XX

Parker pateó al tipo en la cabeza, dio un paso a la derecha, pegó una patada al revólver, que sostenían unos dedos ya débiles, y se arrodilló cuando el individuo se desmoronaba, dándole un golpe con el canto de la mano.

Fue suficiente; quizá más que suficiente. Parker le dio un empujón en el hombro para que cayera de espaldas y lo cacheó rápidamente, buscando más armas. Una automática Browning Lighweight calibre veintidós en una pequeña funda colgada de su axila derecha. Nada más.

– ¿Qué diablos sucede?

Parker levantó la vista; era Grofield, en la puerta del baño, desnudo y con una pastilla de jabón en la mano.

– O es un esposo enfurecido o es uno de los que tiene nuestro dinero.

Grofield se adelantó, mojando la alfombra. Miró con el ceño fruncido al hombre inconsciente y dijo:

– No hubo maridos esta vez. Vino aquí para matarme, ¿eh?

– A los dos -contestó Parker-. Vino aquí porque siguió al coche.

– Soy demasiado confiado -comentó Grofield. Miró al jabón que tenía en la mano-. Enseguida vuelvo.

– Está bien.

Grofield volvió a la ducha y Parker revisó minuciosamente los bolsillos del hombre inconsciente. En la camisa llevaba un paquete de Viceroys. En el bolsillo derecho del pantalón, un llavero con dos llaves de una casa, una pequeña llave anónima y las llaves del motor y del maletero de un Chrysler Corporation. En el mismo bolsillo, cuarenta y tres centavos en monedas sueltas. En el bolsillo izquierdo, una caja de cerillas del New York Room. En el bolsillo trasero izquierdo, la cartera y cinco billetes, doblados por separado, de veinte dólares.

Parker fue con la cartera hacia una de las dos sillas que había en la habitación, encendió la lámpara que tenía cerca, se sentó y estudió cada trozo de papel que contenía la cartera.

El tipo allí tirado se llamaba Michael A. Abadandi. Vivía en el 157 de Edgeworth Avenue. Era miembro de la Sociedad Internacional de Madereros y de la Hermandad Unida de Carpinteros, y de la Alianza Americana de Maquinistas y Obreros Especializados. Tenía tarjetas de crédito, permiso de conducir y el carnet de identidad, así como un talonario de un banco, pero nada que indicara su empleo. Llevaba cincuenta y siete dólares en la cartera, más los cien que tenía metidos en el bolsillo.

El teléfono estaba junto a la cama. Parker fue hacia él llevando la cartera y llamó a Lozini a su casa. La voz masculina que respondió dijo:

– El señor Lozini todavía no se ha levantado.

– Dígale que se levante. Dígale que es de parte de Parker.

– Mandó que lo despertaran a las nueve.

– Hágale saber que estaré ahí dentro de media hora.

– Pero…

Parker colgó, se puso de pie y se dirigía hacia Abadandi cuando Grofield salía del cuarto de baño, con una toalla blanca anudada a la cintura y con otra secándose el pelo.

– Vamos a ver a Lozini.

Grofield dejó de secarse el pelo, pero se dejó la toalla enrollada en la cabeza, de modo que su aspecto semejaba al del hijo menor de un jeque.

– ¿Los dos? -preguntó, señalando al hombre en el suelo-. ¿Te parece que fue Lozini quien lo mandó?

– No. Éste está del otro lado. Pero están usando gente de Lozini.

– ¿Decía algo de eso en su cartera?

– Estuvo en el parque de atracciones hace dos años -aseguró Parker-. Lo reconocí.

Grofield fue al armario y sacó la maleta. Poniéndola en la cama, dijo:

– Hiciste un buen trabajo. ¿Pero de dónde salió?

Parker hizo un gesto hacia la habitación contigua y explicó:

– Yo estaba ahí, miré por la ventana a ver si el coche ya estaba en el aparcamiento y lo vi recorriendo el motel y escudriñando.

– Alguien nos siguió anoche -dijo Grofield mientras se vestía.

– Ya estaba a punto de darse por vencido cuando llegaste. Controló a dónde ibas y desapareció un momento. Entonces vine yo y lo estuve observando por la ventana hasta que entró.

