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Eran las nueve y cuarto de la mañana cuando Lozini llegó a la oficina. Los otros cuatro, conscientes de que no podían retrasarse, no se habían demorado y ya le estaban esperando.

Jack Walters y Frankie Faran habían sido invitados suyos dos noches atrás. El primero, un hombre hosco, poco agradable y flemático, era el abogado personal de Lozini. El segundo era Frankie Faran. El tercer hombre, fuerte, de pelo rizado, vestido descuidadamente, de unos cuarenta años, con gafas cuadradas de montura dorada, era Ted Shevelly, el asistente de Lozini. Y el cuarto hombre, delgado y atildado en su traje gris oscuro, era Harold Calesian, detective de la Organización contra el Crimen Organizado de la policía local y el principal enlace de Lozini en el Departamento de Policía.

Todos le saludaron. Lozini gruñó, se dirigió a su escritorio y, una vez sentado, miró fijamente el rostro de aquellos hombres. A su derecha, unas grandes ventanas dejaban entrar una luz deslumbrante y una amplia panorámica del cielo azul. Esta oficina estaba situada en el piso diecisiete del Edificio Nolan, el más alto de la ciudad, que pertenecía a Lozini y a algunos de sus amigos. El cartel en la puerta del pasillo, detrás de la oficina vacía de la recepcionista, decía «City Property Holdings, Inc», es decir, la entidad corporativa por medio de la cual Lozini realizaba sus operaciones inmobiliarias con este edificio, con la Isla Feliz y con otros edificios de la ciudad.

Al último que miró Lozini fue a Ted Shevelly, y se detuvo en él:

– Muy bien, Ted. ¿Qué diablos ha pasado?

– Nos atacó tres veces -respondió Shevelly-. ¡Bing, bing, bing! Nadie lo esperaba. Se limitó a dar los golpes y a huir. -Shevelly se mantenía tranquilo ante los acontecimientos, incluso sentía admiración por el bastardo que se había atrevido a hacerlo. Por eso era el asistente de Lozini; era fuerte y rudo, pero mantenía siempre una especie de calma que equilibraba el ímpetu de Lozini. No era tan bueno como Caliato, que estaba más cerca del aura de poder de Lozini, pero era bueno de todos modos.

– ¿Huyó?, ¿dónde? -preguntó Lozini-. ¿No sabéis dónde está?

Shevelly sacudió la cabeza.

– Dondequiera que esté -respondió-, trabaja solo. No tiene ningún contacto local. Eso puedo asegurarlo.

– Tiene un tipo que trabaja con él -aseguró Faran. Su voz sonaba apagada; arrugaba el rostro como si soportara un dolor. Tenía mal aspecto y no dejaba de moverse en su silla.

– Nadie de la ciudad -dijo Shevelly-. Los dos han venido juntos y nadie de la ciudad los conoce.

– ¿Seguro? -preguntó Lozini.

– Revisamos bastante en estas últimas doce horas -respondió Shevelly-. Anoche recorrimos de arriba abajo la ciudad y no encontramos nada. Trabajan solos.

Lozini se volvió hacia Jack Walters.

– ¿Qué pérdidas hubo?

Walters gruñó mientras sacaba un sobre del bolsillo de la chaqueta. Era un hombre gordo que nunca había sabido actuar con elegancia; sus bolsillos siempre parecían estar demasiado lejos de sus manos, las sillas en las que se sentaba siempre estaban torcidas, abrir una puerta siempre era un problema para él. Era imposible imaginárselo vistiéndose.

Lozini esperó, impaciente, mientras Walters luchaba con el sobre hasta que logró abrirlo y desplegar una hoja de papel que había sido doblada en dos. Justo en ese momento, Walters dijo:

– Del New York Room se llevaron en efectivo novecientos y aproximadamente tres mil en recibos de tarjetas de crédito. De la cervecería, entre siete y nueve mil dólares en cheques y aproximadamente cuatrocientos en efectivo. Y del garaje, trescientos setenta y cuatro dólares en efectivo.

Lozini iba sumando a medida que Walters hablaba.

