IX

Parker se acomodó en el escritorio de su habitación para contar el dinero robado. Novecientos billetes del New York Room y trescientos de la fábrica de cerveza eran el resultado de la operación. Los recibos de las tarjetas de crédito y los cheques los habían arrojado al río. El restaurante nunca recuperaría la pérdida, pero la fábrica podría pedir nuevos cheques, al menos a algunos de sus clientes… Pero sería una operación larga y costosa, además de molesta.

La única luz de la habitación procedía de una lámpara de mesa encendida junto al brazo de Parker. A su derecha, las persianas venecianas dejaban pasar ocasionalmente una ligera brisa; estaban levantadas de modo que dejasen entrar aire y permitieran ver el cielo negro con su delgada luna, y, asimismo, vigilar el iluminado desierto que era la London Avenue. La cama todavía estaba hecha y dos cazadoras oscuras con cremalleras descansaban sobre ella. Parker contaba lentamente, separando y alisando los billetes con dedos poco hábiles, y formaba dos montones iguales. En su rostro no había expresión alguna, como si su mente estuviera trabajando en otras ideas tras el proceso mecánico de contar.

Grofield salió del baño, rascándose, bostezando y pellizcándose las mejillas.

– Lana -decía-. No sé cómo los esquiadores pueden soportar esto.

Parker terminó de contar los billetes.

– Cuatrocientos sesenta y cinco para cada uno -dijo.

– Por Dios -respondió Grofield-. Y pensar que hay quien cree que el crimen no paga.

– Deberíamos hacer una más esta noche -sugirió Parker.

– ¿Una más? ¿Qué hora es?

– Cuatro menos cuarto.

– A esta hora Lozini ya debe de estar enterado -dijo Grofield-. Debe de tener a sus hombres batiendo todas las calles.

– No puede vigilar toda la ciudad -contestó Parker. Abrió un cajón del escritorio y sacó las notas que había traído su amigo de la biblioteca-. ¿Alguna idea?

– Veamos.

Parker se puso en pie y Grofield fue a ocupar su lugar en el escritorio. Mientras éste revisaba las notas, Parker fue a la ventana. Movió los postigos de modo que pudiera ver bien la calle.

Tyler era una ciudad cuidada; la brisa sobrevolaba las calles limpias. Las luces blancas refulgían en el pavimento amplio y solitario de la London Avenue; la planta baja de las casas se podían ver perfectamente, pero los pisos superiores se escondían en la más total oscuridad. No se oía el menor ruido, ni siquiera cuando el sedán negro pasó de derecha a izquierda lentamente. La gran pancarta en la que se leía «Farrell para alcalde» se agitaba en la brisa, hacia la derecha. ¿Cuál era el nombre del oponente de Farrell? Wain. Parker permaneció inmóvil mirando por las ranuras horizontales la ciudad dormida. No se sentía conectado a ella; había crecido en circunstancias muy diferentes.

– Lo tengo -dijo Grofield.

Parker se volvió.

– Garaje Midtown -prosiguió Grofield-. Es un edificio para aparcamientos, de cuatro pisos, abierto las veinticuatro horas. La noche del viernes seguro que hacen buena recaudación, todo en efectivo, y todo allí todavía.

– ¿Dónde queda?

Grofield hizo un gesto hacia la ventana.

– A dos manzanas de aquí, en la London. Podemos ir caminando.

– Iremos en coche -dijo Parker-. Entramos en coche, salimos en coche. Para eso están los garajes.

– Está bien. -Grofield metió las notas en el cajón y vaciló-. ¿El dinero también?

– ¿Por qué no?

– Está bien. -Grofield puso los dos montones de billetes en el cajón encima de las notas, lo cerró y se puso en pie.

Una vez que se hubieron puesto las cazadoras, Parker miró la habitación para ver si olvidaban algo.

– Vamos -dijo.

Bajaron al vestíbulo por la escalera en vez de llamar al ascensor. Al pie de la escalera, un pequeño pasillo los conducía al tranquilo vestíbulo, pero giraron a la derecha, hacia una pequeña salida lateral que había junto al bar del hotel. Ya habían hecho este recorrido dos veces esa misma noche y no habían tropezado con ningún empleado del hotel.

La salida lateral daba a una estrecha calle en la que se alineaban almacenes y discotecas. A la izquierda estaba la Avenida, brillantemente iluminada, pero las calles laterales aún tenían las viejas farolas, menos brillantes y más espaciadas.

Parker y Grofield caminaron una manzana y media, alejándose de la London Avenue y del hotel, y se detuvieron ante un Buick Riviera que en la oscuridad parecía vagamente marrón. En el interior de las tiendas había la iluminación habitual, pero ya habían apagado las luces de los escaparates. Tampoco se veían faros de automóviles, ni ningún peatón.

