Calesian soñaba con un esquiador blanco sobre una montaña negra. No podía verle el rostro, sólo las piernas, los esquíes blancos, la ladera negra resplandeciente, el cielo gris blanquecino. El esquiador corría hacia abajo en ángulo, muy rápido, y el viento silbaba a su paso, y seguía y seguía, aunque nunca parecía llegar abajo; y la enorme ladera estaba desierta.
El sonido del teléfono confundió su mente, que trató de interpolarlo en el sueño como unas campanas. Pero no había iglesia, y la imagen se destruyó y se despertó, con la boca seca y desorientado. Oyó el teléfono, que sonaba por segunda vez. No necesitaba encender la luz para coger el auricular de la mesilla de noche. Tendido de lado, oyendo el latido de su corazón en el oído apretado contra la almohada, se llevó el auricular a la otra oreja:
– Hola.
– ¿Calesian? -Era una voz enojada, y una voz que reconocía, aunque no pudo unirla a ningún hombre por el momento. Pero sabía que era alguien con poder; el tono de la voz bastaba para indicarle eso.
– ¿Sí? -dijo-. ¿Quién es?
– Dulare, bastardo imbécil. Despiértate.
Dulare.
– Estoy despierto -contestó Calesian, y sintió un movimiento nervioso en todo el cuerpo. Levantó la cabeza de la almohada, se apoyó sobre un codo y repitió-: Estoy despierto. ¿Qué pasa? -Parpadeó en la oscuridad; del otro lado de la ventana de su dormitorio, no brillaba la luna. Todo estaba oscuro como el interior de un armario.
– Ya verás qué pasa -dijo Dulare-. Seis tipos acaban de asaltar el Riviera.
– ¿Qué?
– Ya me oíste, ¡maldito seas!
– Asaltaron…
– Tiene que ser tu amigo Parker -dijo Dulare-. No puede ser ningún otro.
– ¡Dios santo!
– Dios no tiene nada que ver con esto… -Dulare estaba furioso; sus palabras parecían acuñadas en metal-. Calesian, te aseguro que ningún ladrón va a quitarme cincuenta mil dólares.
– No… -Calesian se pasó la mano libre por la cara, tratando de pensar. Ahora estaba sentado en la cama y se había olvidado del sueño.
– ¿Dijiste que eran seis?
– Ha traído amigos -respondió Dulare-. El hijo de perra está empezando una guerra, Calesian. Has cometido todos los errores posibles en este asunto, tú y ese imbécil de Buenadella.
– ¿No pudieron hacer nada? -Era una pregunta estúpida, y Calesian lo sabía, pero no encontraba nada sensato que decir y el silencio hubiera sido peor.
– Voy a casa de Buenadella -dijo Dulare. Era mal síntoma que llamase a Dutch por su apellido-. No quiero que ninguno de vosotros siga haciéndose cargo de la situación, no mientras esté Parker dando vueltas. Estaré en quince minutos, y es mejor que estés tú también.
– Por supuesto -contestó Calesian, pero Dulare ya había colgado.
Calesian colgó, luego se puso en pie y se quedó un instante en la oscuridad, negándose a encender la luz, a afrontar la realidad, a empezar a moverse.
Debería haber sabido. Debería haber sospechado que Parker haría algo así; ahora entendía por qué el bastardo había desaparecido. El modo en que había presionado a Lozini la semana anterior, robando en el New York Room y en la cervecería, y en el garaje del centro. Sólo que esta vez, en lugar de tres pequeños golpes anónimos, había dado un gran golpe y se había hecho con cincuenta mil dólares.
¿Un gran golpe? De pronto, con la convicción de una revelación del más allá, supo que habría más golpes. Mirando por la ventana, Calesian pensó: «Está ahí afuera, en algún lugar, ahora, robando algo. ¿Dónde demonios estás, Parker?».
Aún en la oscuridad, volvió la cabeza hacia el teléfono que no podía ver. ¿Llamar a alguien? ¿Dar la alarma? ¿A quién? No tenía la menor idea de adónde irían, o incluso si la policía podría hacer algo. Un asalto en el Riviera estaba fuera de la jurisdicción de la ciudad. Y si no había habido heridos o clientes que se hubieran enterado, probablemente no lo denunciarían.
Cincuenta mil. Y sólo era el primero.
Calesian fue a la ventana, miró la ciudad oscura bajo el cielo sin luna. Las luces de las calles daban más relieve a la oscuridad. Calesian sintió a Parker en algún lado, escurriéndose en las sombras con su ejército.
Miró al cielo. ¿Por qué no había luna? Afuera debía de hacer calor, pero aquí dentro funcionaba el aire acondicionado, y sintió un escalofrío. «Una maldita noche para morir», pensó.