza-. Nada de qué preocuparse.

Devers seguía mirando al salón.

– No habrá problemas, ¿no te parece? -dijo Carlow, dirigiéndose a Wycza.

En realidad no parecía nervioso, sino algo tenso, como si en cualquier momento el rígido control que tenía sobre sí mismo pudiera estallar.

Wycza, tranquilizándolo, le palmeó el hombro y le dijo:

– No hay problema. Tony va a cooperar. ¿Qué son para él unos pocos dólares? Este lugar es una fábrica de dinero; para el fin de semana ya se habrá recuperado. -Se volvió hacia Florio-. ¿No es así Tony?

– No hay dinero aquí -repuso Florio-. Les juro por Dios que no les engaño, pero aquí no hay dinero.

– De eso queremos hablar, Tony -dijo Wycza-. Pero mientras hablamos, mande traer un teléfono a esta mesa. ¿Lo haría por favor, Tony?

– ¿Un teléfono?

Devers ya había levantado un brazo para llamar al camarero. Cuando el hombre vino, de prisa porque el jefe estaba sentado a la mesa, Devers hizo un gesto en dirección a Florio.

Florio vaciló, no por rebelión, sino por un simple desconcierto. Pero, al sentir el silencio, se volvió abruptamente hacia el camarero y dijo:

– Paul, tráiganos un teléfono aquí, por favor.

– Enseguida, señor Florio.

El mozo se fue y Wycza dijo:

– Pues bien, hablemos de lo que pasa allá arriba, Tony. Tenemos un hombre con su administrador en este momento.

Florio lo miró atónito:

– ¿Qué dice?

– El administrador todavía no sabe lo que está sucediendo -siguió Wycza-. Cuando traigan el teléfono, quiero que llame a su oficina y le diga que debe hacer lo que nuestro hombre le ordene.

– Dios mío -exclamó Florio. Era la primera vez en los nueve años de existencia del Riviera que recibían visita de ladrones, y justo empezaba a admitir que era cierto. Esta vez se trataba de un robo a gran escala, totalmente profesional.

– ¿Cuántos son? -preguntó.

Wycza le respondió con una sonrisa seca:

– Bastantes -y en ese momento vino el camarero con el teléfono. Esperaron en silencio mientras lo depositaba sobre la mesa y llevaba el largo cable a enchufarlo en la pared más cercana. Volvió a la mesa, alzó el auricular y escuchó, volvió a posarlo y dijo:

– Aquí lo tiene, señor Florio.

– Gracias, Paul.

El camarero se fue, y Stan Devers dijo:

– Se me ocurre que el nombre del camarero podría no ser Paul.

Wycza cambió ligeramente el gesto y le preguntó a Florio:

– ¿Usted no haría una cosa así, no es cierto?

– ¿Me cree loco? -respondió Florio estirando los brazos-. ¿Cuánto me pueden sacar? No vale la pena dejarse matar por las ganancias de una noche de lunes.

Devers miró al camarero y comentó:

– Parece que todo está en orden.

Wycza, hablando suavemente, le dijo a Florio:

– ¿Y qué me dice de los cuarenta mil en la caja fuerte? ¿Sí vale la pena morir por eso?

Florio lo miró:

– ¿Qué cuarenta mil?

– Usted guarda cuarenta mil en efectivo en la caja fuerte -aseguró Wycza-. Dinero de reserva, en caso de que alguien tenga una racha de suerte. Ése es el dinero que queremos, Tony.

– De eso no se habrán enterado en la calle -contestó Florio. En sus mejillas aparecieron pálidos círculos de ira-. Algún hijo de puta me ha traicionado.

– Me lo dijo Ernie Dulare -dijo Wycza sonriendo. Luego borró la sonrisa de su cara como si nunca hubiera existido y agregó-: Ahora llame al administrador. Nuestro hombre está ahí con él, y se llama Flynn.

