– Un buen sermón, reverendo -dijo George Farrell. El rostro indiferente del cura sugería que sabía que estaba siendo utilizado.
– Me alegro de que le haya gustado, señor Farrell -contestó.
Farrell continuó estrechando la mano del cura con las dos suyas para que la presa no se le escapara antes de lo debido. Con el rabillo del ojo, Farrell observaba a Jack, que se mantenía apartado a un lado, Jack le daría la señal cuando los fotógrafos y el cámara hubieran terminado.
Farrell era la caricatura perfecta de un americano tomando el sol, y él lo sabía. Algo fuerte, con la solidez de un banquero, el perfil de un actor y el aplomo profesional de un médico, se sentía a sus anchas en ese escalón de la iglesia estrechando la mano de ese siervo del Señor de ropa negra y cabellos blancos. Cuatro fotógrafos y las cámaras de los dos centros televisivos locales fijaban indeleblemente la escena, que verían los votantes desde hoy hasta el martes. Comparen esta imagen, votantes, con cualquier fotografía que pueden escoger de Alfred Wain, con su enorme nariz, las bolsas bajo los ojos y ese aspecto general de dueño de un local de dudosa moralidad.
Jack levantó una mano y se la pasó por el cabello. Farrell, con su sonrisa varonil, dijo:
– Siga adelante con su trabajo, reverendo -y soltó la mano del cura.
– Usted también, señor Farrell -dijo el párroco sin ninguna expresión en su rostro ni en su voz.
«Y al diablo contigo, viejo», pensó Farrell. Sonriendo, se volvió y se cogió automáticamente del brazo de Eleanor. Ella estaba allí, por supuesto, donde debía estar, el complemento perfecto: alta, rubia, de aspecto competente, atractiva sin excesos, apenas con ese ligero aire de coqueteo que le sentaba tan bien. ¿Dónde estaría un hombre público sin una esposa como ésta?
Los dos bajaron juntos las escaleras de la iglesia. Farrell sonreía a la multitud de curiosos; la mayoría habían sido atraídos por las cámaras de televisión y habían reconocido al candidato a alcalde. De pronto estalló entre ellos un aplauso espontáneo, realmente espontáneo, y por un segundo Farrell se sintió tan sorprendido que casi se tambalea. Pero siguió adelante, embargado por una oleada de emoción. De verdad lo querían, la gente lo quería de verdad a él.
La limusina estaba aparcada a unos pasos y Jack ya estaba allí sosteniendo la puerta abierta y alejando a los curiosos. Eleanor entró la primera y Farrell tras ella. Jack cerró la puerta, subió en el asiento delantero junto al chófer y se marcharon, seguidos por el coche de policía que iba de incógnito, con sus dos hombres vestidos de paisano.
– Bien -dijo Eleanor-. Felicidades.
Farrell estiró las piernas en la alfombra gris. La limusina había sido una contribución, mientras durara la campaña, de un vendedor de coches de la ciudad. Antes era utilizado como vehículo de alquiler, dato que se deducía por el par de asientos plegados contra el respaldo de los asientos delanteros. Farrell bajó uno y apoyó los pies en él. Se sentía físicamente contento, todavía complacido por el aplauso. Tras meses de manipular reacciones emocionales, resultaba impactante encontrarse de pronto con una reacción no buscada conscientemente.
Eleanor había sacado una abultada agenda y la examinaba:
– Café con los voluntarios en el cuartel -dijo.
Su esposo asintió; buenos chicos, los voluntarios. Aunque a veces lo desconcertaban. Los había mirado, había visto el resplandor y la intensidad de los ojos que lo miraban, y se había preguntado quién creían que era él. En fin, no importaba. Por todo el oro del mundo no se podría comprar el trabajo que ellos hacían gratis, aparte de cualquier noble estupidez que los moviera.
Eleanor cerraba la agenda, pero Farrell preguntó:
– ¿Qué hay después de eso?
Ella volvió a abrir la agenda. En realidad, un viejo llamado Sorenberg era el que debía ocuparse de los horarios, pero se trataba de un cargo estrictamente honorario, parte de la distribución de cargos falsos que Farrell se había visto obligado a hacer. Eleanor era en la práctica quien realmente se ocupaba de todo, era ella quien tenía toda la estructura de la campaña en la mente y cada detalle en su agenda.
– Visita a la piscina de natación del Memorial Park -contestó-. Partido de la Liga Menor en el Campo de Veteranos. Cena y discurso en la Unión de Maestros. Cena y discurso en la Liga Urbana.
