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Nada más apagarse las luces, Buenadella supo que era hombre muerto. Un leve susurro asomó a sus labios sin que él se diera cuenta. Sus ojos se abrieron al máximo, tratando de descubrir en la oscuridad a la persona que venía a asesinarlo.

Oyó los disparos. Y el ruido de los cristales rotos, y oyó que alguien decía:

– Uhhh. ¿Quién ha sido? ¿Calesian?

Ernie Dulare maldecía, tranquilo, metódico, con una furia fría, como un hombre que contara hasta diez. Quittner, en voz baja pero hablando rápido, dijo:

– Tírense al suelo. Están disparando.

– ¡Oh, Dios! -Buenadella se sentía atrapado. No podía seguir dentro, tenía que salir. La oscuridad aproximaba hasta él las paredes y el techo, los apretaba contra su cuerpo. Con familiaridad inconsciente caminó a través del cuarto hacia los ventanales, ignorando lo que había dicho Quittner sobre la gente que disparaba desde afuera.

Detrás de él pudo oír a Dulare, que intentaba en vano establecer comunicación telefónica.

– Hola, hola -decía Dulare, colérico; luego soltó el auricular-. Cortaron la línea.

Por supuesto, Buenadella ya lo sabía. Se acercó a los ventanales y alguien lo agarró del brazo. Alguien que respiraba profundamente por la boca, como si tuviera un grave problema de nariz.

Buenadella ya no podía estar más asustado. Aceptó con la calma de la parálisis y preguntó:

– ¿Sí? ¿Sí?

– Dutch. -Era Calesian, con la voz ahogada-. Dutch. Es… -La mano le apretaba el brazo; Calesian quería que se acercara más, aparentemente quería susurrarle algo.

Buenadella se inclinó hacia adelante, sin idea de lo que hacía. Sintió el cálido aliento de Calesian en su mejilla y volvió la cabeza. De la boca de Calesian brotó un chorro de sangre. La sangre olía mal; Buenadella se apartó, con la cabeza llena de imágenes confusas de vómitos y mataderos, y su movimiento brusco destruyó el equilibrio de Calesian. Calesian cayó contra el costado de Buenadella y casi lo hizo caer. Buenadella lo abrazó, buscando con un brazo el apoyo del escritorio, o de algo sólido, y Calesian se deslizó a lo largo de su cuerpo y cayó al suelo.

Dulare decía algo. Buenadella sabía que debía estar escuchando, pero toda su atención estaba centrada en el hecho de que alguna parte blanda del cuerpo de Calesian seguía apretada contra su pie.

Una mano -otra vez- sobre su brazo; ésta era más ruda, más urgente, lo sacudía. La voz furiosa de Dulare:

– ¿Dutch? Maldito seas, hombre, ¿eres tú?

– ¿Qué? ¿Qué?

– Escúchame, por Dios.

– Calesian -dijo Buenadella. Con su mano libre buscaba a Dulare-. Le dieron. No, no lo pises, está ahí…

– ¡A la mierda Calesian! ¿Hay un generador de emergencia en la casa o no?

– ¿Generador?

– Generador eléctrico, ¡maldita sea!

Quittner había ido a la puerta, la había abierto; el sonido de los disparos era más fuerte en aquella dirección.

– Algo pasa en la parte delantera -dijo Quittner con la suavidad de siempre.

Buenadella trataba de concentrarse en la pregunta.

– Generador. No, nunca fue necesario.

– Ahora sí lo es -contestó Dulare-. ¿Tienes una linterna a mano?

– Eh… no. En la cocina hay una, en un cajón.

– Bueno, si no podemos ver -dijo Dulare-, ellos tampoco.

– Hay luz en la parte delantera -dijo Quittner.

– ¿Sí? -contestó Dulare-. Ven, Dutch.

– Calesian -dijo implorante Buenadella-. Está tendido sobre mi pie.

– Oh, por… -Hubo sonidos de patadas y la presión abandonó el pie de Buenadella. La mano de Dulare lo buscó, lo tocó, lo agarró por el hombro-. ¡Vamos! -ordenó.

Buenadella fue con él. En la sala había una luz débil que permitía ver la puerta que daba al comedor.

– ¿Qué diablos es eso? -preguntó Dulare.

– Habrá que ir a ver -contestó Quittner.

Los tres hombres se movieron cautelosamente hacia el comedor y chocaron con un hombre que venía en dirección opuesta: Rigno, uno de los hombres de Dulare.

– Señor Dulare -dijo-. ¿Es usted? -Parecía tenso, sin aliento.

– ¿Qué pasa allí?

– Trajeron coches -contestó Rigno-. Los estacionaron en el jardín en dirección a la casa, con las luces encendidas. Si sacamos un brazo por alguna ventana, dispararán.

– ¿Para qué diablos han hecho eso? -exclamó Dulare.

– Porque van a entrar por atrás -aseguró Quittner.

– ¿Quieres decir que tratan de entretenernos? -preguntó Dulare, al parecer no muy convencido.

– No -contestó Quittner-. La única fuente de luz está en la parte delantera. Ellos vienen por detrás. Quedaremos entre ellos y la luz, de manera que podrán vernos, y nosotros a ellos no.

– ¡Hijo de puta! -exclamó Dulare-. Hay que apagar esos malditos focos.

– Señor Dulare -dijo Rigno, sin aliento-, es imposible asomar un pelo por la ventana sin que le acierten.

– Vamos -indicó Dulare. Él, Quittner y Rigno fueron deprisa hacia la parte frontal de la casa.

