Parker llamó a Claire desde una cabina telefónica de la calle. En otra época del año se hallaría en la casa que poseían junto a un lago, al norte de New Jersey, pero durante el verano la alquilaban y se mudaban a un hotel de Florida; ella lo esperaba ahora en el hotel.
Estaba en la habitación. Cuando respondió, él dijo:
– Soy yo -estaba seguro de que ella reconocería su voz.
Así fue.
– Hola -dijo, y en esa palabra puso toda su ternura. Ninguno de los dos manifestaba sus emociones con muchas palabras.
– Estaré aquí unos días más -informó Parker.
– Está bien -respondió ella, queriendo decir que no le parecía lo mejor, pero que comprendía que no había otra alternativa.
– Podría ser una semana entera -le dijo Parker-. Todavía no lo sé.
– ¿Podría ir yo?
– Podría ser bastante incómodo para ti -contestó él.
Hubo una pequeña vacilación y luego, con voz más débil, ella volvió a repetir:
– Está bien.
Él sabía bien lo que habría significado su presencia. En tres ocasiones desde que se conocían, el mundo violento en el que él se movía la había golpeado -durante el robo en el congreso de numismáticos, donde se conocieron; más tarde, cuando la habían secuestrado para forzar a Parker a intervenir en un robo de diamantes, y por último cuando dos hombres habían entrado en la casa del lago en su busca-. Desde entonces, ella no había querido correr más riesgos. Y eso a él le parecía muy bien.
– Correcto -convino.
Estaba a punto de colgar cuando ella dijo:
– Espera. Llamó Handy McKay.
Handy McKay era un ladrón retirado, dueño de un restaurante en Presque Isle, Maine. Era una especie de mensajero entre Parker y otros tipos, todos en el mismo negocio, y sus llamadas significaban que alguien quería invitar a Parker a participar en un trabajo. Preguntó:
– ¿Le dijiste que estaba ocupado?
– Me parece que no llamaba por eso -contestó Claire-. Llamaba por un asunto personal. Dijo que quería hablarte.
– Está bien.
– Me pareció que no se encontraba bien -dijo ella.
– ¿En qué sentido?
– No sé. Me pareció… agobiado, creo. O preocupado por algo. No estoy segura.
– Lo llamaré -respondió Parker.
– Perfecto.
– Volveré en cuanto pueda.
– Ya lo sé -contestó ella.
Colgó y llamó a Handy McKay. Mientras esperaba, recordó al viejo Joe Sheer, otro experto en cajas fuertes retirado que solía pasarle mensajes a Parker hasta que lo mataron en un asuntillo local, lo que hizo que citaran a Parker en el proceso. ¿Volvería a suceder lo mismo?
Al fin se oyó la grave voz de Handy, diciendo:
– Restaurante McKay.
Sin preámbulos, Parker respondió:
– Claire dice que querías hablarme.
– ¡Ah! Hola -dijo Handy. Y añadió-: La verdad es que necesito trabajar.
Eso era una sorpresa. Hacía nueve años que Handy no hacía nada en este campo de los negocios; él y Parker habían trabajado juntos en el robo de una estatuilla para un millonario, y en esa ocasión lo habían herido gravemente en el estómago. Ése había sido el principal motivo de su retiro. Vacilando, Parker le dijo:
– Creí que andabas bien de dinero.
– Andaba. Ahora tengo problemas. Con la nueva carretera perdí todos mis clientes. Y aquí no vienen familias.
– Ya.
– De modo que si tienes algo -dijo Handy-, o si oyes de algo…
– Está bien -respondió Parker. Entendía la situación-. Por ahora no hay nada -le informó-, pero te tendré en cuenta.
– Gracias -contestó Handy-. No como un favor, por supuesto; todavía sirvo.
– Nunca hago favores -le recordó Parker-. Me pondré en contacto contigo si surge algo.
– Está bien. Adiós.
Parker colgó y volvió al Impala, donde lo esperaba Grofield. Se puso frente al volante y Grofield preguntó:
– ¿Tenemos la noche libre, jefe?
– No tenemos nada que hacer -respondió Parker-, hasta que llame a Lozini mañana a las siete.
– Entonces voy a hacer una llamada personal -dijo Grofield. Abrió la puerta y se detuvo un instante, sonriendo-: ¿Le pregunto si tiene una amiga?
– No -contestó Parker.