– Basta -dijo Farrell-. Basta. -Ya había desayunado con los Caballeros de Columbus y había escuchado un concierto matutino en la Federación de la Juventud Metodista. Y le parecía que faltaba una eternidad hasta el martes.
Eleanor le respondió con una sonrisa: comprensión y simpatía, pero cierta reserva. Ella se había opuesto a que él entrara en todo esto desde el principio, aunque una vez tomada la decisión había mostrado el mayor entusiasmo. Eleanor era una mujer lista y hábil, demasiado segura de sí misma como para representar una dificultad. «Mi mejor inversión», decía Farrell de ella a veces; se suponía que era una broma, pero significaba algo más.
George Farrell tenía cuarenta y tres años, era presidente de la Compañía Avondale, fabricante de muebles, mesas y sillas, un negocio familiar que había comenzado con el bisabuelo de Farrell, en 1868; los veteranos de la Guerra Civil volvían a sus pueblos, se casaban y necesitaban amueblar sus casas. Farrell había trabajado en el negocio familiar desde su graduación en la Northwestern University, pero nunca se había interesado mucho en la administración, ni había llegado a una verdadera posición de autoridad o control. Era un presidente decorativo; las diferentes secciones de la compañía eran administradas por profesionales competentes y a él ese arreglo le parecía inmejorable; tenía lo bastante que hacer para no sentirse un parásito, pero no tanto como para que el trabajo lo abrumara.
Cuando unos años antes, varios ciudadanos respetables le propusieron que se presentara como candidato para la alcaldía, Farrell aceptó de inmediato, y sólo después se detuvo a pensar para qué quería el puesto. En parte, por supuesto, estaba el placer de que se lo hubieran pedido. Pero también había un cierto aburrimiento que lo había venido invadiendo desde hacía años, un aburrimiento provocado por lo poco que le interesaba su trabajo cotidiano. ¿Sería la alcaldía una cura para eso?
Sin duda. Farrell amaba la política en todos sus aspectos. Amaba las intrigas, le gustaban las relaciones públicas y el sentimiento de estar en el meollo del asunto, la sensación casi atemorizante de estar en un castillo de naipes construido con guiños y asentimientos y apretones de mano, y también amaba el sentimiento ocasional de consumación, de saber que hacía un trabajo bien hecho que justificaba la fe puesta en él, que realizaba un trabajo competente.
También era realista. Sabía que las obras de Tyler, como las obras de cualquier otra ciudad, exigirían tratos con personas a las que nunca invitaría a su propia casa. Hombres como Adolf Lozini, por ejemplo; un farsante, un simple bandido relacionado con todos los negocios sucios que tenían lugar en la ciudad. Pero necesario, porque el crimen y el vicio seguirían existiendo pese a todo, y era importante tener sobre ellos cierto tipo de control. Lozini, a medias asesino y a medias hombre de negocios, era ese control.
O lo había sido. Lozini estaba envejeciendo, estaba perdiendo su poder y pronto tomaría su lugar alguien mejor. Mejor en muchos aspectos; no sólo mejor para controlar el elemento criminal, sino también mejor en sus actividades hacia la ciudad y hacia sus conciudadanos. El sustituto de Lozini era un hombre con el que Farrell se llevaba bien, al que podía comprender y con el que simpatizaba; a él sí podría invitarlo a su casa.
La liquidación de Lozini significaría, naturalmente, la liquidación de Alfred Wain, que era el títere de Lozini en la alcaldía. Le había sido ofrecido el puesto a Farrell y supo al instante que él no sería un títere y que podría trabajar dentro del sistema, y aun así, ser un alcalde mucho más eficaz de lo que había sido Wain. En cierto sentido, su postura pública como candidato reformista era una burla, ya que a él lo apoyaban también fondos criminales, igual que a Wain; bajo su mandato, Tyler sería una ciudad mucho mejor, mucho más limpia y mucho menos corrupta.
La limusina se detuvo ante la entrada del Carlton-Shepard, el único hotel de lujo de Tyler. El portero de uniforme marrón abrió las puertas del automóvil y salieron todos, sin que se les diera ninguna recepción especial. La poca gente que andaba por allí eran clientes del hotel, forasteros que no reconocían a Farrell o a quienes no les interesaba nada de él, gente de dinero a quien no les llamaba la atención la llegada de una limusina con chófer.
