XXXIII

Cuando Parker regresó a la casa de Lozini, dos hombres corpulentos en el recibidor habían interrumpido su conversación para mirarlo. Uno dijo:

– ¿Busca algo, amigo?

Parker los miró.

– ¿Quién trajo el ejército? No fue Faran, ni Simms, ni Walters. Ustedes vienen con Dulare.

– ¿Quiere ver a alguien?

– No a ustedes -respondió Parker y les señaló la sala. Cuando dieron un paso hacia él, les mostró el revólver-. Vayan delante -les dijo.

Los dos observaron el arma y se miraron. Lentamente, comenzaron a levantar las manos.

– No les dije que levantaran las manos. Les dije que fueran a la sala.

No parecía agradarles la idea de aparecer ante su jefe reducidos por alguien, pero no había alternativa. Con un aspecto dos veces más duro que el que mostraban habitualmente, sacudiendo los hombros como si usaran hombreras de rugby, se volvieron y caminaron hacia la sala.

Los cuatro hombres que conversaban junto a la ventana miraron, primero con indiferencia, luego con curiosidad y sorpresa, hacia los recién llegados. Sólo uno de ellos era desconocido para Parker, así que ése debía ser Dulare. Dirigiéndose a él, Parker dijo:

– ¿Son suyos?

Dulare, un hombre alto y bronceado con modales autoritarios, arrugó la frente y preguntó:

– ¿Cuál es el problema?

Frank Faran sonreía.

– Señor Dulare -dijo-, le presento al señor Parker. Señor Parker, el señor Dulare.

– Ya sé quién es -contestó Dulare-. Ahora quiero saber qué está haciendo.

Uno de los guardaespaldas dijo:

– No sabíamos quién era, señor Dulare.

Faran, sin dejar de sonreír, explicó:

– Trataron de detenerlo, Ernie, eso es lo que pasó.

Era evidente que a Dulare no le gustaba nada lo que sucedía. Estaba furioso con sus guardaespaldas y furioso con Parker, pero comprendía que no podía decirle nada a ninguno sin hacer el ridículo, de modo que se volvió hacia Faran y le dijo:

– No necesito tu ayuda, Frank.

Faran, ofendido, dejó de reír. Tras un segundo se encogió de hombros y se dio la vuelta, bebiendo ostensiblemente un largo trago de su vaso.

– Mande a estos dos a casa -dijo Parker a Dulare.

– Ellos se quedan conmigo -respondió Dulare-. Y guarde esa arma, nadie está exhibiéndolas aquí.

Un par de sillas imitación victoriana flanqueaban una imitación de mesa Sheraton al otro lado de la sala. Parker señaló en esa dirección con el revólver y dijo:

– Dígales que se sienten allí. Vine a hablar, no a perder tiempo.

– ¿Quién nos citó aquí, usted o Lozini?

– Voy a hablar en nombre de Lozini.

– Cuando entré -le dijo Walters a Dulare-, Harold me dijo que debíamos esperar a Al o a Parker.

Dulare vaciló, luego hizo un gesto colérico con los brazos y les dijo a sus dos hombres:

– Sentaos allí.

Los dos marcharon, cabizbajos, y Parker guardó el arma. Le preguntó a Dulare:

– ¿Qué sabe de todo lo que está sucediendo?

– Lo que sé es que usted está causando problemas -contestó Dulare-. ¿Dónde está Lozini?

– ¿No se ha enterado de lo de Buenadella? -preguntó Parker.

– ¿Dutch? ¿Qué pasa con él?

Parker miró a Faran, luego a Simms, después a Walters. Le preguntó a Walters:

– ¿Nadie le va a decir nada a este hombre?

Walters estiró sus manos regordetas.

– No sabíamos, por supuesto, si él… -Hizo un gesto desolado; trató de ser un movimiento sutil, pero con la torpeza de Walters resultó mecánico e incomprensible.

