XXXII

Natham Simms solía practicar habitualmente la natación en la piscina situada en la parte de atrás de la casa. A su edad, era difícil mantenerse en forma, borrar esos rollos de grasa que le salían a ambos lados de la cintura, impedir que la barriga le colgase como si hubiera tragado una pelota de fútbol, no jadear como una morsa después de hacer el amor con Donna. Se suponía que la natación era buena para todo eso, de modo que siempre que el tiempo se lo permitía, Simms hacía agotadoras sesiones de natación, yendo de un extremo a otro; llevaba la cuenta de la cantidad de brazadas que daba y de vez en cuando se echaba de lado, como un muñeco deshecho, en la acera que bordeaba la piscina, oyendo latir su corazón mientras esperaba a que le volviesen las fuerzas.

Salió Elaine, protegiéndose los ojos del sol con una mano, como un indio que mirara a lo lejos una caravana. Hacía diez años que ella había dejado de preocuparse por mantenerse en forma y ahora era una mujer gorda con mala digestión y perpetuo malhumor.

– ¡Al teléfono, Nate! -gritó, y logró darle al tono de su voz una inflexión que indicaba que la llamada era inoportuna y que la había interrumpido en algo muy importante que estaba haciendo.

Simms, por el contrario, recibió la llamada como una bendición, era la excusa perfecta para dar por finalizada la sesión de natación. Subió trabajosamente los escalones y, cuando hubo salido de la piscina, Elaine ya había desaparecido dentro de la casa. También agradeció esto; la presencia de Elaine, en estos últimos años, le resultaba deprimente.

Chorreando, entró en la casa y usó el teléfono de pared de la cocina.

– ¿Hola?

Era Harold, el mayordomo de Al Lozini.

– El señor Lozini quiere que venga de inmediato a su casa.

¿Qué pasaría? Un nudo de aprehensión se formó en el estómago de Simms.

– Ahora voy para allá -contestó, y colgó, y subió a su dormitorio a vestirse. Mientras se ponía unos pantalones color ciruela, botas de ante marrón, una camisa blanca de cuello cisne y una chaqueta de madrás, pensaba en la reunión de la noche anterior con Dutch. «¿Habrían matado a Parker y a Green? ¿Habría salido algo mal, se había enterado Al de toda la verdad?», se preguntaba.

Estos últimos días lo estaban destruyendo. Deseaba que todo terminase, que el polvo volviera a sedimentar y que él se encontrara tranquilo y a salvo en la nueva situación, con más dinero y más poder y más que ofrecerle a Donna.

Fue en su coche a la casa de Lozini, donde fue recibido por el mayordomo.

– ¿El señor Lozini está en su despacho? -le preguntó Simms.

– No ha venido todavía, señor Simms. ¿Querría esperarlo en la sala?

– ¿No está? ¿Adónde fue?

– Salió esta mañana. Creo que va a volver pronto.

Esa respuesta no era satisfactoria, pero Simms supo que era la única que conseguiría, de modo que hizo un gesto de descontento y pasó a la sala, donde encontró a Frank Faran junto a la ventana, agitando una bebida incolora en un vaso alto. Una rodaja de limón en la bebida sugería que quizá fuese un gin-tonic.

Frank se volvió y recibió a Simms con su sonrisa profesional y con un saludo con el vaso.

– ¿Qué tal, Nate? Tienes el pelo mojado.

– Estaba en la piscina.

– ¡Harold! -gritó Faran. Cuando apareció el mayordomo en el umbral, Faran hizo un gesto y le dijo a Simms-: Toma un trago.

– No, gracias -contestó Simms. Estaba preocupado por la cita, la razón por la que estaba allí, y quería preguntarle a Faran. Pero pensó que un trago podría calmarlo y le dijo-: Espere. Está bien. Tomaré un gin-tonic.

Levantando el vaso, Fran dijo:

– Es ron, no ginebra.

– Está bien. No, ginebra. No, espere, probaré el ron.

El mayordomo salió y Faran sonrió a Simms:

– Pareces nervioso, Nate. ¿Problemas en casa?

– Estoy bien -contestó Simms-. ¿Para qué nos habrá llamado?

– No sé -respondió Faran-. Probablemente algo relacionado con Parker y Green.

– Preferiría que nunca hubieran aparecido.

– Amén -añadió Faran, y en ese momento apareció Jack Walters, absurdo en una camisa blanca de manga corta, abierta en el cuello, y con unos pantalones de algún traje. En la mano derecha traía un pañuelo hecho una bola, y cada vez que lo levantaba para secarse la frente, parecía que era la primera vez en su vida que intentaba hacer ese movimiento, que le resultaba difícil, casi imposible de ejecutar.