El vestíbulo del Carlton era amplio y fresco. Las gigantescas rosas de la alfombra estaban dispuestas de tal modo que las iba pisando una a una al caminar, le divertía pasar del centro de una rosa al centro de la siguiente, hasta llegar al ascensor que estaba esperando con la puerta abierta. Los cuarteles de su campaña ocupaban todo el séptimo piso, un gasto enorme en términos locales, pero necesario como despliegue público de sus aspiraciones. Había sido importante al principio demostrar que no era simplemente otro de esos aficionados con buenas intenciones, curas y maestros y otros charlatanes que la oposición había estado presentando como alternativa a Wain desde hacía años.
Entraron cinco en el ascensor, además del ascensorista de uniforme marrón: Farrell, Eleanor, Jack y los dos policías de paisano. Comenzaron a subir, todos en silencio y algo incómodos por la proximidad, y cuando el ascensor se detuvo, la luz indicadora sobre la puerta marcaba el número cinco.
El ascensorista parecía confundido. Movió su palanca dos veces y miró con el ceño fruncido hacia el número cinco. Uno de los policías dijo:
– ¿Por qué se detiene?
– No fui yo -contestó el ascensorista, y al mismo tiempo se oyó que alguien golpeaba la puerta. El ascensorista miró a los policías y preguntó:
– ¿Abro?
Nadie sabía qué hacer. Farrell se asustó de pronto… ¿sería un asesinato? Eso les sucedía a figuras de nivel nacional, no local. ¿Quién querría asesinarlo a él?
Lozini. ¿Qué sucedería si Lozini lo hubiera descubierto todo, si se hubiera decidido a comenzar eliminando al competidor de Wain antes de quitar la maleza de su propio jardín?
Uno de los policías dijo:
– Sí, abra. -Ninguno de los dos llevaba un arma a la vista, pero ambos tenían las manos en los bolsillos y, evidentemente, tenían los dos dedos sobre el gatillo.
Primero se abrió una puerta, luego otra, dorada, y apareció ante ellos el quinto piso y dos hombres en él. Uno de ellos hizo un gesto hacia los policías y dijo:
– Está todo en orden, Toomey, nos manda Calesian.
Los policías se relajaron y lo mismo hizo Farrell. De modo que eran policías también. Al verlos, con su aire de dureza, había estado seguro de que eran hombres de Lozini.
Uno de los policías preguntó:
– ¿Qué sucede?
– Hay problemas en el séptimo -contestó uno de los hombres-. Una amenaza contra la vida del señor Farrell. Vamos a llevarlo por otro lado. El resto puede seguir. No hay amenaza contra nadie más. ¿Señor Farrell?
El hombre lo invitaba a salir del ascensor. Farrell vacilaba, no muy seguro de lo que debía hacer. El policía que estaba a su lado dijo:
– Iremos con usted.
– Calesian prefiere que el resto continúe junto -contestó uno de los nuevos-. Para cubrirnos cuando saquemos al señor Farrell por el otro lado.
– Tenemos orden de seguir con él -replicó el policía.
– Deben seguir con la esposa del señor Farrell.
– No nos quedemos aquí como blancos -dijo el otro.
El policía dijo:
– Creo que no les conozco.
– Vamos, Toomey. -El nuevo sacó su cartera de cuero, la abrió y la sostuvo con las dos manos abiertas para que el policía leyera-. Me has visto más de una vez.
El policía (Toomey) asintió con dudas, pero se mantuvo firme.
– Tenemos órdenes de no separarnos del señor Farrell -contestó.
– Mierda -dijo de nuevo, enfadado, y sacó un arma de la chaqueta. Todos en el ascensor se asustaron y dieron un paso hacia atrás involuntariamente; el hombre ordenó:
– Manos encima de las cabezas. Rápido.
Los policías se habían relajado lo suficiente antes de esto como para tener las manos lejos de sus propias armas. Farrell, que inmediatamente se puso las manos sobre la cabeza, vio que los policías vacilaban, vio que el segundo hombre allí afuera también sacaba un arma y vio que los policías reconocían que no había más remedio que obedecer.
– Usted también -indicó el hombre al ascensorista, que se mantenía con la boca abierta ante lo que estaba sucediendo. Al instante, el hombre levantó las dos manos.
El primer hombre hizo un gesto con su arma hacia Farrell:
– Salga -le ordenó.
– N… no me maten -suplicó Farrell. Estaba aterrorizado, pero trataba de hablar con calma, racionalmente, y de no tartamudear-. No hay motivos, no soy…
– Cállese, imbécil. Si hubiera querido matarlo ya estaría muerto. Quiero hablar con usted -dijo, y dirigiéndose a su compañero, añadió-: Mantenlos quietos. No tardaré mucho.
