Del aeropuerto La Guardia, en Nueva York, sólo salen diariamente tres vuelos con rumbo al aeropuerto nacional de Tyler. Stan Devers, tras haber disfrutado de una noche en compañía de una muchacha que había conocido en Manhattan, tomó un taxi, hacia las once, con la intención de llegar con la suficiente antelación para coger el segundo de los vuelos, a las doce de la mañana.
Stan Devers tenía poco menos de treinta años; era musculoso, sonriente y seguro de sí mismo, con una mandíbula fuerte y pelo rubio rizado. Caminaba con pasos largos y elegantes, y su aspecto era de franca honradez, quizá demasiado evidente como para ser cierto. Desde que tenía uso de razón había sido un nadador contra corriente, un rebelde sin causa, un contestatario de los valores aceptados por la estólida sociedad constituida. Había sido expulsado de dos colegios y de una universidad (donde previamente lo habían expulsado de la asociación de estudiantes), había sido despedido de la mayoría de los trabajos que había tenido, pero, en cambio, había sobrevivido a casi tres años y medio de enrolamiento en el Ejército del Aire, antes de introducirse en el negocio que lo había marginado para siempre de la sociedad establecida.
Había sido empleado de oficina en las Fuerzas Aéreas, en el departamento de finanzas, en una base en donde los pagos se efectuaban en efectivo, cosa que ya no sucedía en ningún otro sitio. Había buscado la manera de apropiarse del dinero de la paga de un mes y se había asociado con algunos ladrones profesionales para lograr el objetivo; entre ellos estaba Parker. Habían logrado apoderarse del dinero, pero luego las cosas se habían complicado y la policía llegó a enterarse de la conexión de Devers con los ladrones. Había tenido que huir, y Parker se lo recomendó a Handy McKay, en Presque Isle, donde había terminado su aprendizaje de ladrón profesional. En los últimos cinco años había participado en seis robos, con éxitos variados, incluyendo uno con Parker el año pasado, un robo de cuadros que había salido mal, sin provecho para nadie. Desde entonces llevaba a cabo algunos hurtos menores con otra gente, pero nada que lo tranquilizase respecto al dinero. Por eso se había sentido feliz al oír de nuevo la voz de Parker, a pesar de la advertencia crítica de éste de que no se trataba de un trabajo común.
La chica del mostrador del aeropuerto pareció sorprendida de que Devers sacara un billete de ida solamente. En los últimos cinco años nunca había sacado billetes de ida y vuelta, y creía que nunca volvería a hacerlo. En cierto modo, eso simbolizaba el tipo de vida que llevaba: nunca volver a nada, ir siempre hacia adelante.
El vuelo del mediodía, en un lunes de verano y a una ciudad de tercera en el interior, no contaba con muchos pasajeros. Los turistas habían viajado el fin de semana, los que viajaban por negocios lo habían hecho en el primer vuelo, y todos los que quedaban eran casos raros como Stan Devers. En la sala de espera vio no más de doce pasajeros, en sillas de plástico, todos observando a través de los grandes ventanales el avión blanco, y esperando que llegara el momento de subir a bordo. Por supuesto, faltaban quince minutos todavía, pero dudaba de que viniera mucha gente más.
Llevaba un maletín negro y un impermeable del mismo color. Ambas cosas contenían todo lo que necesitaba para viajar. Cogió el billete que le devolvía el empleado de la puerta y caminó hasta las sillas; escogió una que le permitía ver por igual las ventanas y la puerta de entrada. Cinco minutos después, vio a un enorme hombre calvo que llegaba y le entregaba su billete al empleado, y sonrió. ¿Qué razón tendría ese hombre-montaña para ir a Tyler en esta hermosa mañana, si no fuera otro miembro del equipo de Parker?
Dan Wycza cogió el billete que le devolvía el empleado, le dio las gracias y fue hacia la sala de espera, buscando un asiento apartado de los otros viajeros. Vio una especie de sonrisa que le dirigía alguien situado en una de las paredes laterales, la ignoró y se sentó en una silla junto a las ventanas. Puso la vieja maleta en el suelo, desdobló la vieja revista que estaba leyendo y siguió con el artículo sobre los efectos nocivos que tenía para la piel el exceso de sol.
Hacía unos diez años que Wycza no veía a Parker, desde que en una ocasión habían formado una banda para robar, en una ciudad entera, bancos, joyerías y todo tipo de negocios. Copper Canyon, North Dakota. Habían armado un gran alboroto en esa ciudad, más de lo que se habían propuesto. Desde entonces, Wycza había desempeñado distintos trabajos, aunque ninguno de ellos tan grande y espectacular como aquel asunto en Copper Canyon, pero habían bastado para su alimentación de yogur y germen de trigo. Cada vez que las cosas se ponían mal volvía a su viejo oficio de luchador, pero, si podía elegir, prefería el robo a mano armada. Siempre era mejor recibir el pago en miles que en cientos.