Parker sacó del bolsillo una docena de llaves en un aro de metal y comenzó a probarlas en la puerta del Buick. La quinta funcionó; abrió y se deslizó rápidamente adentro, cerrando tras de sí para apagar la luz interior. Después se inclinó para abrirle la otra puerta a Grofield.

Fueron por las calles laterales hasta que llegaron a la parte trasera del garaje, de manera que accedieron a él desde una dirección opuesta a la del hotel. No había nada de tráfico cuando entraron en la Avenida, pero en ese momento observaron que se acercaba un coche patrulla y un par de coches más circulaban lentamente con dos ocupantes cada uno.

Grofield dijo:

– Tu amigo Lozini no pierde el tiempo para organizarse.

Parker, que recordaba a Lozini al mando de la jauría que lo había perseguido en el parque de atracciones, dijo:

– No es estúpido; es demasiado impaciente. Se precipita demasiado y las cosas le salen mal.

– Entonces sí es estúpido -afirmó Grofield.

– Exacto.

El Garaje Midtown era un edificio de ladrillos oscuros, cuadrado y funcional, con grandes ventanas sin cristal en todos los pisos. Un letrero vertical de neón entre el segundo y tercer piso anunciaba el nombre del sitio, con la palabra «estacionamiento» debajo, como un subrayado. Bajo el cartel, en medio de la fachada del edificio, estaba la entrada, una ancha calle dividida en el medio por una cabina donde se entregaban los billetes al entrar y donde se pagaban al salir.

Un muchacho negro delgado y adormilado, de unos diecinueve años, estaba al cargo de la cabina y se mantenía despierto a base de escuchar música rock que provenía de una emisora mal sintonizada en una radio de plástico blanco. Estaba sentado en un banco, con los codos apoyados en un mostrador alto y miraba con ojos soñolientos el cristal que lo separaba de la calle. Cuando Parker enfiló el Buick hacia la entrada y se detuvo frente a la cabina, el muchacho reaccionó con la mayor lentitud; le llevó un buen rato separar un billete del montón, y un rato más largo aún marcarlo en el reloj que había sobre el mostrador. Parker, mientras esperaba, mantenía la vista puesta en el espejo retrovisor y vio pasar de nuevo, en dirección opuesta, al coche patrulla. Le pareció que las dos caras se habían vuelto a mirarlos. Observaban a los extraños, esperaban que sucediese algo más.

A su lado, Grofield estudiaba la pared de la derecha. Parker le había echado una sola ojeada al entrar, pero era posible que allí estuviera la oficina. En una pared con azulejos, una puerta metálica estaba flanqueada a un lado por un tablón de anuncios con carteles de la policía local y la estatal, y al otro lado por una ventana de cristal grueso que mostraba un interior de paredes amarillas.

– Aquí tiene.

Parker cogió la entrada, puso el Buick en marcha y comenzó a subir lentamente por la espiral que formaba el interior del edificio. Dentro no había pisos separados, sino una sola rampa de pronunciada inclinación que llevaba de un nivel a otro y sobre la que las líneas blancas marcaban los sitios donde aparcar.

El interior estaba en su mayor parte vacío, con algún coche aparcado con la parte delantera dirigida a la pared exterior o a la división central. Parker siguió la curva de la rampa hacia arriba hasta que estuvieron fuera de la vista de la cabina. Después detuvo el Buick junto a la pared interior y apagó el motor. El silencio que siguió pareció pesado y lleno de ecos.

– No me gusta todo ese despliegue en la calle -dijo Grofield.

– ¿Quieres que suspendamos el asunto?

– No. Pero convendría asegurarnos de tener tiempo al final.

– Lo tendremos.

Salieron del coche. Los dos llevaban pistolas en los bolsillos de sus chaquetas; Parker, una Colt Detective Special calibre treinta y dos, y Grofield, una vieja Beretta Cougar calibre trescientos ochenta. Bajaron la rampa con las manos en los bolsillos y vieron al muchacho que seguía cabeceando en la cabina, mirando a la calle. El estruendo de la radio anulaba cualquier otro sonido.

No había actividad en la calle. Llegaron a la puerta metálica de la oficina, y mientras Grofield comprobaba la cerradura, Parker observaba al muchacho en la cabina; estaba más dormido que despierto, totalmente ajeno a su presencia.

– Cerrada -dijo Grofield.