– ¿Flynn? El nombre de mi administrador es Flynn.

– Una coincidencia -repuso Wycza-. Salvo que Flynn es el verdadero nombre de su administrador. Llámelo.

Florio levantó el auricular y vaciló con el dedo en el disco.

– ¿Qué le digo?

– Dígale la simple verdad -contestó Wycza-. Que usted está aquí abajo con una pistola en las costillas y que su señor Flynn tiene que hacer todo lo que nuestro señor Flynn le diga que haga, o usted dejará de existir.

– ¿Y si no me cree?

– Tendrá que convencerlo -respondió Wycza-. Llame.

Arriba, Mackey y el señor Flynn habían pasado al tema complementario de la recomendación de Frank Faran, y Mackey contaba un par de anécdotas que eran absolutamente ciertas excepto por el nombre de los participantes. Ahora revisaban el cuestionario que Mackey había rellenado, y Mackey lamentaba no haber hecho una copia con papel carbón; una cosa era llenar cuatro páginas de preguntas estúpidas y otra cosa era tratar de recordar esas mentiras diez minutos después.

Pero al fin sonó el teléfono y Mackey se tranquilizó un poco. La llamada llegaba con retraso y ya empezaba a preguntarse si algo habría fallado, si el casino estaría enterado de todo el plan y este idiota lo estaría entreteniendo con el cuestionario mientras esperaba que llegase la policía. Pero al fin sonó el teléfono y Mackey se tranquilizó. Metió la mano en la chaqueta y cerró los dedos alrededor de la pistola.

– Sí, señor Florio. -Flynn asintió y le sonrió a Mackey pidiéndole que esperara un segundo-. Sí, está aquí conmigo. -Esta vez le dedicó una sonrisa sorprendida a Mackey-: Caramba, el señor Florio lo conoce. -Pero al instante, su expresión cambió-: ¿Qué? ¿Qué dice?

Mackey sonrió y sacó la pistola. Se la mostró a Flynn y volvió a guardarla.

Flynn estaba muy erguido en su silla.

– No comprendo, señor Florio. -Escuchaba parpadeando y parecía un hombre que no quiere comprender-. Se da cuenta de que me está pidiendo…

Mackey no oía las palabras, pero sí el irritado zumbido de la voz de Florio en el oído de Flynn. Flynn parpadeó, tragó saliva, comenzó a asentir.

– Sí señor -dijo-. Sí, señor, por supuesto, es que no creía… Sí, señor. -Su cara estaba pálida como la miga del pan y le tendió el auricular a través de la mesa a Mackey-: Quiere hablar con usted.

– Gracias, primo -dijo Mackey y cogió el auricular-: Sí, aquí estoy.

Era la voz de Florio, reconocible y amarga, que decía:

– Uno de sus amigos quiere hablarle.

Mackey esperó; y enseguida oyó a Dan Wycza:

– ¿Todo bien?

– No podría estar mejor -respondió Mackey.

– Perfecto. Espera -Mackey mantuvo el auricular cerca de su cara para que Wycza pudiera oírlo, y le dijo a Flynn-: Tengo dos amigos afuera, quiero que los haga pasar aquí.

– Usted quiere que vaya a…

– No, no, no señor Flynn -dijo Mackey-. Llame a su hombre en la puerta. Dígale que dos caballeros van a venir y que los deje pasar. Y luego dígale a su recepcionista que les abra la puerta.

– Está bien -contestó Flynn, pero hubo algo en su voz y en su mirada que no le gustó a Mackey-. Espere -dijo.

Flynn lo miró atentamente.

Mackey dijo al teléfono:

– Creo que este tipo necesita un poco más de conversación con Florio. Parece que se está preparando para hacernos algo.

Flynn, todo inocencia ultrajada, protestó:

– No tengo… -Pero Mackey lo calló con un gesto de la mano.

Wycza dijo:

– Espera -y se volvió hacia Florio. Le informó-: Mi Flynn dice que su Flynn no comprende la situación. Parece tener algo en su mente.