– Nos levantaron catorce mil -dijo.

– No exactamente -contestó Walters-. El efectivo es irrecuperable, obviamente, y también los recibos de las tarjetas de crédito. La mayoría de los cheques robados en la cervecería pueden ser reemplazados, mostrándoles a los clientes el estado de su cuenta. Es inevitable que se pierda algo, pero podríamos recuperar un ochenta por ciento.

– Y perderíamos unos mil -dijo Lozini-. ¿Y cuánto nos costaría todo el papeleo para recuperar el resto?

– Aún no calculé eso -respondió Walters.

– No lo hagas -le ordenó Lozini-. ¿Cuál es la situación de los empleados?

– Los únicos en el night club que se enteraron -contestó Walters- fueron Frankie y una chica llamada Angela Dawson. Frankie asegura que Angie no causará problemas.

Lozini miró a Faran.

– ¿Es cierto?

– Es amiga mía -respondió Faran. Seguía teniendo un aspecto verdoso y cuando hablaba parecía como si algo estuviera estrangulándole lentamente-. No hay que preocuparse por ese lado, señor Lozini; ya le hablé y ella se ha hecho cargo de la situación.

Lozini asintió y se volvió hacia Walters.

– ¿Y el resto?

– En la cervecería -dijo Walters, consultando de nuevo su hoja de papel-, el único empleado que tuvo conocimiento del hecho fue el sereno, Donald Snyder. Lo encerraron en un baño y…

– ¿Qué nombre dijiste? -preguntó Lozini.

– Donald Snyder.

– ¿De qué me suena ese nombre?

Tranquilo, flemático, Walters respondió:

– Era sereno en la Isla Feliz cuando hubo aquel problema hace dos años.

Lozini se permitió una fina sonrisa.

– Está de racha -dijo-. ¿Qué le hicieron?

– Él fue el que informó del robo -contestó Walters- cuando logró salir del baño. Su descripción del aspecto general del ladrón que vio más de cerca sugiere que no era el tal Parker, sino el otro. Aparentemente intentaron mandarle a usted un mensaje por medio de Snyder.

– ¿Un mensaje?

– Como hicieron con Frankie -contestó Walters.

Lozini miró a Faran.

– ¿Qué mensaje?

Faran se pasó la lengua por los labios y se revolvió en la silla.

– Me mandó que le dijera que se llevaba los intereses de la deuda y que no lo restaría del importe principal.

– Dijo eso, ¿eh? -Murmurando algo, Lozini se volvió hacia Walters-. ¿Al sereno le dijo lo mismo?

– No llegó a darle el mensaje -contestó Walters-, puesto que Snyder afirma no saber quién es usted. Ni siquiera recuerda el nombre del que le habló el ladrón, aunque está seguro de que empezaba por «Lo».

Ted Shevelly y Harold Calesian sonrieron a la vez.

– Anonimato -dijo Shevelly-. ¿Qué te parece?

– Ya era hora -respondió Lozini. Anonimato era lo que quería, aunque lo había disfrutado poco en los últimos diez años. Siempre había algo acerca de él en los periódicos, siempre rodeado de términos como «se supone» o «se rumorea», de modo que ni siquiera llevándoles a juicios podía acallarlos, lo que suponía un infierno en la familia. Los periodistas no tenían sentido de la decencia. Por suerte, los seis hijos de Lozini eran todas mujeres, todas casadas ya y con otros apellidos, pero aún tenía esposa y otros parientes dispersos por el estado.

Walters decía:

– Snyder no sufrió daño alguno. La última vez, cuando algunos de nuestros hombres lo golpearon un poco, le dimos el empleo en la cervecería.

En todo esto había un toque de comedia que a Lozini no le gustaba. Quería pasar por alto esos detalles, ir a otros temas.

– ¿Qué haremos con él esta vez? -preguntó.

Walters se encogió de hombros.

– Unas semanas de vacaciones pagadas. No tiene la menor idea de lo que pasa, ni siquiera de que pasa algo. Es un verdadero testigo casual.

– Deberíamos darle una medalla -dijo Lozini-. ¿Algo más?

