Frankie Faran, mientras conducía el Oldsmobile negro, se recreaba relatándole a Lozini, que iba en el asiento trasero, la historia de una casa de juego que había en una isla cerca de la costa de Tejas.
Para Lozini no era una sorpresa que Faran conociese la Isla Cucaña y que supiese lo que había sucedido en ella. Faran era un bebedor amistoso, un bebedor social, y la gente de su clase eran aficionados a este tipo de historias y anécdotas. Faran había estado en Las Vegas varias veces en estos últimos años y en uno de esos viajes le habían hablado de Cucaña.
– Un sujeto llamado Yancy me lo contó -dijo Faran sin quitar la vista de la carretera-. Él estuvo allí desde el principio, en los primeros momentos, cuando lo estaban instalando todo. -Se le veía mucho mejor ahora que por la mañana; probablemente había dormido unas horas después de la reunión. O quizá se había tranquilizado, bebiendo unas copas. De cualquier manera, no conducía mal, su voz estaba más fuerte y clara y ya no parecía aplastado por ninguna incomodidad física.
– Según Yancy -decía Faran-, había una pequeña isla frente a la costa tejana, en el golfo de México. Un sujeto llamado Baron hizo un trato con Cuba, que reclamaba la isla, y Baron construyó en ella un casino. Ya sabes, una especie de barco más allá del límite de las tres millas.
– Mmm. -Lozini, mientras escuchaba, miraba por las ventanillas laterales; iban por la Western Avenue y se preguntaba dónde sería el contacto con Parker.
– El problema -continuaba Faran- era que Baron quería trabajar solo. No quería formar parte de la estructura, ¿te das cuenta?
Lozini se daba cuenta. Baron, como él mismo, había sido un hombre con un ámbito local que le pertenecía; pero mientras que Lozini tenía contactos y obligaciones dentro de la red nacional, Baron se había mantenido independiente. Lozini preguntó:
– ¿Y qué le hicieron?
– Trataron de llegar a un acuerdo con él -respondió Faran-. Según Yancy, las negociaciones duraron seis años, pero Baron no dio su brazo a torcer.
– ¡Seis años!
– Bueno, durante todo ese tiempo nunca estuvo en tierra firme. Y tenía unos treinta hombres armados en la isla y un sólo lugar donde desembarcar, de modo que estaba bien protegido. Simplemente se burló de todo el mundo.
– Durante seis años -decía Lozini. No podía creerlo.
– Y todo ese tiempo -prosiguió Faran- le estaba costando dinero a todo el mundo. Todos esos millonarios de Galveston y Corpus Christi, hasta de New Orleans, algunos con sus propios yates, gente con dinero de sobra que antes lo gastaba en lugares de la organización, ahora iban a la isla.
Lozini asintió.
– Perfecto. ¿Dónde interviene Parker?
– Él era el especialista que la organización utilizaba para casos muy especiales. Uno de los jefes le mandó llamar. Hicieron un trato: debía echar abajo el casino. Así que él llamó a unos amigos suyos, estudiaron el lugar y lo hicieron. Fueron a la isla, lo arrasaron todo, quemaron las instalaciones, se llevaron el dinero, mataron a Baron y se marcharon.
Lozini sintió un escalofrío en la espalda. No le gustaba esa historia.
– ¿Cuántos amigos? ¿Cómo era la banda que llevó Parker?
– Tres tipos -contestó Faran.
Lozini no tenía más preguntas. Con los ojos entrecerrados, mirando al tráfico sin verlo de verdad, trató de recordar el aspecto de Parker por el breve encuentro que tuvieron dos años atrás. Todo lo que recordaba eran unos ojos muy fríos en un rostro de piedra. ¿Lo reconocería ahora?
– Allí están -dijo Faran de pronto-. Uno de ellos, por lo menos.
Sorprendido, Lozini miró al coche que tenían al lado y vio un Impala color bronce conducido por un hombre, sin pasajeros. El conductor tendría unos treinta años, cabello oscuro, y un aspecto que a Lozini le pareció poco digno de confianza. Le hacía señas a Faran para que lo siguiera.
Lozini dijo:
– Ése no es Parker.
– No -contestó Faran-, ése es el otro. El que entretuvo a Angie. -Su voz sonaba algo irritada al decir esto.
El Impala se adelantó y Faran fue tras él. Lozini, mirando a su alrededor, vio que estaban bastante más allá de los límites de la ciudad; algunos restaurantes y gasolineras se alternaban con espacios vacíos o arbolados. La Western Avenue perdía su nombre en el límite de la ciudad y se transformaba en la Ruta Estatal 79; cuatro carriles, sin aceras y sin división central.