Irritado, Florio masculló una maldición.

– Exacto -dijo Wycza. Le tendió el auricular a Florio-: Quizá le convenga decírselo personalmente.

Mackey, que oía a Wycza, le pasó el teléfono a Flynn.

– La voz del amo -dijo.

Flynn cogió el teléfono, vacilando, lo sostuvo con precaución cerca de su oreja como si temiera un mordisco.

– ¿Señor Florio?

El teléfono lo mordió. Asustado, Flynn trató de interrumpir tres o cuatro veces sin éxito, y al fin logró decir:

– Por supuesto, señor Florio. Yo no quería… No, señor, por supuesto.

Mackey esperaba, mirando a su alrededor. De acuerdo con la información de Faran, esa puerta a la derecha llevaba a la caja fuerte donde se guardaba el dinero, y la puerta de la izquierda daba al salón donde los empleados descansaban y fumaban y donde se retiraban los tres guardias armados cuando no estaban recorriendo el piso. Con esta manera de llegar al dinero, directamente a través de Florio y de Flynn, pasaban por alto todos los sistemas de seguridad, los guardias, las alarmas y todas las demás disposiciones protectoras de que disponía el local.

Era el plan de Parker, según la información de Faran, preparado en pocos minutos, y estaba funcionando a la perfección.

Flynn, sumiso, le devolvió el teléfono a Mackey. Aún mostraba signos de resistencia, pero esta vez Mackey no dudaba de que haría todo lo que dijera. Dijo:

– Estoy a sus órdenes.

– Perfecto -convino Mackey, y luego, al teléfono-: ¿Estás ahí?

– Aquí estoy -respondió Wycza.

– Ahora todo está en orden.

– Necesitaré un teléfono -dijo Flynn-. Pero si quiere su amigo, no necesita colgar.

– Buena idea. -Al teléfono, Mackey dijo-: Espera un minuto.

Flynn cogió el teléfono, llamó a la recepcionista y le dijo:

– Dígale a George que hay dos hombres en el salón que van a entrar. Que los deje pasar y usted tráigalos directamente aquí. Está bien. Gracias. -Apretó un botón, volvió la comunicación con Dan Wycza y le devolvió el aparato a Mackey-. Aquí tiene -le dijo.

Afuera, Hurley había abandonado la mesa con sólo veinte dólares y había ido a la mesa de dados donde Dalesia llevaba ya perdidos treinta y cinco. Hurley vio al hombre en la puerta coger el teléfono de la pared y le tocó el hombro a Dalesia.

– Es hora de ir -dijo.

– Está bien. -Dalesia dejó una última ficha de cinco dólares sobre el nueve, y los dos hombres caminaron a través del salón hacia el hombre que hablaba por teléfono.

– ¿Ustedes son los dos caballeros que espera el señor Flynn? -preguntó.

Pensaron que se refería a Mackey.

– Exacto -contestó Dalesia-, somos nosotros.

La puerta zumbó y el hombre la empujó.

– Adelante -les indicó.

– Gracias -respondió Dalesia.


Dutch Buenadella era dueño de otros dos cines pornográficos en Tyler, además del Teatro de Arte Adulto. Uno se llamaba simplemente Cine, y el otro, era el Pussycat. Pero sólo el Teatro del Arte Adulto contaba con un buen sistema de alarma contra ladrones y una caja fuerte sólida, así que allí se escondía todo el dinero escamoteado de las tres salas, donde se guardaba hasta que, una vez por mes, se dividía en partes y se distribuía entre los socios.

