Frankie Faran padecía una ligera indigestión que achacaba a la comida china que la noche anterior había degustado en casa del señor Lozini. Con ello no quería decir que la comida que le habían servido estuviese en malas condiciones, sino, simplemente, que la comida china nunca había sido digerida bien por su estómago. Pero, por supuesto, cuando uno era invitado a cenar a la casa del señor Lozini no se podía acudir y no comer, cualquiera que fuese la comida que el señor Lozini hubiera decidido preparar esa noche.
Pero lo había pagado al día siguiente. No se alimentó más que con pan y Alka-Seltzer hasta que fue al club, a eso de las ocho y media de la noche, y tomó dos platos de sopa del día, que resultó ser sopa de cebolla. Se supone que la sopa de cebolla es buena para la digestión.
Angie, la chica con la que últimamente se había estado divirtiendo, vino a su oficina a eso de las diez, pero él no se encontraba con ánimos.
– No estoy de humor esta noche, querida -le dijo.
– Vaya, lo lamento. -Angie no era elegante, pero sí una buena chica. Aunque tenía treinta y siete años, estaba tan delgada que era como acostarse con una quinceañera. Tenía hijos mellizos, de unos doce años de edad, ambos a cargo del padre, un militar que se había vuelto a casar y ahora estaba de servicio en Alemania con toda su familia. A veces, cuando no tenía bebida a mano, Angie se ponía melancólica y pensaba en aquellos dos niños, tan lejos, al otro lado del océano. Faran hubiera pretendo prescindir de esta clase de sentimentalismos, pero, por otro lado, ella era una chica muy complaciente y sus tristezas eran un precio que podía pagarse sin dificultad.
– Algo que comí me sentó mal -le dijo.
– ¿Quieres algo del bar?
– No, por Dios. ¿Cómo van las cosas?
Ella se encogió de hombros.
– Es viernes por la noche -contestó.
En otras palabras, todo iba bien. El New York Room estaba cerrado los lunes; de martes a jueves tenía una afluencia de gente no estelar pero sí aceptable, con un espectáculo de dos gordas bailarinas de strip-tease, y hacían su gran negocio los viernes y sábados con un grupo de jazz que también interpretaba música rock. El domingo no había espectáculo, sólo cenas para parejas y música de discos a cuyo compás bailaba una clientela ya colgada del Geritol. Pero con los viernes y los sábados se pagaba el alquiler y se sacaban las ganancias.
Angie le preguntó:
– ¿Quieres algo más?
– Creo que no -respondió Faran-. Te veré después.
– Espero que te mejores.
La vio irse y se sintió peor.
La hora de cerrar en Tyler, legalmente, era a medianoche entre semana; y a la una, los viernes y sábados. A la una y veinte, cuando los pocos clientes que quedaban en las mesas ya se despedían, Faran se sentó en su despacho con las facturas de la noche y una máquina calculadora, dispuesto a trabajar un poco. Estaba llegando a la suma total cuando se abrió la puerta y volvió a entrar Angie, asustada.
– Estos hombres… -dijo e hizo un gesto nervioso con la mano hacia dos tipos que venían tras ella.
Faran los miró y supo exactamente por qué habían venido. No podía creerlo. ¿Pero se atreverían a interferir en un asunto de Lozini? Nadie podía ser tan irresponsable.
Y, sin embargo, por Dios, tenían ese aspecto. Los dos altos, con caras hoscas, ropa oscura, ojos fríos que examinaban la habitación mientras entraban. Y ambos tenían la mano izquierda en el bolsillo lateral de sus correspondientes chaquetas.
Sólo Angie estaba asustada. Por la ranura de la puerta abierta, antes de que uno de los tipos la cerrara, Faran pudo ver a su gente trabajando allí fuera como si nada ocurriera: daban la vuelta a las sillas y las colocaban sobre las mesas; cerraban el bar. De modo que estos dos habían actuado como perros pastores, apartando un cordero del rebaño, amenazando a Angie y obligándola a llevarlos a donde estaba el dinero, sin molestar a nadie más. Serenos, tranquilos, rápidos y profesionales.
¿Pero no se daban cuenta del lugar que habían elegido?
Angie dio un paso hacia un lado y dejó un espacio libre entre Faran y los dos visitantes; mostraba su miedo de manera cada vez más evidente, ahora que estaban en privado.
– Estos hombres -volvió a decir, y su timbre de voz subía y bajaba como una especie de extraño ejercicio operístico-, estos hombres querían que yo… me hicieron… no pude…
– Está bien, querida -repuso él. Sabía que no era oportuno ponerse de pie ni salir de detrás del escritorio, pero hizo un gesto hacia ellos con ambas manos, tratando de calmarla-. No te preocupes -le dijo-. No van a hacer daño a nadie.
