El avión en el que viajaba Harold Calesian despegó en el Aeropuerto Nacional poco antes de la una. El sol resplandecía en un cielo despejado, sin que en la vasta planicie que rodeaba el aeropuerto se apreciara el más ligero soplo de brisa. Calesian caminó bajo el calor hacia su Buick Le Sabré verde oscuro, abrió la puerta y arrojó su maletín al asiento trasero. El interior del coche era un horno, pues estaba aparcado al sol desde las ocho de la mañana, pero el acondicionador enfrió el aire en cuanto el coche estuvo en la carretera.
Calesian estaba separado, pero no divorciado; su esposa y sus tres hijas vivían en la casa familiar ubicada en el barrio de Northglen, y Calesian tenía un amplio apartamento en una zona recientemente urbanizada cerca del centro. Para llegar allí tendría que atravesar la ciudad, de modo que lo más rápido era tomar la carretera y entrar a la ciudad por el lado opuesto.
El edificio tenía plazas de garaje para sus inquilinos en el sótano. Calesian aparcó en la suya, cogió el maletín del asiento trasero, cerró las puertas con llave y subió en el ascensor, que lo llevó a su apartamento en el noveno y último piso. Desde su terraza se divisaba una panorámica de la ciudad poco agradable de día, pero agradable de noche. Abrió la puerta y entró al apartamento, caluroso y poco ventilado. Cerró la puerta tras de sí con un gesto de disgusto y, con el maletín aún en la mano, fue hacia la sala. ¿Se habría estropeado el aire acondicionado?
No. Las puertas dobles de la terraza estaban abiertas y entraba más calor del que podía refrigerar el aire acondicionado. Mientras se dirigía a cerrarlas, trataba de recordar cuándo las había abierto. No había sido esta mañana, puesto que había salido nada más levantarse para coger el vuelo de las ocho. ¿Estaban cerradas las puertas entonces? Pero quizá no estaban bien cerradas y el viento las había abierto.
¿Qué viento?
Calesian se paró en mitad de la estancia y miró a su alrededor. Un decorador profesional le había arreglado el apartamento, la sala en azules y grises con algunos cromados, moderno, pero masculino. Nada parecía alterado, nada fuera de lugar. Esa sensación de tensión en el aire no debía de ser sino por el calor inesperado del exterior; estaba acostumbrado a que esta sala mantuviera una atmósfera seca y fría.
Probablemente una brisa de la mañana habría abierto las puertas. No había razón para que algo anduviese mal, de modo que nada andaba mal. No obstante, Calesian apretó con más fuerza su maletín mientras terminaba de recorrer la sala y se acercaba a una de las puertas de la terraza.
Al Lozini estaba allí fuera, sentado en la barandilla, mirándolo, parpadeando ligeramente por el sol.
– Hola, Harold -dijo.
Asombrado, Calesian no dijo ni hizo nada durante un segundo. La conducta de Lozini era tan extraña como su presencia aquí; no se mostraba tenso, ni inquieto, ni con ninguno de sus despliegues habituales. Estaba simplemente sentado allí con una pierna balanceándose y la otra apoyada en la balaustrada de metal. Se mostraba tranquilo, indiferente. La luz del mediodía marcaba la edad de su rostro, pero ninguna emoción.
– Ven al sol -dijo Lozini-. Te sentará bien.
Calesian salió a la terraza, precavido e indeciso. Aún sostenía en la mano el maletín.
– Me sorprendiste, Al -dijo.
– Cuando era un muchacho fui ladrón -contestó Lozini-. Y esa cerradura que tienes es de mantequilla. Podría traer un camión y llevarme todas las televisiones del edificio en cuarenta y cinco minutos.
Calesian se estaba quedando calvo, así que sintió el ardor del sol de inmediato. Eso le gustó tan poco como la conducta de Lozini.
– Hay cosas que nunca se olvidan -dijo-. Como abrir cerraduras.
– Algunas cosas sí se olvidan -repuso Lozini-. Como no confiar en nadie.
– No te entiendo -contestó Calesian, al tiempo que pensaba: «nos descubrió».
– Siéntate, Harold -le indicó Lozini, y señaló una tumbona a la izquierda de Calesian.
Calesian vaciló. Se le ocurrió que, con un paso rápido adelante y un empujón con las dos manos, podía hacer caer a Lozini nueve pisos más abajo, en la acera de cemento.
Pero no habría modo de explicar esa muerte ni protegerse de una investigación. En un caso así habría investigación; ni siquiera Calesian tenía poder en el departamento de policía como para frenar una investigación por una muerte como ésa. Especialmente si el cuerpo quedaba frente a su propio edificio.