Parker se acercó a la ventana y miró hacia el interior. Desde el coche, todo lo que había podido ver era la pared amarillenta, pero ahora podía ver los dos escritorios, el archivo, un armario de madera abierto y un hombre con pantalones verdes y camisa de trabajo sentado ante uno de los escritorios, con los pies levantados, leyendo el Playboy. Era bajo y grueso, con aspecto de italiano, con pelo negro y dedos gordezuelos. Era el típico habitante de un garaje y tendría unos cuarenta años.

Bien. Lo suficientemente mayor como para ser sensato, como para no caer en el pánico, ni en el deseo de ser un héroe.

A la derecha, detrás del tipo que estaba al escritorio, había una segunda ventana que daba a la calle. Parker la vio, se acercó a Grofield, sin que el hombre de la oficina lo viera, y le dijo:

– Ve por la ventana lateral. Cuando yo te indique, muéstrale el arma.

– Está bien.

– Y dime si hay alguien afuera.

Grofield salió apresuradamente a la calle y dio la vuelta a la esquina. Parker volvió a la ventana, desde donde podía ver al hombre de dentro, y luego se dirigió a la otra ventana. Echó una mirada al chico de la cabina, que seguía cabeceando al compás de la música, ajeno al mundo que le rodeaba.

Grofield apareció por la otra ventana. Parker lo vio mirar en ambas direcciones; luego hizo un gesto afirmativo al ver que Grofield le aseguraba que gozaban de privacidad. Comprobó por última vez que el muchacho seguía dormido y sacó su Colt del bolsillo. Se paró en medio de la ventana y golpeó con el arma el cristal.

Tuvo que hacerlo dos veces antes de que el hombre que estaba dentro mirase, y entonces su reacción fue tal que se hubiera pensado que estaba sufriendo un ataque al corazón. Tenía las piernas cruzadas sobre el escritorio, mostrando unas gastadas botas de trabajo; ahora sus pies se sacudieron, levantó los brazos y la revista salió volando hacia el otro lado de la estancia. La silla vaciló a punto de caerse hasta que quedó apoyada en sus cuatro patas.

El arma estaba en la mano derecha de Parker. Hizo una seña a Grofield para que éste sacase su arma y a la vez para llamar la atención del hombre, que ahora estaba sentado muy derecho en la silla, con los pies en el suelo y los brazos a los lados mientras miraba con la boca abierta la pistola en el puño de Parker.

Durante un largo momento no sucedió nada. Grofield había sacado su Beretta y la sostenía cerca de su cintura, ocultándola del lado de la calle. Parker se quedó donde estaba, con el revólver apuntando hacia adentro y el dedo señalando a Grofield. Y el hombre seguía inmóvil, como un mono drogado del zoológico, con los ojos fijos en el círculo negro del cañón del revólver.

Entonces Grofield golpeó el cristal con su propia pistola. La cabeza del hombre giró, como si una mano invisible hubiera bajado y le hubiera obligado a torcer el cuello, y cuando vio a Grofield y su arma, alzó lentamente los brazos por encima de la cabeza.

Parker volvió a golpear. El hombre, con los brazos en alto, se volvió y miró. Parecía más atónito que asustado, como si el despliegue de las armas le hubiera robado la capacidad de pensar. Con su mano libre, Parker señaló la puerta cerrada. El hombre siguió sentado en su sitio, parpadeando. Parker volvió a señalar e hizo un gesto con la pistola invitándole a moverse. Precipitadamente el hombre se puso en pie y caminó, sobre sus piernas débiles, hacia la puerta.

Parker esperó a que hubiera llegado; luego se deslizó a la izquierda, de modo que cuando la puerta se abrió pudo entrar y cerrar tras de sí de inmediato.

– Tranquilo -dijo.

– De acuerdo -contestó el hombre. Era como si Parker hubiera hecho una observación descabellada, pero el hombre estuviera dispuesto a no discutir con él bajo ningún concepto-. De acuerdo, de acuerdo -repitió. Tenía aún los brazos levantados, pero daba débiles palmadas en el aire, como si tratara de sosegar a un oponente iracundo.

– Baje los brazos -le dijo Parker-. No se busque complicaciones.

– Perfecto -contestó el hombre. Sus brazos quedaron todavía alzados-. Yo trabajo aquí, eso es todo -dijo.

– Bájelos.

El hombre parecía asombrado y dirigió una mirada a sus manos. Parecía una escena de una comedia, excepto que el hombre estaba muy serio.

– Ah, sí -balbuceó y dejó caer los brazos-. Estaba… estaba distraído.

– Las ganancias del día -ordenó Parker-. Búsquelas y démelas.