– Así es -convino uno de ellos-. Usted sabe lo que queremos.
El otro se dirigió a Angie:
– Querida, no le pasará nada. Piense en todo esto como en una gran anécdota que podrá contarle a sus amigas.
– Muchachos -dijo Faran-, creo que cometen un error al venir aquí.
– Apoye las manos sobre el escritorio -ordenó el primero.
– No soy estúpido -contestó Faran y apretó las manos contra la superficie del escritorio para probarlo-. Pero quizá ustedes desconocen de quién es este dinero. Quizá no saben la situación del local.
El primero se había acercado al escritorio, se inclinó y cogió un fajo de billetes de veinte dólares que Faran ya había contado y atado con una goma.
– Conocemos la situación del local, Frank -le contestó.
Faran frunció el ceño. ¿Este tipo lo conocía? Los dos hombres llevaban sombrero y gafas con cristales transparentes y tenían bigote. El que estaba más cerca cogía todos los billetes de diez, de cinco y de uno, y los guardaba en el bolsillo de su chaqueta; tenía un rostro ancho y asimétrico, con ojos rasgados y oscuros y boca de finos labios. El otro, que apoyaba su espalda contra la puerta y se entretenía diciéndole algo amable a Angie, era de aspecto más delgado y ágil, de rostro oscuro, propio de un actor bajo su disfraz, de rasgos marcados y relajados, sin la fiereza pétrea del primero.
Faran nunca había visto a ninguno de los dos, de eso estaba seguro. Dijo:
– Escuchen, por mí pueden llevarse todo el dinero. Pero si realmente saben de quién es el local y cuál es la historia del pueblo, les aseguro que han dado un mal paso.
El hombre grande no le prestó atención. Terminó de guardarse las ganancias de la noche en los bolsillos -menos de novecientos sumados en la calculadora de Faran; una cifra indigna de una visita de ladrones profesionales- y luego comenzó a coger las notas de las tarjetas de crédito.
Faran se sorprendió tanto que hizo un movimiento como si pretendiera retener los recibos de las tarjetas de crédito:
– ¡Eh! ¿Qué está…?
La mano del hombre grande cayó sobre la muñeca de Faran, inmovilizándola sobre el escritorio.
– No sea estúpido -le dijo.
Faran retiró la mano, sorprendido más aún de su propia reacción que de la intención del hombre grande de llevarse los recibos de las tarjetas de crédito.
– Lo siento -afirmó, tan anonadado que balbuceaba-. Pensé… A usted no le sirven de nada, para qué…
Diners Club. El hombre grande cogió todos los recibos, se los metió en el bolsillo y pasó al montón de los recibos de Bankamericard.
Faran los miraba tan sorprendido que no podía pensar.
– No podrá… no podrá hacer uso de ellos. No puede obtener dinero con ellos.
Y las tarjetas de crédito significaban el setenta y cinco por ciento del negocio del club. Si había novecientos en efectivo esta noche, eso significaba alrededor de unos tres mil en tarjetas de crédito. Eso le costaría al New York Room si el hombre grande se llevaba los recibos. Sin embargo, no había modo alguno de que un ladrón pudiera convertir esos recibos en dinero. El único resultado, si esos recibos eran robados, sería que casi todos los clientes de esa noche habrían comido y bebido gratis.
American Express. Master Charge. Carte Blanche. Faran vio cómo desaparecían en el bolsillo del hombre grande. Al otro lado del despacho, el otro individuo seguía hablando con Angie, cosas suaves y amistosas, incluso con un tono de flirteo. Y Angie se había calmado mucho, miraba cómo se desarrollaba la escena con los ojos muy abiertos, pero sin mostrar pánico.
Pero Faran sí sentía pánico, el pánico de la desorientación. Dijo:
– Todo eso es inútil para usted. Nos perjudicará a nosotros sin que usted pueda obtener a cambio ninguna ganancia. Por Dios, ¿qué se propone?
El hombre grande había terminado de guardarse todo en los bolsillos. Ahora sacó del bolsillo lateral de la chaqueta una pistola de cañón corto, le dio la vuelta, cogiéndola por el cañón y se inclinó sobre el escritorio. Realmente asustado, pues llegó a creer que esos tipos no eran tan profesionales como había pensado, Faran se encogió en su sillón y se cubrió el rostro con brazos temblorosos.
El hombre grande bajó el arma y golpeó el escritorio tres veces, haciendo profundas marcas en la madera; Faran parpadeaba al oír cada golpe y, junto a la puerta, Angie soltó unos gemidos como de ratón.