Mientras pensaba esto, creía ver en los ojos de Lozini el eco de sus pensamientos; como si a Lozini ni se le hubiera pasado por la mente que él podría empujarlo y hubiera sabido además que lo consideraría demasiado peligroso.
– Vamos, Harold. Siéntate.
Calesian se sentó de lado en la tumbona y mantuvo los pies en el suelo. Puso el maletín sobre las rodillas y apoyó sobre él los brazos. Trataba de parecer tan indiferente como Lozini.
– Supongo que querrás hablarme -dijo.
Lozini no respondió nada. Miraba a Calesian como si fuese un producto en venta y no se decidiese a comprarlo. Calesian aguardaba, disimulando su tensión, y por último Lozini asintió levemente, volvió la cabeza y contempló la ciudad.
– Cuando vine a vivir aquí no había ninguno de esos edificios -comentó-. Los altos.
– Ha habido muchos cambios -dijo Calesian.
Lozini asintió otra vez, mirando al vacío. Luego se volvió hacia Calesian.
– Este edificio, por ejemplo, no había sido construido -afirmó.
– Tiene tres años -contestó Calesian. Lo sabía porque había sido uno de los primeros ocupantes.
– Mientras te esperaba -dijo Lozini-, sentado aquí, pensé bastante en el pasado. En cómo eran las cosas antes. Cómo era todo antes.
– Bueno, todo cambia, supongo -Calesian prestaba la máxima atención, trataba de adelantarse a la conversación, esperaba que Lozini fuera al grano.
– Yo estoy casi terminado -dijo Lozini-. Es difícil pensarlo, ¿sabes? Cuando me miro al espejo, veo a un tipo viejo, me sorprendo. Alguien me dice que olvidé una cosa que siempre he sabido, no puedo imaginarme cómo me pudo ocurrir. Es casi como olvidarse de los pantalones.
– Todavía estás en forma, Al -repuso Calesian. Pero pensaba de prisa, trataba de descifrar cada palabra y se preguntaba si Lozini no habría venido a comunicarle su retiro. ¿Sería eso? Había venido aquí a mostrar resignación, a pedir que lo dejaran retirarse sin problemas. Calesian creyó que había dado en el blanco y se sintió más relajado-. Todavía estás bien, Al; tienes muchos años por delante.
– No, ya me pasó la hora, Harold -dijo Lozini-. Estoy casi a punto de retirarme, de borrarme. -Sonrió, y agregó-: Me iré a Florida a tomar el sol.
Calesian lo miró; no se le había escapado ni una palabra.
– ¿Casi? -le preguntó.
– Exacto, Harold. -Lozini se llevó la mano al interior de la chaqueta con tanta lentitud, con un gesto tan indiferente, que Calesian no daba crédito cuando vio ante sus ojos un revólver que lo apuntaba.
Estiró las manos sobre el maletín. No movió la cabeza ni los hombros. Dijo:
– Tranquilo, Al.
– Me retiraré -dijo Lozini, siempre tranquilo, indiferente-, pero lo haré a mi modo. No quiero que me echen. No quiero que me roben y que me engañen como a un viejo.
– Al, no sé de qué…
– Es Ernie o Dutch -dijo Lozini-. No puede ser nadie más.
Calesian parpadeó, asombrado, al oír esos nombres. Pero con el revólver apuntándole no tenía otra cosa que hacer más que disimular.
– Al, no sé de qué hablas -aseguró-. Te juro que no…
– Está bien, hijo de puta -contestó Lozini, y hasta el insulto fue pronunciado con la mayor serenidad-. Todo lo que quiero de ti es el nombre. Es Ernie Dulare o Dutch Buenadella, y vas a decirme cuál de los dos es.
– Al, si tuviera la menor idea…
– Te volaré las rodillas -amenazó Lozini. Su voz parecía empezar a endurecerse; esta vez sí que parecía que hablaba en serio-. Y no te será tan fácil ir a bailar con las quinceañeras como lo haces ahora.
– Al…
– No lo vuelvas a negar -repuso Lozini-. Me conoces bastante, Harold. Puedo agujerearte el cuerpo hasta que llegue la noche y no me harás creer que no sabes nada. Una mentira más y empiezo.
Calesian tenía la boca seca. La cabeza le ardía, todos sus músculos estaban tensos y sentía que necesitaba tiempo para relajarse y pensar en cómo salir de esta situación. Pero no habría tiempo y tenía que hacer algo ahora.