El acuerdo entre Lozini y Parker para encontrarse era que cada uno iría acompañado sólo por un hombre; Lozini había sugerido a Faran, al que Parker conocía de la noche anterior, y Parker se mostró de acuerdo. Lozini y Parker debían ir por la Western Avenue hasta que Parker decidiese contactar con ellos. A partir de ahí, Parker les llevaría hasta el lugar del encuentro, y si a Lozini le parecía seguro, él y Faran se detendrían.
Más arriba había una bifurcación; comenzaba una carretera secundaria. El Impala giró allí y Faran lo siguió lentamente.
El Impala continuó por esa carretera unos centenares de metros: luego volvió a girar en dirección a una pequeña carreterucha angosta, que serpenteaba entre arboledas y campos. Faran dijo:
– Conozco este camino. -Señaló hacia la derecha-. Allí hay un arroyo, solía venir a nadar cuando era muchacho.
Las luces de los frenos del Impala se encendieron. Lozini puso sus manos en las piernas, encima de las rodillas, y se quedó quieto. El Impala se detuvo y Faran frenó el Oldsmobile justo detrás. Había campo abierto a ambos lados de la angosta carretera, buena visibilidad en todos los sentidos, bajo la clara luz de la tarde. Un lugar seguro para un encuentro… ¿Pero dónde estaba Parker?
La puerta del Impala se abrió y bajó el segundo hombre, sonriendo de un modo amistoso. Abrió la puerta de la derecha y se sentó junto a Faran.
– Hola de nuevo -le dijo a Faran.
Faran lo miró fríamente y asintió.
El sujeto se volvió hacia Lozini.
– Parker está en el otro coche -dijo-. En el asiento trasero. Vaya a hablarle allí, yo hablaré aquí con el señor Faran.
– Llegué a pensar que estaba usted solo -respondió Lozini.
El tipo volvió a sonreír, siempre de la manera más amistosa.
– Ésa era la idea -explicó-. Parker se escondió hasta estar seguro de que usted no tenía otro plan.
– No tengo otro plan -repuso Lozini. Abrió la puerta, salió del Oldsmobile y sintió de inmediato el calor de la media tarde; el sol no era tan fuerte en la época en la que aún no se había inventado el aire acondicionado.
Cuando Lozini cerraba la puerta, oyó al tipo que le decía a Faran:
– Me llamo Green, Alan Green.
Lozini se dirigió lentamente hacia el Impala. Ahora podía ver la silueta de alguien sentado en el asiento trasero. Las ventanas del Impala estaban cerradas y el motor encendido para activar el aire acondicionado. El sonido amortiguado de los dos motores era el único ruido. No había ningún movimiento por la carretera, ni una casa a la vista, sólo los campos vacíos que desde hacía algún tiempo no habían sido trabajados y estaban llenándose de maleza. No soplaba el viento, nada se movía; el paisaje era como una pintura o como un rompecabezas totalmente armado. Lozini se detuvo junto al Impala, su mano en la manija mientras miraba a su alrededor. Nadie y nada. En el asiento delantero de su coche, Faran y Green charlaban alegremente. No habían tardado en hacer buenas migas; el estilo «camarada» de Green no podía dejar de surtir efecto con Faran, por supuesto, pero a Lozini le sorprendió de todos modos la velocidad con la que se habían hecho amigos.
Abrió la puerta y un aire frío salió del coche. Su cuerpo todavía estaba adaptándose al calor exterior y ahora volvía a entrar en el aire acondicionado. Entró, se sentó en el asiento trasero y cerró la puerta tras de sí.
Parker estaba al otro lado, con la espalda contra la ventanilla. Estaba vuelto hacia Lozini, mirándole. Sólo lo miraba; ninguna palabra, ninguna expresión.
– Hola, Parker -dijo Lozini. Pensó que Parker no tenía un aspecto tan depravado como el que creía recordar. En realidad, parecía un hombre corriente; un poco más duro, un poco más frío, un poco más difícil. Pero no el robot de ojos de hielo que recordaba Lozini.
Parker asintió.
– Usted quería hablar -dijo.
– Tengo un problema -respondió Lozini moviendo expresivamente las manos-. No quiero problemas con usted, pero no sé cómo salir de este asunto. Por eso quería hablarle.
– Adelante.
Lozini miró al frente, al asiento delantero y al volante, y más allá del parabrisas, hacia la carretera vacía que hacía una curva a lo lejos tras una colina. Hacía más frío aquí que en el Oldsmobile y Parker era una de esas personas que no parpadean casi nunca. Mirando al camino, Lozini dijo:
– Llamé a Karns. Me habló de su problema con Bronson, y me habló de Cucaña. Me dijo que si tenía el dinero, debía pagárselo.
– Exacto.
Lozini se volvió y miró a Parker a los ojos. Ahora él tampoco parpadeaba; quería que Parker supiera que iba a oír la verdad, la última verdad.
– Mi problema es que no tengo su dinero.
Parker se encogió de hombros, como si fuera una cuestión menor.
– ¿Quiere tiempo?
