VI

– Cuentan con una biblioteca excelente -dijo Grofield.

La muchacha que caminaba delante de él entre las estanterías giró su cabeza y lo miró por encima del hombro.

– Gracias -le respondió, como si él le hubiera alabado sus piernas, que, por cierto, estaban muy bien formadas.

Fueron a la sala de lectura, donde todas las mesas estaban vacías.

– No parece que resulte lucrativo el negocio -comentó él.

Ella soltó un suspiro dramático e hizo una mueca estudiada.

– Supongo que no puede esperarse otra cosa de una ciudad como ésta -contestó.

Oh, oh, pensó Grofield, conque es una de ésas. Su autoimagen: una rosa que crece en un estercolero. ¿Una rosa digna de cortar?

– ¿Qué otras ofertas hay en una ciudad como ésta? -preguntó.

– Nada. Aquí estamos.

En un pequeño despacho había un ajado aparato de lectura de microfilms sobre una mesa, con una silla de madera enfrente. Sonriendo, Grofield dijo:

– Muy bonito.

Ella sonrió, halagada, y él supo que tenían criterios artísticos muy similares.

– Tendría que ver la sección de discos -dijo ella.

– ¿Sí?

– Es espantosa.

La observó dudando por un sólo segundo, pero su expresión le indicó que en realidad no le había insinuado que buscaran un rincón tranquilo donde poder abrazarse. La idea, en realidad, ni siquiera se le había ocurrido; era una chica decente y muy simple, propia de la ciudad y la biblioteca.

Perplejo y con la intención de no ofender los sentimientos de la muchacha, siguió interpretando su papel, sin dobles intenciones.

– Pero debe de haber algo que hacer cuando llega la noche.

Ella arrugó los labios para manifestar su disgusto; todos sus movimientos y expresiones estaban demasiado estudiados, como si todavía no hubiera logrado dar con su verdadera personalidad.

– Todo el mundo ve la televisión -contestó.

– Le diré lo que haremos. No sé si esta noche estaré ocupado debido a unos negocios, pero déme su teléfono y si estoy libre la llamaré. Y veremos qué tiene para ofrecernos esta vieja Tyler.

– Oh, esta noche no puedo -respondió ella exagerando el sentimiento de desdicha.

«Es lo mismo», pensó él.

– Quizá otro día de la semana -le dijo.

– Está bien, perfecto. -Muy despierta-. ¿Quiere anotarlo?

No se dio cuenta de qué era lo que quería que anotara:

– ¿Eh?

– Mi número.

– ¡Ah! Por supuesto. -Sacó el bolígrafo y la agenda y se quedó en una posición que recordaba a la del reportero de Primera Plana-. Dispare.

Le dictó siete números y él los escribió. Ella agregó:

– Lamento de verdad que no pueda ser esta noche.

– Bueno, es usted demasiado bonita -dijo él-. No podía esperar que estuviera libre, especialmente la noche del viernes.

Se volvió a iluminar:

– Qué amable es usted.

– No puedo mentir en una biblioteca -repuso él, echando una mirada a su alrededor-: Ahora, los periódicos…

– ¡Ah, sí! -De pronto se volvió eficiente, pero otra vez la actitud era demasiado artificial. Señalando con amplios movimientos del brazo, le dijo:

– Están allí, en esos estantes. Los más recientes están arriba, los más antiguos abajo. Y los índices son esos libros de las estanterías pequeñas.

– Perfecto. Muchas gracias.

– Bueno -dijo la chica, y le dirigió una sonrisa sin sentido acompañada de un par de extraños movimientos con las manos-. Será mejor que le deje trabajar.

– Nos veremos después. -La saludó con una sonrisa amistosa y esperó a que se fuera.

Salió con más énfasis del necesario y Grofield dirigió su atención a las cajas de microfilms del Times-Chronicle de Tyler, el único matutino superviviente de la ciudad. El tomo más reciente del índice le daba tres referencias sobre Lozini y media docena de prometedoras referencias sobre el crimen organizado. Tomó las cajas mencionadas del estante más alto, las acomodó junto a la máquina, colocó una cinta y se sentó a leer.