Aun así, Parker lo entendió, Lozini no sabía si el cabecilla era Buenadella o Dulare, de modo que los había mantenido a ambos en la ignorancia.

Dulare se volvió hacia Walters.

– ¿Qué es lo que pasa, Jack?

– Dutch está tratando de tomar las riendas -respondió Walters.

– ¿Dutch? -Dulare no parecía convencido.

– Es cierto, Ernie -dijo Faran. Parecía obtener una satisfacción vengativa, dándole malas noticias a Dulare-. Dutch nos ha estado traicionando desde hace un par de años.

Dulare miró a todos los presentes; luego le dijo a Walters:

– Dime todo lo que sepas.

– Que Parker lo cuente -respondió Walters-. Creo que él sabe más que yo.

Dulare miró con suspicacia a Parker.

– Está bien -dijo-. ¿Qué pasa?

Parker habló:

– El candidato de la oposición, Farrell, es un hombre de Buenadella. Con la toma del poder por Farrell culmina el plan de Buenadella, que ya ha hablado con alguno de los grandes del país, de los que necesita autorización. Supuse que también quizá hubiera hablado con usted.

Dulare permanecía atento; ya se había olvidado del asunto de sus guardaespaldas. Preguntó:

– ¿Quién dice que Farrell está al servicio de Buenadella?

– Él mismo. Se lo pregunté.

– ¿Y él se lo dijo?

– Tenía una pistola en la mano.

– Santo Dios -Dulare miró a lo otros tres-. ¿Qué diablos está pasando aquí?

– No nos habríamos enterado de nada hasta que hubiera sido demasiado tarde -dijo Walters-, si no fuera porque Parker y su amigo vinieron a revolver las cosas.

– ¿Está seguro de que Buenadella no habló con usted? -le preguntó Parker.

– No, no habló -respondió Dulare. Agregó-: Ya veo que lo piensa. No, él no iría a contarme nada. Dutch y yo no somos íntimos, y él sabe que soy amigo de Al. Hubiera venido después, cuando Al ya estuviera fuera y él dentro y ya todo estuviera en calma. Entonces yo tendría que negociar, porque sería estúpido iniciar una guerra.

– Está bien -dijo Parker. Se volvió hacia Simms-: ¿Cuánto tiene Buenadella?

Simms parpadeó y el terror casi ocultaba su confusión.

– ¿Qué?

– Ha estado robándole a Lozini -contestó Parker-. Además de mis setenta y tres mil. Ha tenido gastos, con la campaña de Farrell y la gente de Lozini que tuvo que comprar; ¿cuánto le queda ahora?

– ¿Cómo lo voy a saber yo? -gritó Simms desde sus vistosas ropas.

– Porque usted estaba con él -contestó Parker-. No podría haberle robado a Lozini sin usted.

– ¡Eso es mentira!

Todos los otros miraron a Simms.

– No nos haga perder tiempo, Simms. ¿Cuánto le queda? -preguntó Parker.

Faran, de pronto, intervino, pensativo:

– Es esa rubia melosa que tienes.

Simms, como si se sintiera agradecido por poder concentrar su atención fuera de Parker, volvió la cabeza hacia Faran y preguntó:

– ¿Qué? ¿Qué, Frank?

– ¿Cómo se llama? Donna. La llevaste un par de veces al club, Nate, y parecías tan contento como una monja con hábito nuevo.

– Frank, no…

– Nate -dijo Dulare-, si dices otra mentira haré redimir a mis muchachos mandándoles que te rompan el cráneo.

– Ernie, no pensarás que yo…

Simms se interrumpió cuando Dulare se volvió ostensiblemente hacia los dos hombres sentados en las sillas victorianas. Hubo un pequeño silencio mientras Simms pensaba en el asunto. Parker estaba impaciente y cabreado, pero éste era un momento en que era preferible apartarse, dejar que el grupo encontrara su propio ritmo, que las cosas salieran por sí mismas.

