XXII

Paul Dunstan se había levantado ese día a una hora poco habitual para ser domingo. Había decidido madrugar a las nueve de la mañana porque dos compañeros de trabajo habían quedado en pasar a recogerlo a eso de las diez para pasar el día en la playa. Procuraba levantarse siempre con tiempo suficiente para ocuparse de la limpieza y detalles de su apartamento. Estos momentos le resultaban especialmente gratos y tranquilos, y sólo serían perturbados durante unos instantes por la visión de un cheque, aún en su sobre, sobre la mesilla de la puerta de entrada. Lo había recibido el día anterior y mañana lo cobraría.

Odiaba esos cheques; eran lo único que le recordaba a sus años de policía en Tyler, a trescientas millas de aquí. Había tirado uno, pero había sido peor, recibió una tonelada de cartas de la oficina de Tyler, donde le preguntaban si lo había recibido, qué había hecho, con él, cuándo lo cobraría. Un solo recuerdo por mes ya era bastante malo, así que cobraba todos los meses en cuanto lo recibía, se metía en el bolsillo los siete dólares y trataba de no pensar más en el asunto.

Dunstan tenía veintinueve años y una pensión de siete dólares por los cuatro años que había estado en el cuerpo de policía de Tyler. Ahora tenía un trabajo nuevo, una vida nueva en una nueva ciudad y todo lo que le pedía al pasado era que quedara tranquilamente oculto en el pasado.

En una época había pensado que llegaría a pasar toda su vida en la policía, aun cuando no había entrado en ella por su gusto. El ejército había hecho de él un policía militar durante sus tres años de servicio, después de prepararlo como ingeniero de refrigeración, el campo que él había elegido. Después del ejército había tenido una cantidad de empleos pocos satisfactorios antes de entrar en el cuerpo de policía de Tyler y había encontrado el trabajo de policía fácil y acorde con su personalidad. Casi todo el tiempo. Y hasta era un buen asunto.

Él y Joe O’Hara habían sido compañeros durante dos años, hasta el problema del Parque de Atracciones Isla Feliz. Antes de eso, Dunstan había aceptado el soborno sin demasiados reparos, ya que no se le pedía más que cerrar los ojos de vez en cuando, pero el problema del parque de atracciones lo había cambiado todo. Había presenciado el intento de asesinato, había visto gente muerta, había tenido que caminar con el arma del ladrón en su nuca, y una vez que todo eso pasó, había presentado su dimisión. No porque O’Hara se hubiera puesto como una fiera con él y le hubiera gritado que era un cobarde; eso no había significado más que un estallido de cólera de O’Hara contra su propio miedo e impotencia. Y no por la fría ira que había visto en los ojos de ese viejo, Lozini; ¿qué le importaba a él la cólera de un sujeto como Lozini? Había sido su propia actitud ante sí mismo la que había decidido el cambio. Supo de pronto que no podría vivir más de ese modo contradictorio, siempre en los límites de la ley, respirando hipocresía.

De modo que había abandonado la policía y se había marchado de Tyler. Había encontrado aquí un empleo en una empresa que instalaba aire acondicionado central en edificios de oficinas, es decir, el tipo de trabajo para el que se había preparado al entrar en el ejército. Tenía un buen trabajo, buenos amigos, una buena vida y algunas novias en este par de años. Si no fuera por el absurdo de la paga mensual de siete dólares ni siquiera volvería a pensar en Tyler.

¿Qué podía hacer con los cheques? Nada. ¿Mudarse y no dejar su nueva dirección? Casi imposible en este mundo organizado; significaría una quiebra absoluta de su vida. En realidad, era más fácil cobrar el cheque todos los meses, gastarse los siete dólares y tratar de no pensar nada al respecto.

A las nueve cuarenta se vistió. Envolvió su traje de baño en una toalla, y estaba colocando la toalla en la mesilla junto a la puerta, al lado del cheque, cuando sonó el timbre del apartamento. Miró su reloj, sorprendido: las diez menos diez. Harry nunca llegaba temprano. Abrió la puerta, y no era Harry. Era un tipo sonriente y seguro de sí mismo con una bolsa de papel que sostenía delante de él con una sola mano.

– ¿Paul Dunstan? -preguntó.

Era un rostro vagamente familiar. ¿Era realmente alguien de Tyler, o sería una asociación de ideas provocadas por haber estado pensando en el cheque? Respondió: -Sí.

– Lo lamento -dijo el sujeto, sonriendo, y al parecer realmente apenado-, pero no sé qué le habrá contado O’Hara.

Y cogió con la otra mano la bolsa de papel.

Las reacciones de Dunstan eran más lentas que cuando había estado en la policía. No se movió hasta que el revólver con silenciador comenzó a emerger de la bolsa de papel. Y entonces ya era demasiado tarde.

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