XXXVII

Al salir, el doctor apagó la luz y dejó la habitación en la más completa oscuridad. Una ventana estaba abierta a la cálida noche estival, pero no entraba ninguna luz por ella. El cielo era negro, puntuado de diminutas y altas estrellas que no alumbraban más que a sí mismas. La habitación quedó silenciosa y negra; sólo por el rectángulo algo más claro de la ventana y por debajo de la ranura de la puerta penetraba una delgada línea de tenue luz.

Dos horas después apareció la luna, delgadísima, en el extremo izquierdo de la ventana. A la noche siguiente completaría su ciclo mensual, ocultándose por completo, pero ahora aún era visible. Iluminaba un poco más que las estrellas; una palidez apenas considerable que no se hubiera notado de haber otra luz.

Pero en el dormitorio no la había. La luz gris de la luna reptó en ángulo por la habitación, simulando la forma de un armario adosado a la pared y a un rincón de la cama. A medida que la luna avanzó en el cielo, la cama fue haciéndose visible, y la luz, de pronto, hizo aparecer una mano vendada. El doctor Beiny, con la mayor delicadeza posible, había cortado el dedo meñique de la mano izquierda.

La luna difuminó finalmente el rostro de Grofield, cuya piel estaba tan pálida y descolorida como la luz que la perfilaba. Su aliento era muy lento y trabajoso y sus ojos no se movían en absoluto bajo los párpados cerrados. Por momentos, su cerebro temblaba levemente, movido por sueños incoherentes que no recordaría si alguna vez despertaba, ya que, por lo general, sus sueños carecían de imágenes.

La bala le había atravesado el cuerpo; había pasado entre dos costillas, llevándose una astilla de una de ellas, había pasado cerca del corazón, destrozando los tejidos del pulmón, y había salido por un agujero considerable en la espalda. El doctor Beiny le había suministrado gran cantidad de medicinas cicatrizantes. Le había vendado y cerrado ambos agujeros, había hecho una transfusión de sangre, y ahora lo alimentaba por vía intravenosa con un líquido compuesto en su mayor parte por proteínas y azúcar. El aparato, de acero cromado y cristal, se dibujaba oscuramente contra la luz lunar y le daba al lugar el aspecto de un hospital o una enfermería cerca de un frente de batalla: la botella invertida colgada de un armazón cromado, agujas, vasos, frascos de medicinas vacíos o llenos a través de los cuales se debía pasar una aguja hipodérmica.

A medianoche, la luna estaba en el centro de la ventana. Hubo un pequeño sonido en la garganta de Grofield, sus ojos se agitaron bajo sus párpados, los dedos que le quedaban en la mano izquierda se contrajeron levemente. Su corazón palpitaba lentamente, pero sin un ritmo seguro y, de pronto, se detuvo. Los ojos se inmovilizaron. El corazón volvió a latir, pareció avanzar como un ciego en medio de un bosque muy denso. Un largo y lento suspiro, casi mudo, surgió de los labios apenas entreabiertos de Grofield, aunque no era el alma que abandonaba el cuerpo.

La luna siguió su camino, iluminando otras partes de la habitación, y abandonó de nuevo la cama en la oscuridad. Al amanecer, Grofield volvió a morir, por tres segundos esta vez, en el silencio y la oscuridad; luego volvió a vivir, tenuemente, a tientas.

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