– Por supuesto -respondió el hombre-. Naturalmente. -Dio un paso hacia atrás y caminó de lado. Sin querer apartar la vista de Parker y del arma, empezó a hablar con una especie de euforia histérica-: Siempre me despisto -decía-. Me pasa siempre, me aturdo por cualquier cosa, yo… Con mi esposa, por ejemplo. Ella es muy nerviosa, ¿sabe?, y me confundo…

Había llegado al fichero. Ahora tuvo que desviar su atención de Parker mientras buscaba las llaves en el bolsillo. Era evidente que no le resultaba fácil. Buscó una y otra vez en el mismo bolsillo.

– Tranquilícese -dijo Parker-. Nadie va a hacerle daño.

– Bueno, sí -balbuceó el hombre-. Es lógico. Quiero decir, usted… viene por el dinero, ¿no es cierto? -Al fin acertó a buscar en otro bolsillo y encontró las llaves.

– Exacto -contestó Parker. Echó una mirada a Grofield, que vigilaba la calle. Sus ojos se encontraron y Grofield asintió; todo seguía en orden.

El hombre del garaje aún continuaba aturdido. Las llaves tintineaban mientras trataba de recordar cuál debía usar. Al fin la encontró; no pudo meterla, casi dejó caer todo el llavero con diez o más llaves; se recobró y abrió el fichero. Luego abrió el cajón superior y sacó dos cajas verdes de metal del tamaño de dos pequeñas cajas de herramientas. Las depositó en el suelo, cerró el fichero, levantó las dos cajas y fue hacia Parker. Caminaba inclinado por el peso. Con una sonrisa de disculpa en la cara, dijo:

– No tengo las llaves de éstas. Cuando viene el señor Joseph, él…

– Está bien -respondió Parker-. Ahora salgamos de aquí.

El hombre pareció sorprendido.

– ¿Qué? Creí que ustedes querían… -Hizo un gesto con las dos cajas.

– Usted mismo las llevará al coche -le indicó Parker-. Vamos a salir de aquí, usted delante, y subirá la rampa. No se vuelva a mirarme, no trate de hacerle ninguna señal al chico de la cabina y no hable.

– Escuche -dijo el hombre. Se había concentrado para explicar algo muy importante, como si Parker fuera un agente fiscal-. No creo que pueda hacerlo -continuó.

– Podrá hacerlo -aseguró Parker. Se guardó el Colt en el bolsillo de la chaqueta, manteniéndolo apuntado. Con la otra mano cogió el pomo de la puerta.

– No sé -balbuceó el hombre. La transpiración le cubría la frente-. Las piernas no me sostienen, no sé si podré…

– Muévase -le ordenó Parker, y abrió la puerta.

Parpadeando, temblando, tropezando por momentos, el hombre cruzó delante de Parker y salió. Parker lo siguió, dejando que el cerrojo se cerrara por dentro.

Nada había cambiado afuera: el muchacho dormido, la música, nadie por los alrededores. Parker se mantenía unos pasos atrás y siguió al hombre que subía la rampa con el dinero. Dejaron atrás al Buick y continuaron hasta un Volvo en un nivel superior.

– Deténgase ahí -dijo Parker.

El hombre se detuvo.

– Deje las cajas. Abra la puerta trasera.

El hombre depositó en el suelo las cajas de metal, que hicieron un pequeño ruido sobre el piso. Parker se colocó rápidamente tras él. El hombre comprobó la puerta y Parker sacó el Colt del bolsillo dándole la vuelta.

– Está cerrada -dijo el hombre. Parker le golpeó detrás de una oreja.

No fue suficiente. El hombre se desplomó hacia adelante, sobre el coche, suspirando como si fuera un globo, pero no cayó. Sosteniéndole con una mano apretada sobre su espalda, Parker volvió a golpearle y esta vez cayó desarticulado, a un lado del Volvo. Parker no deseaba que nadie muriese; los robos podrían mantenerse como una cuestión privada entre él y Lozini, pero el asesinato sería una complicación.

Llevando las cajas metálicas, Parker descendió la rampa hasta el Buick, donde encontró a Grofield ya esperándole, algo preocupado.

– El coche de la policía volvió a pasar -le dijo-. No podía continuar fuera, así que entré.

– Todo está en orden -aseguró Parker.

Entraron en el Buick, pusieron las cajas metálicas en el suelo, junto a los pies de Grofield, y Parker condujo hasta la cabina, donde le dio al muchacho la entrada del aparcamiento y un dólar.

– Guarda el cambio -le dijo, y salió, aunque tuvo que esperar un instante a que pasara un Sedán oscuro muy lento. Los dos hombres que iban dentro miraron hacia el garaje y siguieron.

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