La noche del domingo se cerraba temprano: las leyes locales prohibían la venta de alcohol después de medianoche. Cosa que ni a Faran ni a ningún otro dueño de bares en la ciudad parecía importarles, ya que en la noche del domingo nunca había muchos clientes. Por el contrario, se alegraban; con la excusa de cerrar, podían expulsar a los pocos clientes e irse a casa.
Angie fue a la oficina de Faran pocos minutos antes de la medianoche, con la última copa para él.
– Se fueron todos -dijo.
Faran terminaba sus cuentas.
– Perfecto.
– Voy a cambiarme.
Él no levantó la vista de los papeles.
– Está bien.
Angie vaciló.
– ¿Nos vemos más tarde?
– No sé, Angie -contestó Faran, mirándola-. Me siento un poco aturdido.
– ¿Es por mí, Frank? ¿Hice algo?
– No, claro que no -dijo él. Se puso de pie, sorprendido de la repentina ternura que sentía hacia la chica, y se acercó a ella para abrazarla-. No has hecho nada mal, Angie. Es que tenemos tantos problemas. Dame un par de días, espera que se calmen las cosas y todo volverá a estar bien.
Angie le sonrió:
– Me habías preocupado un poco.
– No te preocupes, Angie. No te preocupes por nada. -La besó brevemente y la dejó ir-. Estoy nervioso, eso es todo.
– Está bien, Frank. Buenas noches.
La vio irse hacia la puerta, delgada y elegante, y sintió el viejo cosquilleo en los riñones.
– Quizá… -dijo.
Ella se volvió a mirarlo.
– Quizá pase más tarde -concluyó él, sonriendo y meneando la cabeza.
– Cuando quieras, Frank.
– No estoy seguro. Quizá.
– Si estoy dormida -dijo ella-, despiértame. -Le dirigió una sonrisa perezosa y agregó-: Ya sabes cómo.
– Sí, lo sé.
La contempló marcharse, pero en el momento en que desapareció de su vista, su mente volvió a los problemas. La muerte de Al Lozini, la sustitución de Farrell por Wain, Dutch Buenadella al cargo de todo, Hal Calesian transformado de pronto en el líder, ese Parker todavía rondando: todo eso bastaba para producir pesadillas. Si es que podía llegar a dormirse.
Faran trabajó otros diez minutos. Los números lo distrajeron, lo tranquilizaron, y también colaboró la copa que le había traído Angie. Se sentía un poco mejor cuando salió del despacho, caminó por el club vacío, apagó las luces desde los mandos centrales junto a la puerta de entrada y salió.
Estaba metiendo la llave en la puerta cuando sintió la pistola en su espalda. Sus rodillas se debilitaron y tuvo que apoyarse en la puerta.
– Dios mío -susurró.
Era Parker, la voz de Parker que decía:
– Vamos, Frank. Demos una vuelta.