– Lástima que no hayamos podido hacerlo del otro modo.
– Es igual. -Echó una mirada furibunda a Farrell; estaba cabreado porque su plan no había funcionado-. Salga de ahí, le digo.
Farrell se adelantó torpemente. Era cierto, no iban a matarlo. A no ser que algo saliera mal. ¿Pero qué querían?
– Baje los brazos. Cálmese. Gírese a la derecha.
Farrell obedeció y caminó por el pasillo vacío, con el hombre a sus espaldas. Llegaron a una puerta que conducía a unas escaleras, con una lucecita roja encendida encima, y el hombre dijo:
– Aquí dentro.
Farrell abrió la puerta, dio un paso hacia la caja de la escalera metálica. Se quedó en el descansillo, sin saber si debía subir o bajar las escaleras, y el hombre entró tras él, cerró la puerta, le tocó el brazo para que se diera la vuelta y lo golpeó fuertemente en el estómago, debajo del cinturón.
Farrell se dobló y cayó contra la pared, con las manos sobre el repentino dolor que estallaba en su estómago. El dolor parecía arrojar cintas de fuego por todo su cuerpo, hacia la garganta, hacia los genitales, hasta las piernas, y sintió una creciente debilidad tras las rodillas. El golpe le había cortado el aliento y abrió la boca todo lo que pudo, tratando de reemplazar el aire perdido, pero su garganta parecía estar cerrada y el aire entraba lenta y dolorosamente.
El hombre estaba a su lado esperándolo, con expresión fría, aséptica, desinteresada. Farrell se esforzaba por respirar, trataba de contener la náusea, esperaba que pasase el dolor. Poco a poco sus pulmones volvieron a llenarse de aire, la turbulencia en su estómago se calmó, el dolor cesó y pudo erguirse. Parpadeando, con la boca abierta, miró al hombre, preguntándose cuál sería su próximo movimiento y por qué sucedía todo esto.
– Quería que supiera que hablo en serio -dijo el hombre-. ¿Ahora lo sabe?
– Sí. -La garganta de Farrell estaba agarrotada; le costaba trabajo hablar.
– Bien. ¿Quién lo está financiando?
Farrell ni siquiera comenzó a comprender la pregunta.
– No… -Tosió, lo que también le dolió y se llevó una mano a la garganta». ¿Qué?
– Uno de los hombres de Adolf Lozini lo está financiando -dijo el hombre-. ¿Cuál?
Escándalo: fue el primer pensamiento que vino a la cabeza de Farrell; este individuo debía de ser una especie de periodista loco, que buscaba verificar un rumor que había oído por algún lado. La improbabilidad de que un periodista apuntara a la gente con un revólver o hiciera preguntas después de dar golpes se le ocurrió más tarde. Ahora pensaba en términos de reportaje, en términos de escándalo y fue así como respondió:
– No, está completamente equivocado.
El revólver estaba en la mano izquierda del hombre. Lo levantó y golpeó con el cañón en el hombro derecho de Farrell. Éste gritó de dolor y el eco del sonido se prolongó por la escalera. El hombre llevó su mano libre a la boca de Farrell, empujándole hacia atrás la cabeza hasta que desaparecieron los ecos, mientras Farrell trataba de cogerse al hombro que le ardía. Sintió que sus mandíbulas temblaban, supo que el hombre lo sabía y se sintió cabreado y avergonzado de sí mismo por demostrar su debilidad.
El hombre lo soltó y dio un paso atrás.
– No quiero perder el tiempo -dijo-. Sé de dónde saca usted el dinero. Sé cuáles de los hombres de Lozini pueden ser y cuáles no. He dejado unos pocos. Ahora, dígame quién es o lo mato aquí mismo y voy a preguntarle a otro.
Lo sabe, pensó Farrell. Está cerca, pero aún no sabe quién es. ¿Podría mentir, darle un nombre falso? ¿A quiénes habría descartado? ¿Y si le dijera que era Frank Faran, el del «night club»?
– Si me miente -dijo el hombre-, volveré y lo mataré. Y podré hacerlo con tanta facilidad como lo atrapé esta vez.
Todo el cuerpo de Farrell se puso a temblar. Sentía que su mente se desgarraba entre el miedo y la necesidad de resolver demasiadas complejidades. Por supuesto podría negarlo más tarde, pero aún así…
La mano del hombre se cerró una vez más.
– ¡Buenadella! -gritó Farrell-. ¡Louis Buenadella!