– Buenas tardes -dijo.

– Pareces acalorado -comentó Faran-. Cuando vuelva Harold pídele una copa.

– No, gracias. ¿Dónde está Al?

– Salió. Se supone que debemos esperar.

Simms se dirigió a Walters:

– Jack, ¿sabes de qué se trata?

– No tengo ni idea.

El mayordomo trajo la bebida y Simms tomó un sorbo, mientras Faran y Walters charlaban animadamente. Estaban todos de pie, como en una fiesta con pocos invitados. Simms encontró que el ron con tónica era más dulce de lo que había esperado, pero no estaba mal. Bajó el vaso y comprobó, asombrado, que había bebido más de la mitad.

– Enseguida vuelvo -dijo, y puso el vaso sobre una consola. Pero cuando estaba a punto de salir de la sala, entró Ernie Dulare y cambió de idea.

Dulare controlaba todo el juego de la ciudad, todo, salvo la lotería ilegal, a cargo del propio Simms. Era un hombre alto y tranquilo, de poco más de cincuenta años; por lo general, usaba chaquetas y camisas sin corbata y sus frecuentes viajes a Las Vegas y al Caribe le habían dado un bronceado más oscuro y brillante que el que podía lograrse con el sol de Tyler. Tenía una voz que Simms comparaba con la de un locutor de radio, suave, pero con un regusto melifluo. Su presencia siempre ponía muy nervioso a Simms, irracionalmente.

Hubo gestos de saludo que Simms apenas pudo soportar, hasta que por fin pudo preguntar con aspecto indiferente:

– Ernie, ¿sabes por qué nos citó Al?

– No tengo ni idea -respondió Dulare. Su ignorancia no parecía preocuparlo-. Me llamó y vine. Hace bastante que no veo a Al. ¿Dónde está?

– Va a venir enseguida -contestó Faran.

– Perdón -dijo Simms, y fue a hacer una llamada telefónica al recibidor, pero allí estaban los dos guardaespaldas de Dulare, dos hombres fuertes con trajes color pastel, hablando de deportes.

Los guardaespaldas eran, por lo que sabía Simms, el único capricho de Ernie Dulare. Ya nadie andaba así, no era necesario. Ni siquiera Al Lozini andaba rodeado de guardaespaldas. Pero Dulare, que viajaba mucho y asistía a cantidad de fiestas y pasaba mucho tiempo en público, jamás se movía sin sus dos gorilas. No los necesitaba, pero evidentemente a Dulare le encantaba tenerlos; como un pistolero profesional en el antiguo oeste que prefiriese los revólveres con cachas de nácar por más que las convencionales fueran más seguras y llamaran menos la atención.

Dada la presencia de los dos guardaespaldas en el recibidor, Simms fue a buscar otro teléfono. Oyó movimientos en el piso superior; probablemente era la señora Lozini y su hija casada, cuyo marido estaba preso por haber falsificado un cheque. Había sido su primer delito y habría podido salir bajo fianza si no hubiera sido yerno de Al Lozini; el juez quería demostrar que no estaba sobornado.

Había un teléfono en la biblioteca, una estancia llena de revistas y libros religiosos. Simms llamó a Donna y cuando oyó su voz clara y feliz, le sonrió al teléfono.

– Hola, querida -dijo-. Soy yo.

– Hola. -Él podía verla en su cocina roja y amarilla, reclinada en la pared junto al teléfono, los pies cruzados-. Hace mucho tiempo que no te veo, forastero.

– Sabes que a veces hay cosas -respondió-. Escucha, ahora estoy en una reunión, pero ¿qué te parece si voy en cuanto acabe?

– Me encantaría. ¿Cuánto durará?

– No sé. Estamos esperando a Lozini. Pero no tardará mucho. Te llamaré nada más terminar.

– No es necesario que llames -dijo ella-. Estaré esperándote.

«Me quiere», pensó Simms y sintió expandirse en su pecho la ternura.

– Eres una chica preciosa -le dijo.

Se rió. En realidad lo quería.

– No tardes mucho -le pidió.

– No.

Colgó y volvió a la sala. Cuando pasaba por el recibidor, los guardaespaldas lo miraron con indiferencia. En la sala, Dulare, Walters y Faran estaban en grupo de pie junto a la ventana, hablando. Dulare terminaba la bebida de Simms.

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