Sintió unos ojos clavados sobre él. Era muy sensible a eso, por su tamaño y por su completa calvicie; era sensible á las miradas y no le gustaban. Miró a su alrededor, irritado, y vio al tipo joven que estaba contra la pared. Le sonreía como si supiera algo. Y no desviaba los ojos cuando Wycza lo miraba. Al fin fue Wycza quien dio la vuelta a la cabeza y trató de seguir leyendo.
Ése era el único temor de su vida, el miedo a ser arrestado. ¿Sería posible que aquel joven fuera un policía, que hubieran salido a la superficie algunos de sus viejos trabajos y ahora estuviera en la lista de los buscados? No sería la primera vez que un fisonomista estudiaba las fotos e iba a sentarse a la sala de espera de un aeropuerto.
Con precaución, Wycza miró a su alrededor, pero no pudo ver a nadie más que pareciese policía. Sólo ese payaso sonriente que seguía mirándolo.
¿Estaba esperando el aviso de subida a bordo? ¿Esperaba para agarrarlo en el momento en que se dirigiese al avión?
Wycza, de pronto, deseó haber traído una pistola, a pesar de las revisiones a bordo.
Nunca lo habían atrapado, nunca había pasado una sola noche preso, y quería que las cosas siguieran así. Porque sabía que en la cárcel se moriría. Un año, dos años como máximo, y Dan Wycza dejaría de existir.
Había cosas que necesitaba para seguir viviendo, cosas distintas de la comida y el alojamiento y la ropa que podía proporcionarle la prisión. Por ejemplo, ejercicio. Necesitaba poder correr, correr varios kilómetros al día. Necesitaba poder trabajar en los gimnasios cada vez que le apeteciera. Tenía que seguir usando su cuerpo, o éste se secaría y moriría, eso lo sabía con absoluta certeza.
Y mujeres. Necesitaba a las mujeres casi tanto como necesitaba el ejercicio. Y comidas especiales: carne, leche y hortalizas, todo cocinado a la perfección y no hervido hasta que perdiera todo su valor nutritivo. Y suplementos a la comida: vitaminas y minerales, y proteínas.
En la cárcel no podría vivir. En la cárcel no podría hacer sus ejercicios, al menos no como él deseaba. Y no habría mujeres, ni la comida o las píldoras que necesitaba. En la cárcel se ablandaría, sus dientes se aflojarían, sus músculos se arrugarían, todo su cuerpo se volvería una ruina y empezaría a pudrirse antes de morir.
No tenía intenciones de ir a la cárcel. Si se trataba de eso, si se trataba de eso aquí y ahora, no iba a ir preso. Hay dos modos de morir, el rápido y el lento, y él prefería el rápido. No iría a la cárcel porque antes tendrían que cogerlo, y antes de cogerlo, tendrían que matarlo.
Movimiento. Wycza levantó la cabeza, y pudo ver reflejado en la ventana que tenía enfrente al joven, que venía hacia él. Wycza dobló cuidadosamente su revista y la guardó en el bolsillo de la chaqueta. Cada músculo de su gigantesco cuerpo estaba tenso.
El joven pasó entre grupos de sillas de plástico y se detuvo frente a la ventana, a la derecha de Wycza, mirando el avión. Wycza mantuvo la cabeza baja, observando al tipo entre las cejas, y un minuto después el tipo se volvió hacia él y le sonrió alegremente:
– Hola.
Wycza levantó la cabeza. Se sentía furioso y su aspecto no era nada apacible.
– ¿Qué pasa? -preguntó.
El joven no parecía contrariado. Sin dejar de sonreír, le respondió:
– Me pregunto si usted conoce a un amigo mío en Tyler.
¿Qué era esto? Arrugando la frente, Wycza dijo:
– No, no conozco a nadie en Tyler.
– Este amigo mío se llama Parker -contestó el joven.
Un policía. Definitivamente.
– Nunca oí hablar de él -dijo Wycza.
– Vive en Elm Way -informó el joven.
– No sé de qué me habla -respondió Wycza.
La expresión del joven comenzó a cambiar; le invadía la duda.
– ¿Está seguro? Hubiera jurado que usted iba a ver a mi amigo.
– Yo no, amigo -contestó Wycza-. Se ha equivocado.
El tipo meneó la cabeza, obviamente confundido.
– Bien, entonces lo siento -se disculpó-. Siento haberlo molestado.
– No se preocupe.
El tipo pareció decidido a irse, y Wycza buscó su revista en el bolsillo. Pero de pronto el tipo soltó una risa y se volvió, sonriéndole ampliamente a Wycza.
– Pero, claro -decía.
¿Y ahora qué? Wycza esperó, sin decir nada.
El tipo se acercó más, se inclinó de modo que nadie pudiera oír lo que iba a decir, y susurró:
– Usted creyó que yo era un policía.
Wycza seguía creyéndolo.
– No sé de qué diablos me está hablando -repuso.
El tipo se sentó en el asiento que estaba a la derecha de Wycza y en voz baja, pero excitado, dijo:
– Me llamo Devers, Stan Devers. ¿Parker nunca le habló de mí?
– Ya le dije antes…
– Espere un minuto -dijo Devers; si es que ése era su nombre-. ¿No le dijo Parker que vendría más gente? ¿No le parece lógico que haya más de uno en este vuelo? Yo trabajé con Parker dos veces antes de ahora. Soy el que preparó el trabajo de la base aérea hace cinco años. ¿Nunca oyó eso?