Habían pasado tres semanas desde el último reparto, y la caja fuerte de la oficina del administrador del Teatro del Arte Adulto contenía nueve mil doscientos dólares. Además, había ochocientos cincuenta dólares que se guardaban como fondo de reserva para silenciar a las autoridades si se presentaba algún problema. Y había también un paquete sellado y atado con dos tiras adhesivas con la palabra «Personal» escrita con letra de Dutch Buenadella y que contenía cuatrocientos dólares: uno de los recursos privados de Buenadella para un caso en que fuera necesario salir de la ciudad en un momento en que los bancos estuvieran cerrados, por ejemplo a las cuatro de la mañana.

Ralph Wiss había soplado contra la puerta del vestíbulo y la había abierto. Elkins había mirado en la taquilla y la había visto vacía, así que los dos habían subido la escalera, siguiendo la linterna de Elkins. La oficina del gerente estaba junto al servicio de caballeros, del que venía un olor rancio al que parecía imposible llegar a acostumbrarse.

Como la oficina del gerente daba a la calle, no podía encender la luz, pero con las persianas bajadas podían trabajar a la luz de la linterna de Elkins. La oficina era un pequeño cuarto con un escritorio viejo cubierto de papeles, una cantidad increíble de notas y avisos pegados en las paredes, una pequeña nevera junto a un fichero de metal y una pila de rollos de película en un rincón.

En otro rincón estaba la caja fuerte, un cubo de metal verde oscuro de cincuenta centímetros de lado, con una manija cromada en forma de L y un gran dial. Elkins le pasó a Wiss la linterna y Wiss estudió todas las caras de la caja fuerte, pasando los dedos por el metal, deteniéndose en las juntas de la puerta. Mientras estudiaba las posibilidades soltaba un sonido silbante entre la lengua y los dientes superiores, un sonido que durante un tiempo había molestado a Elkins -parecía un neumático que se desinfla-, pero al que, con el correr de los años, se había acostumbrado. Ahora ni siquiera lo oía.

– Hay que agujerear -decidió Wiss.

Elkins asintió.

– Perfecto.

Wiss trajo una lata de películas vacía, colocó la linterna sobre ella de modo que iluminara la caja y se sentó en el suelo a su lado con su maletín de cuero negro. Mientras lo abría, Elkins dijo:

– Iré abajo.

Wiss ya estaba concentrado. Respondió con un vago asentimiento, sacando cosas de su maletín, y no miró cuando Elkins salía del cuarto.

Elkins bajó en medio de la oscuridad, entró en la taquilla y se sentó en un taburete con los codos en el mostrador. Diagonalmente podía ver a través del cristal de la taquilla y las puertas de la calle, donde no sucedía absolutamente nada.

Un minuto después comenzó a oír el zumbido del taladro eléctrico.

En la compañía de alarmas, los cuatro guardias y uno de los serenos estaban atados, amordazados y encerrados en uno de los pequeños cuartos de la planta baja. Handy McKay, Fred Ducasse y Philly Webb estaban arriba jugando a las cartas. El otro sereno estaba atado a una silla con una venda en los ojos, de manera que los tres se habían quitado las capuchas. Necesitaban a ese hombre por si sonaba el teléfono. Handy le había dicho:

– Si llaman, usted contestará. Si dice lo que debe decir no pasará nada. Pero si dice algo que nos cause problemas…, adivine quién será el primer muerto.

– No estoy loco -respondió el hombre. Todavía seguía cabreado por el hecho de que Handy y Ducasse tampoco estuvieran locos.

– Perfecto -afirmó Handy, y llamó a Parker-. Por aquí todo bien -le dijo.

– Me alegro.

Handy le dio el número de la compañía y añadió:

– Nos veremos.

– Hasta luego -contestó Parker.


Flynn estaba en el umbral de la habitación donde se encontraba la caja fuerte y fruncía sus labios en un gesto de desaprobación, mirando a Dalesia y a Hurley, que llenaban con fajos de billetes dos bolsas negras que llevaban bajo sus camisas. Cuando las dos bolsas estuvieron llenas, los dos comenzaron a meter el dinero en unos bolsillos que colgaban de sus cinturas. Más allá, Mackey estaba sentado tras el escritorio de Flynn, con el teléfono en el oído, intercambiando ocasionalmente alguna palabra con Wycza. Había puesto los pies sobre el escritorio y fumaba uno de los cigarrillos de Flynn. Había considerado la posibilidad de hacer esperar a Wycza y llamar a Brenda, que lo esperaba en el hotel, pero decidió que no convenía hacer tonterías. Además, probablemente ya estaba dormida.