Buenadella había ido hasta allí sólo porque Dulare lo había arrastrado. Ahora Dulare se había distraído con un problema más urgente, y Buenadella quedó solo a su libre albedrío. Durante medio minuto se quedó donde estaba, mirando la oscuridad, escuchando los sonidos que lo rodeaban: disparos esporádicos, hombres que corrían, llamadas.

Gradualmente fue dándose cuenta de lo que sucedía. Ésta era su casa, la casa de un hombre tic negocios. Estaba llena de hombres armados que disparaban y de muertos. Sentía la sangre de Calesian en la camisa y en el cuello, ya medio seca, molesta, con su mal olor. Su familia se había ido, él pronto estaría muerto.

Por dos hombres: Parker y Green. Parker, y Green.

Miró hacia el techo, hacia donde estaba Green ahora. Deberían haberlo matado ayer por la tarde. Ya debería estar muerto.

Buenadella se volvió y se dirigió a tientas hacia la escalera. Lo rodeaba el silencio interrumpido por accesos de ruido, disparos o voces. Luego otra vez el silencio. Lo ignoró todo, subió al piso de arriba y caminó por el pasillo hacia el cuarto de huéspedes, donde yacía Green. Su cuerpo grande siempre había dado la impresión de fuerza controlada, pero ahora sus movimientos eran vagos y torpes, como si su cerebro ya no estuviese en pleno contacto con el cuerpo.

Llegó hasta la puerta cerrada del cuarto de huéspedes. Era una zona oscura de la casa, lejos de las ventanas. Tocó con sus manos la puerta y sintió el frío; luego lentamente hizo girar el pomo y la abrió.

Todo lo que pudo ver fue el rectángulo de la ventana. Dio un paso hacia dentro y una figura se movió en el rectángulo más iluminado. Buenadella se detuvo, helado por el miedo.

Una voz le habló desde la ventana:

– ¿Quién es?

Al principio pensó en no decir nada, en simular que no había nadie; luego reconoció al que había hablado: el doctor Beiny. Suspirando de alivio, apoyó el hombro contra el marco de la puerta y contestó:

– Soy yo.

El médico, cuyo temor se mostraba en la voz que pretendía ser firme, dijo:

– Yo no debería estar aquí. Esto no es correcto, señor Buenadella; no tengo nada que ver con esto, no debería estar aquí de ninguna manera.

– Puede irse -le dijo Buenadella-. Puede irse cuando lo desee.

– ¿Cómo voy a irme con todo este tiroteo?

Buenadella entró en el cuarto.

– Váyase ahora -contestó.

Sentía una especie de placer salvaje al hablar así, una necesidad de herir a alguien.

– Explíqueles que no tiene nada que ver -añadió-. Dígales que es un médico.

– Señor Buenadella, no puedo…

– ¡Váyase de aquí!

– Es imposible…

Buenadella se acercó a él, siguiendo el sonido de su voz. Estiró la mano, sus dedos tocaron una cara, una boca que hablaba. Bajó la mano, agarró el cuello y gritó:

– ¡He dicho que se vaya de aquí! -En presencia del médico se sentía extraño, más fuerte; su propia debilidad parecía disolverse en presencia de la mayor debilidad de este otro hombre-. ¡Váyase o lo mato yo mismo!

– Usted… usted… -Las manos del médico buscaron la que le apretaba el cuello-. ¡Por Dios, me está estrangulando!

Buenadella lo sacudió y lo soltó. Habló en la oscuridad, dejando que cualquier expresión le cruzase el rostro, porque ninguna podría verse.

– Ahora. Váyase ahora -volvió a insistir Buenadella con una amplia sonrisa.

El médico no discutió. Se alejó, tropezando con Buenadella y los muebles, tanteando la pared, y salió por el pasillo. Buenadella lo siguió, precavido, aun cuando se sentía seguro caminando por la casa, y encontró la puerta que el médico había abierto al salir. La cerró, buscó una llave, no la encontró. No importaba.

Se volvió, caminó lentamente cruzando el cuarto, las manos adelantadas a la altura del pecho, tanteando el aire. Al fin encontró lo que buscaba: la barra de metal a los pies de la cama. Siguiéndola fue hacia la izquierda, y en ese momento oyó otro disparo, esta vez mucho más cercano. Se detuvo, pero no oyó nada más.

Buscó una caja de cerillas en sus bolsillos. La encontró, encendió una y vio a Green tendido en la cama. Tenía la cabeza sobre dos almohadas y los ojos abiertos, mirándolo.

– ¡Uh! -Buenadella soltó la cerilla y se apagó. Aún sentía los ojos mirándolo.

¿Podría moverse Green? ¿Estaría arrastrándose por la cama ahora, estirando hacia él sus grandes manos? Casi jadeando, Buenadella encendió otra cerilla y vio que Green seguía exactamente como antes.

Demasiado exactamente. Buenadella se movió a la izquierda, pero los ojos no lo siguieron.

¿Estaba muerto? Buenadella miró y lentamente los ojos de Green parpadearon. Cuando volvieron a abrirse, Buenadella vio que no miraban nada.

– Nunca volverá a ver nada -le dijo Buenadella, y se abrió la puerta del dormitorio.

Volvió la cabeza y no se sorprendió de que fuera Parker, de pie en el umbral, con una pistola en la mano. Buenadella arrojó la cerilla y dio dos pasos rápidos hacia atrás, tratando de ocultarse en la oscuridad. Quedó en medio del rectángulo más claro de la ventana, detrás de él, pero no lo sabía.

– Adiós, Buenadella -dijo Parker, y Buenadella hizo un movimiento con las manos, como si quisiera detener la bala.

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