– Un hombre en el garaje -contestó Walters-. Lo golpearon en la cabeza, aparentemente Parker en persona. Se llama Anthony Scoppo y salió del hospital esta mañana.

– ¿Es uno de los nuestros?

Walters se pasó la lengua por los labios.

– No sabría decirlo -respondió. El mismo prefería ignorar todo lo posible el trabajo real que realizaba la gente de Lozini.

Lozini miró a Shevelly.

– Anthony Scoppo. ¿Es uno de los nuestros?

– Recuerdo el nombre -contestó Shevelly-. Lo usamos de chófer un par de veces, pero se pone muy nervioso. Hace tiempo que no hace nada.

– ¿Otro mensaje para mí? -le preguntó Lozini a Walters.

– No. Parker ni siquiera le mencionó. Seguramente ha supuesto que comprendería sin necesidad de mensaje, ya que era la tercera operación de la noche.

Lozini le dirigió a Calesian una dura mirada.

– ¿Dónde se supone que está la policía? -le preguntó.

Calesian sonrió tranquilamente, sin darse por aludido ante la acusación de Lozini. Tenía la calma y la arrogancia burlona propias de un policía viejo, combinadas con la tranquilidad y seguridad de quien está en conocimiento de los secretos; uno de los jefes. Siempre hablaba pausadamente, con pequeños gestos expresivos, y nunca levantaba la voz.

– La policía estaba en la calle, Al -dijo-. A eso de las tres de la mañana hicimos un rastreo por todas partes.

– Ese maldito garaje -dijo Lozini- está en la London Avenue, la calle mejor iluminada de la ciudad.

– Teníamos un coche en esa zona -aseguró Calesian-. Había dos coches de los vuestros, Al, allí mismo casi hubo un problema con la policía. ¿Qué le pasaba a esa gente?

– No tienen experiencia.

– ¿Entonces por qué los ponéis a patrullar?

Lozini hizo un gesto como si espantara a una mosca.

– Ésa no es la cuestión -respondió-. La cuestión es ese hijo de puta de Parker. ¿Dónde está y cómo podemos pararle?

– No sé dónde está -dijo Calesian-, como Ted tampoco lo sabe. Recuerda, Al, que nosotros entramos tarde en este juego. Si me hubieras llamado ayer, o incluso la noche antes, después de haber recibido su llamada, habría podido hacer algo.

– ¿Cómo iba a saber que haría lo que hizo?

Calesian se encogió de hombros.

– Hace seis horas que estamos en este juego -dijo.

– ¿Tenéis datos sobre él? ¿Quién es?, ¿de dónde viene?

– No tenemos ninguna identificación, ni huellas, apenas el nombre, Parker. Pedimos datos a Washington; veremos qué dicen.

Lozini lo miró:

– No esperes que digan gran cosa.

Con una pequeña sonrisa, Calesian dijo:

– No.

Ted Shevelly preguntó:

– ¿Qué hacemos con respecto a lo de anoche?

Pero Lozini estaba pensando en otra cosa.

– Hay un medio de enterarme de quién es. Algo sobre él.

Shevelly preguntó:

– ¿Cómo?

– Nos veremos después -contestó Lozini-. Tengo que hacer una llamada.

Shevelly dijo:

– ¿Qué hacemos con lo de anoche?

– Os llamaré esta tarde -contestó Lozini-. Y dirigiéndose a Faran-: Frankie, no te alejes. ¿Vas a estar en el club o en tu casa?

– En casa -contestó Faran-. Me siento mal. Voy a intentar dormir un poco.

– No te alejes.

– No, por supuesto.

Walters preguntó:

– ¿Algo especial para mí?

Lozini lo miró con irritación:

– ¿Sobre qué?

Walters hizo un gesto con la hoja de papel.

– Estas pérdidas.

– Robos no aclarados -le respondió Lozini-. Arréglalo todo. Dale algo al tipo del garaje por los daños.

– Scoppo -dijo Walters asintiendo.

Poniéndose en pie, Calesian dijo:

– Al, si quieres cambiar algo de lo que hacemos no tienes más que llamarme. Por el momento, seguiremos buscando.