– Ernie -dijo Simms con una débil voz-, nunca lo habría hecho.

– ¡Por Dios! -exclamó Dulare-, no me des excusas.

– Razones, Ernie. No excusas, razones.

– ¿Cuánto queda, Simms? -preguntó Parker-. ¿Cuánto le queda a Dutch?

– Ernie -dijo Simms, lloroso-, déjame ex…

– Respóndele -le ordenó Dulare.

Simms se desmoronó, desgarrado entre el deseo de explicarse y la orden que le daban. Al fin, su voz, poco más que un suspiro, dijo:

– Alrededor de cuarenta y cinco mil.

– No es suficiente -repuso Parker-. Vine aquí para buscar setenta y tres mil.

– Ése no es el problema -contestó Dulare. Su atención seguía fija en Simms.

– Sí lo es -le dijo Parker-. Y es su problema también porque Lozini está muerto y ya se ha declarado la guerra entre usted y Buenadella.

Todos lo miraron.

– ¿Al está muerto? -preguntó Dulare-. ¿Cuándo?

– Lozini no estaba seguro -respondió Parker- si el tipo que estaba actuando a sus espaldas era Buenadella o usted. Fue a preguntárselo a Harold Calesian, y Calesian lo mató.

– ¿Ese policía?

– El cuerpo está en el apartamento de Calesian -dijo Parker-. Calesian y Buenadella van a decir que fui yo quien lo mató.

Dulare lo miró atentamente.

– ¿Qué propósitos tiene? -le preguntó-. ¿Qué es lo que quiere?

– Mi socio y yo -dijo Parker- fuimos a hacer un trato con Buenadella. Cuando salíamos, hirieron a Green. Me enviaron un mensaje comunicándome que todavía estaba vivo y que podía ir a buscarlo. Me enviaron un dedo para probar que no estaba muerto.

– ¿Buenadella? -Dulare sacudió la cabeza-. Dutch no haría una cosa así. Ni siquiera se le ocurriría.

– Pero sí a Calesian -respondió Parker-. Desde que las cosas se pusieron difíciles, Buenadella se asustó. Ahora es Calesian quien dirige.

– Calesian no puede dirigir nada -repuso Dulare.

– Pero, Ernie -dijo Faran-, eso parece de su estilo. Un dedo por día, eso sí se le ocurriría a Harold.

– Puede ser -contestó Dulare. Se volvió hacia Parker y le preguntó-: Y bien, ¿qué es lo que quiere?

– Setenta y tres mil dólares y a mi compañero. Ustedes tienen gente. Quiero que me faciliten hombres para ir a casa de Buenadella. Rescato a Green, exijo mi dinero y me voy.

Dulare negó con la cabeza:

– Imposible.

– ¿Por qué no? De todos modos, usted y Buenadella ya están en guerra.

– No, no estamos en guerra. Ahora mismo llamaré a Dutch y le diré que todo seguirá igual, él en su zona y yo en la mía. -Dulare sonrió, y añadió-: No intentará nada contra mí. Soy tan viejo como Al y tengo tanto poder como él.

Parker repuso:

– Usted no va a dejar a mi compañero allí, ni va a impedir que me devuelvan mis setenta y tres mil.

– No pienso mover ni un dedo -contestó Dulare-. Si Al está muerto, no habrá más problemas. Me importa un comino Wain y me alegro de que Farrell ya esté comprado de antemano. Todo lo que usted me trae son buenas noticias.

– Está cometiendo un error -comentó Parker.

Faran, con gesto preocupado, dijo:

– Ernie, quizás debiéramos…

– No haremos nada -respondió Dulare. Y volviéndose a Parker con expresión pétrea, agregó-: Sus problemas son sólo suyos. Y si sigue mi consejo, váyase de Tyler en el primer vuelo. No importa a dónde.

– Acaba de perder un hogar -dijo Parker, y se fue.

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