En el piso de abajo, Wycza y Florio conversaban sobre dietas naturistas. Wycza, como la mayoría de los profesionales, confiaba en el sistema de mantener a sus víctimas en la mayor calma posible, ya que la gente nerviosa suele insistir en hacerse matar, con lo cual había tratado de iniciar una conversación sobre varios temas con Florio, empezando con el mundo del boxeo, el mundo de los night-clubs y el mundo de las apuestas, hasta que la conversación había derivado en el tema del ejercicio físico, el cuidado del cuerpo y la comida saludable. Y ése había resultado ser el tema favorito de Florio; las compuertas se habían abierto y se sentían viejos amigos.

– Ahora bien, Adelle Davis…

– Carlton Fredericks…

– La sal marina natural -insistía Wycza- es una estafa. Es uno de los casos en los que es indiferente; la sal es siempre sal…

– Lo que importan son los fertilizantes que usan. -Florio se había olvidado de la pistola de Mike Carlow, se había olvidado del robo que estaba teniendo lugar y se inclinaba sobre la mesa, hablando con entusiasmo y haciendo gestos de entendido.

Wycza también era un fanático del tema y casi se había olvidado del motivo por el que estaba allí. Se explayaba casi con tanto entusiasmo como el mismo Florio. Ambos encontraban muchos puntos en común, y a veces puntos sobre los que disentían completamente, con una seriedad casi religiosa.

Carlow se mantenía totalmente ajeno a la conversación. Su hobby personal eran los coches de carreras, lo que no tenía que ver nada con la salud o con el cuidado del cuerpo humano. Simplemente se limitaba a estar en su sitio, con la mano derecha bajo la mesa. Observaba el comedor y dejaba que las palabras de los otros lo envolvieran.

Stan Devers prestaba atención por momentos. Se mantenía en buen estado físico, pero nunca se había preocupado demasiado por eso ni había ajustado sus costumbres a la mesa de acuerdo con ningún ideal físico. Estaba convencido de que tanto Wycza como Florio estaban locos. Casi siempre se guardaba para sí su opinión, pero de vez en cuando los oía afirmar, ambos de acuerdo, algún punto que le parecía propio de la mayor demencia, y se alteraba y les decía que estaban equivocados. Entonces los dos se unían contra él, Wycza apoyándose en las estadísticas, Florio contando historias espeluznantes sobre boxeadores y luchadores y otros grandes especímenes físicos que se habían arruinado con el tabaco o los carbohidratos, o con hábitos de sueño perniciosos. Devers se retiraba vencido, pero no convencido.

Para todos esa noche se estaba convirtiendo en un acontecimiento social inolvidable.


A la una menos veinte, Ralph Wiss abrió su sexto agujero en la parte frontal de la caja fuerte; oyó el chasquido del mecanismo dentro, bajó la manija y la puerta se abrió lentamente.

– Bien -dijo para sí mismo, guardó sus herramientas en el maletín y se puso en pie. Se sentía agarrotado, sobre todo las rodillas y la espalda, y tenía la boca muy seca. Siempre se le secaba la boca cuando trabajaba en una caja fuerte, pero era el resultado de su silbido inconsciente y no de los nervios.

Había vasos de papel junto a la nevera. Bebió dos vasos de agua, arrugó el vaso y lo tiró. Salió hacia la escalera:

– Frank.

– Ya voy.

Wiss sostuvo la linterna para que Elkins viera la escalera. Elkins había estado dormitando en la taquilla y subía bostezando y desperezándose. Cuando llegó arriba preguntó:

– ¿La abriste?