– Te llamaré -respondió Lozini.

Los cuatro hombres salieron de la oficina y a cada uno Lozini lo saludó con un breve gesto irritado. Cuando la puerta se cerró y se quedó solo, miró durante un minuto hacia la ventana y, a través de ella, hacia la soleada mañana.

Sentía cierta resistencia a hacer la llamada. Hacer algo que le había sugerido el enemigo le parecía un signo de derrota. Aun así, era la única cosa sensata que podía hacer.

Al diablo. Lozini levantó el auricular.

Pero no era tan fácil. Le llevó veinte minutos averiguar en qué ciudad se encontraba Walters Karns en ese momento -Las Vegas- y otra media hora localizarlo en un club de golf. Pero finalmente la pesada voz autoritaria se oyó en la línea.

– ¿Lozini?

– ¿Walters Karns?

– Sí. Usted quería hablarme.

– Necesito preguntarle algo.

Hubo una breve pausa y Karns dijo:

– Algo de lo que puedo hablar, supongo.

– Él me sugirió hablar con usted -respondió Lozini-. Me dijo que le preguntara sobre él.

– ¿Él? ¿Quién es?

– Parker.

– ¿Parker? -Había sorpresa en la voz de Karns, pero no enfado.

– No se refiere a nadie que trabaje para mí -dijo.

– No, claro que no.

Karns comentó:

– No parece contento con ese tal Parker.

– Me gustaría verle enterrado -aseguró Lozini.

– ¿Qué le hizo?

– Dice que le debo dinero.

– ¿Le debe dinero? -El sonido de la voz indicaba que Karns sonreía.

– No. -La conversación estaba poniendo incómodo a Lozini, sentía que Karns se reía de él. Preguntó-: ¿Pero qué diferencia hay? ¿Quién es ese tipo?

– ¿Se acuerda de Bronson, en Buffalo, hace unos años?

– Usted lo reemplazó -contestó Lozini. Estaba demasiado cabreado para ser cortés.

– Lo hice, en efecto. Pero yo no lo forcé a… retirarse.

Bronson había sido liquidado, según recordaba Lozini, en su propia casa.

– Fue Parker -dijo Karns.

– O sea, que fue él… -Lozini se detuvo, tratando de pensar cómo formular la pregunta por teléfono-. ¿Parker mató a Bronson?

– Eso es lo que sucedió -afirmó Karns-. Parker decía que le debía cierta cantidad de dinero. Cuarenta y cinco mil, para ser exactos. La situación era confusa y Bronson decidió no pagarle. Así que le causó problemas y después…

– Eso es lo que está haciendo ahora -respondió Lozini.

Karns dijo:

– Bien, Bronson finalmente le pagó, pero no quiso que Parker se largara con el dinero y envió a gente para… molestarle. Así que Parker decidió que se entendería mejor con el sucesor de Bronson.

– Con usted.

– Yo no tuve nada que ver en eso -afirmó Karns-. Aunque admito que no lo lamenté. Pero nunca me encontré con Parker hasta hace un par de años, cuando nos ayudó con un problema que teníamos en Texas. ¿No se enteró de aquel asunto?

– No, ¿qué sucedió?

– Pregunte -respondió Karns-. Quizá alguien de su zona pueda informarle. Pregunte por Cucaña.

Lozini frunció las cejas.

– ¿Cucaña? -Era la primera vez que oía ese nombre.

– Una isla. Pero si lo que usted me pregunta es qué pienso de su problema con Parker, mi consejo es que le pague.

– No tengo su dinero -aseguró Lozini-. Él cree que lo tengo, pero no es así. Alguien lo debe tener.

– Pero él le cree a usted responsable, ¿no?

– ¡Pero es que no lo soy!

– Buena suerte -dijo Karns con una fría ironía en su voz, y cortó.

Lozini hubiera querido seguir hablando, pero la línea estaba interrumpida. Se sintió enfadado y estúpido, y colgó de un golpe; echó una mirada al cuarto vacío.

– No me ganará -dijo en voz alta.

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