– No, no es eso lo que quiero decir. Quiero decir que nunca lo tuve. No lo encontré en el parque de atracciones.
– No está allí -aseguró Parker-. Donde lo dejé.
– Yo no lo cogí -aseveró Lozini-. Nunca tuve su dinero.
– Alguien de los suyos lo encontró y lo guardó.
– No lo creo. -Lozini sacudió la cabeza-. Es posible, pero no creo que se hubieran atrevido. Ninguno de los que trabajan para mí.
Parker dijo:
– Nadie más pudo encontrarlo. Ningún empleado del parque pudo ir al lugar donde lo dejé y ningún visitante podría acercarse siquiera. Lo único que explica que haya desaparecido es que alguien lo haya encontrado. Y eso significa que ha sido usted y su gente, nadie más.
– Quizá es eso lo que pasó -respondió Lozini-. No digo que no haya podido suceder, que alguien me haya ocultado algo. Todo lo que digo es que yo no soy el que encontró el dinero. Nunca lo tuve ni lo tengo ahora. -Se inclinó hacia Parker, estiró la mano como si fuera a tocar su rodilla, pero no completó el gesto, y dijo-: Escuche, estoy bastante cansado. Quizá hace diez años no me habría dignado siquiera hablarle, habría sacado hasta mi último hombre a la calle para liquidarle y no me habría preocupado por el tiempo que llevara, el ruido que hiciera o los golpes que usted pudiera darme antes de que yo le cazara. Pero eso era hace diez años, cuando las cosas eran diferentes.
Parker esperó, siempre mirándole, sin ninguna expresión.
– Pero ahora -continuó Lozini-, no puedo hacer eso. Aquí las cosas han estado en calma desde hace mucho tiempo, ni siquiera estoy organizado para ese tipo de deporte. No tengo mucha gente que sepa su oficio; la mayoría de la gente que tengo a mis órdenes son empleados de oficina. Y en estos días la ciudad está en campaña electoral.
– Vi los carteles.
– Es una campaña dura -seguía Lozini-. Mi hombre puede tener problemas. Las elecciones son el martes y si hay algo que no quiero es sangre en las calles el fin de semana antes de las elecciones. Éste es el peor momento para mí; las cosas están muy movidas y podrían llegar a ponerse difíciles. Ésa es otra de las razones por las que no quiero una guerra con usted. Además, Karns me lo dijo. Todas estas cosas juntas son las que me han movido a pedirle esta cita para sacar algo en claro y llegar a algún tipo de acuerdo.
– Dejé setenta y tres mil dólares aquí -dijo Parker-. Y la mitad le corresponde a mi compañero. -Hizo un gesto hacia Green, en el otro coche-. Ninguno de los dos queremos una comisión, ni un apretón de manos, ni un acuerdo, ni nada, salvo el dinero. Todo el dinero, todo lo que sacamos del coche blindado.
– Entonces tendrá que pedírselo a otro -respondió Lozini. En ese momento una camioneta con una vieja nevera en la parte de atrás pasó junto a ellos, el primer vehículo que veían desde que se habían parado. Lozini la señaló por el parabrisas-. Si usted va a casa de ese granjero -continuó- y le dice que hace dos años dejó setenta y tres mil dólares en Tyler y los quiere, él le dirá que fue a ver a la persona equivocada porque él no los tiene y no sabe dónde están. Y yo le estoy diciendo lo mismo.
Parker sacudió la cabeza, manifestando su impaciencia con un rictus en la boca.
– Ese granjero no tiene nada que ver -dijo-. Y usted sí. No me haga perder tiempo.
Lozini trató de pensar algo más.
– Está bien -repuso-. Investigaré. Quizá fue uno de los míos.
– Lo fue.
– Está bien. Los investigaré y le contaré lo que averigüe.
Parker asintió.
– ¿Cuánto tiempo?
– Déme una semana.
Otra vez el pequeño signo de impaciencia.
– Le llamaré mañana por la tarde, a las siete.
– ¡Mañana! No me da tiempo.
– Es su gente -dijo Parker-. Si usted se ocupa, podrá hacerlo. No quiero perder más tiempo. Le llamaré a las siete.
– No puedo prometerle nada.
Parker se encogió de hombros y miró hacia otro lado.
Lozini no se sentía con ganas de terminar aquí la cita. Quería algo que le tranquilizase y hasta ahora no sentía que lo hubiera logrado. Dijo:
– Quiero que lo tome con calma, sabe.
Parker volvió a mirarlo, y esperó.
– Yo elegí el camino pacífico -agregó Lozini-. Ésa es la situación en la que me encuentro ahora, lo estoy haciendo por las buenas. Mientras hacerlo por las buenas sea cooperar con usted, lo haré. Si usted prefiere la violencia, si me obliga a luchar, entonces no tendré más remedio.
Parker pareció pensar en esas palabras.
– Ya veo -dijo-. Le llamaré a las siete.