– Por supuesto.

Entraron en la oficina y sacaron el dinero de la caja, que totalizaba diez mil cuatrocientos cincuenta dólares. La mitad la metieron en sus bolsillos y el resto fue al maletín de Wiss junto con las herramientas. Luego sacaron pañuelos y limpiaron rápidamente las pocas superficies que habían tocado. Bajaron la escalera, salieron del teatro y caminaron hacia el coche.


El teléfono le dijo a Wycza:

– Ya está todo listo. Bajamos.

– ¿Eh? ¡Ah, está bien!

Él y Florio estaban hablando de los polisaturados. Wycza, algo embarazado, como un vendedor de seguros que hubiera simulado hacer una visita de cortesía, colgó el teléfono y dijo:

– Lo siento, señor Florio, pero hay que volver a los negocios.

Florio lo miró sin comprender por un segundo. Luego miró a Devers y a Carlow, volvió a mirar a Wycza y dijo con una sonrisa agria:

– Me había olvidado de eso.

– No estaba engañándole, señor Florio -dijo Wycza-. Me gustaría que pudiéramos seguir hablando.

Florio lo estudió con mirada escéptica, luego volvió a sonreír, ya no tan agriamente.

– Sí, creo que sí -dijo-. Bien, le diré una cosa, amigo. Usted no escogió un trabajo bueno para su salud.

– Espero que esté equivocado -respondió Wycza-. De todos modos, ahora tendrá que salir con nosotros.

Florio asintió.

– Me lo esperaba. ¿Me golpearán en la cabeza después? No me gustan las contusiones.

– Ya veremos -prometió Wycza.

– Gracias.

– Vamos -dijo Wycza y se puso en pie.

Arriba, Mackey volvía a tener un pequeño problema con Flynn.

– Si salgo con ustedes -decía Flynn-, ¿cómo sé que no me matarán en el aparcamiento?

– Porque no estamos locos -le contestó Mackey.

– ¿Por qué íbamos a querer que nos buscasen por homicidio? -le preguntó Dalesia.

Pero fue Hurley quien dio el mejor argumento:

– Si quisiéramos matarlo, imbécil -le dijo-, lo haríamos aquí, en su oficina. Así que cierre la boca y camine.

Flynn se calló y caminó. El, Mackey, Hurley y Dalesia salieron a la sala de juego, Mackey y Flynn delante, Hurley y Dalesia con las bolsas detrás. George, el hombre de la puerta, los miró sorprendido cuando aparecieron, pero esta vez Flynn hizo bien su papel y le habló como Mackey se lo había ordenado.

– Quédese aquí, George -ordenó Flynn-. Tenemos que bajar unos minutos.

George, sorprendido y curioso, contestó:

– Está bien, señor Flynn.

– Si pasa algo antes de que vuelva, estaré con el señor Florio.

– Sí, señor.

Bajaron y encontraron a Florio y a los otros tres conversando junto a la puerta de la entrada. Los dos grupos se reunieron y los ocho salieron y caminaron hasta el estacionamiento, que ahora tenía la mitad de coches que había tenido una hora antes; el lunes es una noche para acostarse temprano.

El estacionamiento estaba iluminado por faroles en lo alto de postes muy altos. Cuando caminaban, Wycza les dijo a los otros, como pidiendo disculpas:

– Le prometí al señor Florio que no golpearíamos a nadie en la cabeza. ¿Por qué no nos limitamos a llevarlos a una milla o dos de camino? Eso nos dará el tiempo que necesitamos.

No hubo ninguna objeción. Mackey, encogiéndose de hombros, dijo:

– Por mí está bien. ¿Le parece bien, señor Flynn?

Flynn no tenía nada que decir. Florio le dijo a Wycza:

– Gracias, aprecio ese gesto.

– Es lo menos que podía hacer -contestó Wycza.

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