Alan Grofield era un consumado actor ante cualquier circunstancia, no sólo representando una obra sobre el escenario. Una música de fondo sonaba siempre en su cabeza, acentuando y realzando todo lo que hacía, transformándolo todo en un melodrama. A veces era un piloto de un bombardero durante la Segunda Guerra Mundial, conduciendo un avión maltrecho a través del Canal con toda la tripulación muerta o agonizante en sus puestos. A veces era el mismo piloto, que había saltado en paracaídas sobre Francia y era ocultado por una hermosa muchacha campesina en un sótano sucio y de bajo techo con arcos de piedra. Otras veces era un espía extranjero que se dirigía a una reunión clandestina donde entregaría los planos del nuevo submarino. Y siempre la música adecuada sonaba en su cabeza; le daba el ritmo que necesitaba, de tal modo que daba una impresión de gracia inconsciente y de sinuosidad felina, misterioso, ágil y extremadamente artificial.

La banda sonora que escuchaba mentalmente en este momento no era exactamente música. Había fantaseado un film de Dennis O’Keefe, situado cronológicamente hacia 1950. Esta vez interpretaba el papel de un agente federal que se había prestado como voluntario para hacerse pasar por delincuente y llegar de ese modo hasta el centro mismo de la organización criminal. De modo que aquí estaba, en la central del FBI en Washington D. C. -la cúpula del Capitolio se habría visto al fondo cuando la cámara lo seguía subiendo la escalinata de piedra-, estudiando los archivos de los miembros de la banda, preparándose para la infiltración. Y en lugar de música de fondo, la banda sonora registraba la voz engolada del narrador: «El agente Kilroy estudiaba a los hombres con los que pronto…». El resto no era nítido; la voz seguía sonando con autoridad, aunque sin palabras.

Durante dos horas el agente Kilroy estudió a los hombres. Adolf Lozini. Frank Faran. Louis «Dutch» Buenadella. Nathan Simms. John W. Walters. Ernest Delure. Joseph «Cal» Caliato, de quien se esperaba mucho hasta su misteriosa desaparición dos años atrás. Y los nombres de hombres de negocios asociados a los anteriores. Tres Hermanos Trucking. Entertainment Enterprises, una compañía fabricante de máquinas expendedoras. El New York Room, un club nocturno local. Ace Beverage Distribuidores. Un nombre llevaba a otro, a lo largo de cinco años de periódicos locales, hasta que finalmente tuvo ante sí un panorama aceptable de la intrincada red. Su cuaderno se llenó, sus ojos se cansaron y le dolía la espalda de tanto estar inclinado sobre el visor de la máquina.

Se puso de pie, devolvió las cintas a sus cajas, las puso en las estanterías, se restregó los ojos, flexionó la espalda, se guardó en el bolsillo el cuaderno y el bolígrafo y se dirigió hacia la salida.

La chica lo esperaba y salió de detrás del escritorio mientras él se acercaba. Realizaba ostentosas señas con las manos para llamarle la atención, y cuando él se detuvo le susurró:

– Voy a estar libre esta noche.

Había pospuesto su cita; dolor de cabeza, seguramente. Vagamente compadecido por el joven y a la vez irritado y culpable ante la chica, Grofield contestó:

– Es maravilloso.

– De modo que si usted está libre…

– Espero estarlo -dijo él, y de repente se dio cuenta de que aunque tenía su número de teléfono, no tenía su nombre-. La llamaré en cuanto lo sepa -dijo-. Mi nombre es Alan. Alan Green.

– Hola, Alan. Yo soy Dori Neevin.

– Te llamaré, Dori.

– Estaré esperando.

Le devolvió la sonrisa infantil de la chica, salió de la biblioteca y se dirigió al hotel, donde Parker estaba en la ventana de su habitación mirando cómo se ondeaba sobre la calle la pancarta del candidato a alcalde. Cuando Grofield entró se dio la vuelta.

– Lozini dice que no -dijo.

Grofield arrojó sobre la cama el cuaderno.

– Elige un número -contestó.

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