– ¿Y durante todo ese tiempo yo estaba en la ducha? ¿Por qué no me lo dijiste?

– ¿Para qué? Estabas cansado, y desnudo, y mojado, y yo podía arreglármelas.

Grofield volvió al armario en busca de sus zapatos. Mientras se los ponía, miró a Abadandi y dijo:

– Está sangrando.

– Ponle una toalla debajo. Es mejor que no dejemos huellas en la alfombra.

Grofield se arrodilló junto a Abadandi con una de sus toallas y levantó la cabeza del hombre para poner la toalla debajo. La sangre que corría a un lado de la cara y rodeaba la oreja era un fino hilo rojo. Grofield se inclinó y exclamó:

– ¡Por Dios, Parker!

– ¿Qué pasa?

– El ojo.

Parker se inclinó y miró a Grofield, que abría el otro párpado del hombre. Apareció el ojo, húmedo y sin expresión, y Grofield tocó con delicadeza la pupila con la punta del dedo y soltó el párpado; se cerró lentamente, como una puerta herrumbrosa.

– Lentillas -dijo Grofield. Se apartó un poco para que Parker pudiera ver la sangre que brotaba del otro ojo de Abadandi; un delgado hilillo, incesante, que manaba con cierto ritmo-. La otra estará incrustada en algún sitio de su cabeza -dijo Grofield.

Parker se arrodilló y pellizcó la mejilla de Abadandi. La carne estaba fría y flácida. No hubo respuesta.

– ¡Maldita sea! -exclamó Parker.

– Está bajo un shock -dijo Grofield.

– Quería hacerlo hablar -respondió Parker.

– Me temo que hoy no. Quizá nunca.

– No va a morirse aquí -dijo Parker-. ¿Estás listo?

– Sí.

– Necesitamos cinta adhesiva, alguna clase de cinta adhesiva.

– ¿La eléctrica puede ser?

Grofield abrió la maleta y sacó un rollo de cinta adhesiva de media pulgada de ancho. Parker cortó un trozo y cubrió el ojo derecho de Abadandi. El ojo tenía una extraña apariencia debajo de la cinta. Parker limpió la sangre y esperó. La cinta había cortado la hemorragia y parecía un simple parche negro.

– Bien -dijo Parker. Enrolló la toalla ensangrentada y se la pasó a Grofield-. Guarda esto.

– De acuerdo.

– Lo llevaremos al coche y lo dejaremos en alguna parte.

Grofield cerró la maleta y la volvió a poner en el armario. Luego, entre los dos alzaron a Abadandi, cogiéndolo por los brazos. Desde cierta distancia, podía parecer un borracho al que sostuvieran dos amigos.

Salieron a la galería. Dos criadas hablaban ante una puerta abierta, pero no se veía a nadie más en toda la herradura. Llevaron a Abadandi hasta la escalera y bajaron como mejor pudieron. Dos mujeres de mediana edad, con sus ropas de domingo y los bolsos colgando de los brazos, esperaban al pie de la escalera y miraron con indiferencia a los tres hombres. Cuando hubieron pasado comenzaron a subir.

Lo metieron en el asiento trasero del Impala y salieron del motel, Parker al volante y Grofield a su lado; Grofield se daba la vuelta cada poco para mirar a Abadandi. Unas pocas manzanas más allá soltó una exclamación de disgusto:

– ¡Maldita sea!

– ¿Qué pasa?

– Ahora sangra por el oído.

– Ponle un trozo de papel.

Grofield abrió la guantera:

– No hay nada.

– Inclínale la cabeza de otro lado. En unos minutos nos desharemos de él.

Grofield acomodó la cabeza de Abadandi. Parker salió de la ciudad en busca de una carretera secundaria que pareciera tranquila. Llegaría tarde a la cita con Lozini, pero no podía evitarlo. El tráfico de la mañana del domingo no era muy denso, pero sí lento; familias.

– Lo siento por el desgraciado -comentó Grofield.

Parker lo miró y volvió a mirar a la carretera.

– Si yo me hubiera dormido -dijo-, él lo estaría sintiendo por ti ahora.

– Y pensar que hace una hora yo estaba recostado donde está él. Por Dios, tiene mal aspecto.

Parker siguió adelante.

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