Faran bajó los brazos. Miró las abolladuras en la superficie de su lujoso escritorio y al hombre grande que estaba frente a él. Éste le dijo:
– Llame a Lozini cuando salgamos de aquí y dígale que éstos son los intereses por lo que me debe. No restaremos esto de la suma principal, ¿me entiende, Frank?
Faran los miró.
– Sí -le contestó.
– Repítalo.
– Lo que ustedes se llevan son los intereses de lo que él les debe. No lo restarán de la suma principal.
– Exacto, Frank. -El hombre grande dio un paso hacia atrás, se guardó la pistola e hizo un gesto en dirección a Angie sin mirarla-. Nos llevaremos a la chica hasta la calle -le dijo-. No haga nada hasta que ella vuelva aquí.
– No -protestó Angie con una vocecita quebrada, como el gemido que había soltado un momento antes.
El tipo que estaba junto a la puerta le dijo con calma:
– No le va a pasar nada, querida. Otro paseo juntos por el club, como antes.
El hombre grande seguía mirando a Faran. Preguntó:
– ¿Entendió todo, Frank?
– Lo he entendido -respondió Faran. Estaba pensando que se trataba de una especie de venganza entre estos dos tipos y Lozini, o, más probablemente, entre Lozini y algún tipo importante que había alquilado a estos dos. Se sintió feliz de que todo lo que quisieran fueran las ganancias de esta noche. A veces, en el mundo del señor Lozini los tipos importantes mostraban su fastidio matando a los subordinados de sus enemigos. De repente, Faran pensaba que había estado más cerca del peligro de lo que había pensado.
El hombre grande afirmó con la cabeza y se volvió hacia Angie.
– Vamos -dijo.
Angie miró a Faran como si necesitara que él la ayudara. Faran le dijo:
– Está bien, Angie. No van a hacer daño a nadie.
– Exacto -afirmó el que estaba junto a la puerta-. Absolutamente cierto. Nunca hacemos daño a nadie, ésa es la única verdad. Vamos, Angie, demos un paseíto y me hablarás de tus amores. -Dijo esto último con una profunda voz a lo Bo Diddley, y Angie casi logró dibujar una temblorosa sonrisa hacia él mientras los tres salían de la oficina. El hombre grande iba el último y cerró la puerta tras él.
Faran llevó su mano inmediatamente al teléfono, pero no levantó el auricular. Podía hacerlo, no había ninguna diferencia entre hacerlo ahora o esperar a la vuelta de Angie, pero no lo hizo. Por alguna razón se sintió mejor obedeciendo las órdenes del hombre grande.
Con la otra mano palpó las marcas dejadas sobre el escritorio. Arruinado, absolutamente arruinado. Y era un escritorio caro, del mejor nogal. Las marcas eran profundas; no habría modo de arreglarlo.
Angie entró corriendo, gritando de alivio:
– ¡Oh, Frank! ¡Oh, Dios mío!
Frank levantó el auricular y comenzó a marcar.
– Tenían un coche -decía ella. Jadeaba como si hubiera corrido un kilómetro-. La matrícula estaba sucia, cubierta de barro, pero era un Chevrolet verde oscuro.
– Alquilado -dijo él- bajo un nombre falso. Olvídalo. -Terminó de marcar y escuchó las señales de llamada.
Angie rodeó el escritorio, se inclinó sobre Faran y pasó el brazo alrededor de su cuello.
– ¡Dios mío, Frank, estaba tan asustada!
– Después -dijo él. Por primera vez en los últimos cinco minutos, su estómago gruñó y se agitó. Tenía que soltar un pedo, no podía evitarlo; a veces odiaba tener que hacerlo en presencia de una mujer. Si al menos fuera silencioso; al soltarlo, oyó un terrible mugido debajo de él-. ¡Dios! -dijo molesto, y enojado, y abatido, y asustado, y hambriento, y preocupado, y deseando que no fuera necesario hacer esa maldita llamada-. ¡Dios, Dios, Dios!
– ¿Frank?
– ¡Después, por lo que más quieras! -Con un movimiento violento apartó la mano de la chica de su hombro. Estaba llamando.
Angie se apartó de él, mirándolo como si la hubiese traicionado. Él sabía de qué se trataba, sabía que se suponía que tenía que tranquilizarla, abrazarla…, ¡pero lo primero era lo primero!
Se oyó una voz.
– Sí -dijo Faran-. Habla Frank Faran, desde el New York Room. Tengo que hablar con el señor Lozini. Sí, está bien, despiértelo; es importante. Sí, ya sé, pero hágalo de todos modos. Bajo mi responsabilidad. Querrá escuchar esto.