– Está equivocado -contestó Wycza, pero ya no estaba tan seguro. No sabía nada de ningún trabajo en una base aérea, pero la voz de Devers tenía cierto tono de sinceridad.
– El otro -continuó Devers, siempre rápido y en voz baja- fue un robo de cuadros el año pasado. Trabajamos con, eh, Ed Mackey. ¿Lo conoce?
– No.
– Handy McKay.
Ese nombre sí lo conocía Wycza. También sabía que McKay se había retirado hacía unos años. Con lo que él creía que era una gran astucia, preguntó:
– ¿Usted trabajó con Handy McKay el año pasado?
– No sea tonto -respondió Devers-. Está retirado en su restaurante en Presque Isle, Maine. Me refugié en su casa cuando pasé a la ilegalidad… ¿Quiere que se lo describa? Estruja los cigarrillos en los labios.
Eso era cierto. Wycza sonrió de pronto, pero inmediatamente volvió a su seriedad.
– Usted habla bien -dijo.
– Usted es duro de convencer -comentó Devers-. ¿Qué más necesita?
Wycza quería creer al muchacho, pero la prudencia seguía amordazándolo.
– ¿Por qué habría de convencerme? ¿Para qué?
Devers se encogió de hombros.
– ¿Por qué no? Los dos vamos al mismo sitio por la misma razón. ¿Por qué no hablar y hacer un viaje agradable?
Wycza lo estudió un minuto más.
– Es un tipo extraño, Devers -dijo.
La sonrisa de Devers se amplió.
– Stan -le dijo, y tendió la mano.
Una vacilación más, breve esta vez. Después Wycza sacudió la cabeza y dijo:
– Sí, me parece que le creo. -Y tomando la mano de Devers, se presentó:
– Soy Dan Wycza.
– Dan y Stan. -Sonrieron los dos, y Devers añadió:
– Encantado de conocerte, Dan.
Fred Ducasse apenas si llegó a tiempo para el vuelo. Los pasajeros ya estaban subiendo al avión cuando él llegó al aeropuerto. Entregó su pequeña maleta en el mostrador y fue el último en subir a bordo.
Era un avión bastante pequeño, de una sola clase, con tres asientos a la izquierda del pasillo y dos a la derecha. Menos de la mitad de los asientos estaban ocupados, por lo que, aun a pesar de su retraso, Ducasse pudo elegir un sitio a su gusto. Prefería la parte trasera, de modo que se encaminó hacia allá por el estrecho pasillo, con el maletín delante de él.
A la izquierda, dos hombres conversaban distraídos, en voz baja. Uno de ellos era un tipo guapo de pelo rubio rizado, y el otro era un gigante calvo de alrededor de cuarenta años. Eran una pareja extraña, y Ducasse los miró con curiosidad mientras pasaba. El joven levantó la vista al mismo tiempo y por un segundo sus ojos se encontraron. A Ducasse, que desvió la mirada, le pareció como si el sujeto le interrogase con los ojos, como si se preguntara si lo había visto en alguna parte. Ducasse volvió a mirarlo, pero el otro ya no le observaba. Estaba concentrado en su conversación con el calvo y Ducasse estaba seguro de que nunca antes había visto a ninguno de los dos.
Estaba acomodándose en su asiento junto a la ventanilla, bien atrás, cuando el avión empezó a moverse. Un minuto después una azafata comenzaba a recordarles por el altavoz los avisos de seguridad. Ducasse se ajustó el cinturón, miró por la ventanilla mientras el avión despegaba y se hundió en sus propios pensamientos.
Esperaba que esta vez resultase algo bueno. Había estado viviendo con el dinero justo desde hacía un año y, definitivamente, necesitaba algo bueno, y lo necesitaba pronto.
Lamentaba un poco que fuera Parker otra vez. No es que tuviera nada contra Parker, o contra la capacidad de Parker; era sólo que Parker también parecía estar pasando una mala racha y Ducasse era lo bastante supersticioso como para desear en este momento asociarse con alguien que estuviera en una racha de suerte.
Había participado con Parker en dos asuntos el año pasado y los dos habían salido mal. Un robo a un almacén preparado por un tipo llamado Kirwan, y después un robo de un depósito de obras de arte en California, preparado por un imbécil llamado Beaghler. Ducasse y Parker habían participado en los dos y en ninguno habían sacado provecho. Luego Ducasse había participado en un robo a un furgón blindado y fracasó, y mientras tanto se enteró de que Parker estaba en el asunto de unos cuadros que también había fallado. De modo que había sido un mal año, y todo lo que esperaba Ducasse era que entre él y Parker no echaran a perder con su mala suerte este nuevo trabajo, cualquiera que fuese. Algo simple, eso es lo que quería, simple y limpio, y provechoso y rápido.
Mirando a la cabeza calva que sobresalía de un asiento más adelante, acunado por sus pensamientos, Ducasse se durmió y no despertó hasta que el avión aterrizó en Tyler.