Y conocía a Lozini, había visto ya esa mirada fría en sus ojos; sabía que Lozini empezaría pronto a disparar. No para matarlo, sólo para herirlo. Dos o tres veces había visto los restos de hombres que habían recibido ese tratamiento; las partes afectadas habían sido llevadas en bolsas de plástico a la morgue. En aquellas ocasiones se habían hecho bromas sobre esas bolsas de plástico, pero Calesian no las recordaba ahora. Todo lo que podía recordar eran las bolsas de plástico, llenas de restos sanguinolentos.
– Está bien -dijo. Se pasó la lengua por los labios y se puso la mano izquierda sobre la cabeza para protegerla del sol-. Haré lo que dices. -Se interrumpió y volvió a pasar la lengua por los labios.
– Adelante -indicó Lozini. El revólver seguía apuntándole, sin moverse; el muy bastardo estaría viejo, pero no acabado; todavía no.
– Es, eh… -Calesian sintió el soplo ardiente de la ira, más caliente que el sol. Cualquier cosa que dijera ahora, cualquier cosa que hiciera se haría sentir sobre él-. Es Ernie -dijo-, Ernie Dulare.
Lozini se inclinó un poco. El tambor del revólver parecía hundirse en su mano, sus ojos parecieron perder su tristeza, la piel de su rostro se volvió más gris, más macilenta.
– Tenía que suceder, Al -comentó Calesian-. Y yo tenía que meterme, ¿te das cuenta?
Lozini no dijo nada.
– En realidad -prosiguió Calesian-, sabes de dónde vengo, hice un vuelo, tuve que ver a un tipo de Chicago. Ernie está arreglando las cosas con los grandes desde ahora, asegurándoles que no habrá problemas, ni sangre, un reemplazo simple y tranquilo.
Lozini, con una cara y una voz más indiferentes que antes, preguntó:
– ¿Qué tipo? ¿Qué tipo de Chicago?
– Culligan.
– Está bien -asintió Lozini-. ¿Y no puso objeciones?
– ¿Por qué iba a ponerlas?
– Claro -contestó Lozini-. Demuéstrame que es Ernie.
Calesian volvió a ponerse tenso.
– ¿Qué?
– Llámalo. Vamos, iremos dentro y lo llamarás, y oiré lo que te dice.
– ¡Oh! -exclamó Calesian-. Claro, ¿por qué no? Piensas que estoy cubriendo a Dutch, poniéndote en la pista de Ernie. Lo llamaré, lo oirás por ti mismo. -Empezó a retirar el maletín de sus rodillas, pero se detuvo y añadió-: Espera un minuto, haré algo mejor que eso. Aquí tengo una carta de Culligan a Ernie, podrás leerla por ti mismo. -Sin esperar respuesta abrió el maletín.
Lozini miraba frunciendo el ceño.
– Una carta… -Se levantó súbitamente sobre sus pies y dirigió el revólver hacia Calesian-. Saca las manos de…
No hubo tiempo de poner el silenciador, pero allí arriba no importaba. Calesian disparó a través de la tapa del maletín y tuvo que dar un salto para coger las solapas de Lozini e impedir que cayera a la calle. Lo dejó caer sobre el suelo, le quitó el arma de la mano y la arrojó sobre la tumbona. Su maletín y su revólver estaban en el suelo, donde habían caído cuando saltó, pero por el momento los dejó allí.
Entró en el apartamento y fue rápido hasta el dormitorio. El armario de la ropa blanca estaba junto a la puerta del baño y allí estaba el gran mantel de plástico que usaba en la terraza, en el primer estante. Lo llevó a la terraza, lo extendió en el suelo y envolvió con él a Lozini. El viejo había recibido el impacto en el pecho, a la izquierda, en el corazón: mitad puntería, mitad suerte. No hubo mucha sangre porque murió instantáneamente y el corazón dejó de bombear por la herida.
Calesian llevó el cuerpo envuelto a la sala, cerró la puerta de la terraza y puso el aire acondicionado al máximo. Fue al baño a ponerse crema para después del sol para impedir que se le escamase la cabeza, y cuando estaba allí tuvo un repentino acceso de temblores. Se sentó y se agarró las rodillas. Miró a la pared rosa, sin poder dejar de temblar.
Lozini. No un desconocido, no un ex policía, sino Lozini en persona, pensaba, mientras sentía subir la náusea.
Pocos minutos después se calmó, tomó dos Alka-Seltzer y salió del apartamento en busca de una cabina telefónica -porque no estaba seguro de que su teléfono no estuviera pinchado- para llamar a Dutch Buenadella. Pero las primeras tres veces que marcó estaba comunicando.