Parker, mientras corría hacia la luz, disparó dos veces por encima del hombro izquierdo, sin intención de apuntar. Sólo pretendía ganar tiempo, mantener a los policías frente a la joyería mientras él y los demás huían.
La puerta que conducía al sótano era una especie de rectángulo alto de luz mortecina. Cuando entraron, al abrir esa puerta, debieron de haber activado un dispositivo de seguridad interno, probablemente una alarma conectada en una compañía privada de seguridad que no figuraba en el plano que habían comprado.
Hurley fue el primero en atravesar la puerta. Se oían disparos desde fuera y voces que gritaban «¡Alto o disparo!», aunque ya estaban haciendo fuego.
Parker cruzó la puerta y empezó a subir los escalones; oyó un gruñido de Michaelson detrás de él, y un ruido seco, como si una bolsa de harina hubiera sido arrojada contra una pared. Los pies de Parker tocaron el cuarto escalón, el noveno, y el suelo sucio. Hurley ya estaba a mitad de camino de la entrada del túnel que atravesaba la pared de piedra trasera; corría inclinado bajo el techo entrecruzado de tuberías negras. Dos focos macilentos producían sombras negras y una pálida luz. Briggs se detuvo a la entrada del túnel parpadeando tras sus gafas, con la caja de herramientas en la mano. Era un profesional, no estaba habituado a la excitación.
Hurley se zambulló de cabeza en el túnel, desapareciendo hasta las rodillas, y siguió retorciéndose, empujándose con los pies ansiosamente. Parker se detuvo detrás de Briggs, lo agarró por el brazo para llamar su atención y le indicó la escalera situada detrás de él.
– Destrúyela -le ordenó.
Briggs lo miró y dijo:
– Michaelson -y volvió la cabeza hacia la escalera.
Parker miró. Michaelson estaba tendido en el umbral, con la cabeza y los brazos colgando sobre el primer escalón. No se movía.
– Está acabado -comentó Parker-. Nosotros no. Corta el paso.
– Oh, maldita sea -exclamó Briggs. Era petulante y quejumbroso, lleno de amaneramientos ridículos, pero puso una rodilla en el suelo, abrió su caja, sacó un tubo de metal envuelto en cinta negra, retorció el extremo, se puso de pie y lo arrojó con gesto delicado hacia la escalera. Antes de que hubiera caído, Briggs ya estaba de rodillas de nuevo, cerrando la caja.
El tubo pasó por encima de Michaelson y cayó al suelo más allá de su pecho. La puerta desapareció tras un relámpago de luz, ruido, humo y esquirlas. Parker retrocedió un paso y Briggs, que se levantaba, volvió a caer de rodillas.
El humo lo llenó todo. La explosión seguía reverberando, encerrada en los muros de piedra. Parker le gritó a Briggs:
– ¡Vamos! -y no pudo oírse por el silbido en sus oídos.
Pero, de todos modos, Briggs se movía. Sacudiendo penosamente la cabeza, se había levantado y se dirigía hacia el túnel. Empujó con cuidado la caja de herramientas, y detrás fue él.
Parker volvió a mirar hacia el lugar donde habían estado la escalera y la puerta, pero el humo lo oscurecía todo. No podía oír nada exterior a su propio cuerpo, ningún sonido salvo el golpeteo de su corazón y el torbellino de la sangre en las venas. Se volvió, en medio del ensordecedor silencio, envuelto en humo, y se deslizó por el túnel, cuya longitud era dos veces la de su cuerpo, tres metros y medio excavados en la roca y la dura piedra, y salió al otro sótano, donde Briggs revisaba su caja de herramientas y Hurley corría hacia la escalera.
– Los monos -le dijo Parker a Briggs comenzando a bajar la cremallera del suyo.
Hurley les voceaba:
– ¡Vamos, vamos, no hay tiempo!
– Quítate el mono -le ordenó Parker-. Tenemos que darnos prisa para parecer ciudadanos corrientes.
Hurley frunció el ceño y miró a la puerta en lo alto de las escaleras, pero bajó la cremallera de su mono con un movimiento rápido y se lo apartó de los hombros.
Parker, una vez se hubo quitado el suyo, lo tiró a un rincón con gesto irritado. Briggs, sorprendido, preguntó:
– ¿No los guardamos?
– ¿Para qué? No vamos a volver aquí, y no tienen huellas nuestras.
– Tienes razón, supongo. -Dubitativo, sacudiendo la cabeza, Briggs dejó caer el mono que había estado doblando cuidadosamente y siguió a Parker, que cruzaba el sótano en dirección a la escalera.
Se trataba de un sótano más nuevo, en un edificio también más nuevo con el suelo de hormigón y paredes de yeso, y un gran generador verde zumbando a la derecha. Habían venido aquí todas las noches durante una semana, cuando el viejo sereno se dormía arriba en su silla, como lo hacía siempre, y habían excavado el túnel hasta el sótano de la joyería del edificio contiguo. De día unas tablas ocultaban el agujero, y la tierra la habían almacenado en seis cajas de cartón.
Hurley fue el primero en subir, con Parker a sus espaldas y Briggs detrás. Una vez arriba, Hurley esperó a que Parker y Briggs dejaran de meter ruido en los escalones metálicos, y después abrió la puerta lo suficiente para poder mirar hacia afuera.
– Mierda -dijo.
– ¿Qué pasa?
– El viejo se despertó.
Parker subió el último escalón para mirar por encima del hombro de Hurley. Detrás, Briggs susurraba:
– La explosión lo habrá despertado.
El sereno de uniforme gris se había dirigido hacia las puertas de cristal y miraba a través de ellas hacia la calle. Parker vio que estaba bien despierto y dijo:
– Cubrios las caras.
Salieron; esta vez Parker iba delante, y los tres llevaban una mano levantada tapándose la cara. Parker sacó del bolsillo el revólver Smith & Wesson y lo llevó pegado a sí.
Sólo cuando estaban casi a su lado, notó el viejo sereno su presencia; se dio entonces la vuelta con expresión atónita y parpadeó.
– ¿Quién… quién…? -preguntó.
– No se mueva -le ordenó Parker. Le enseñó el arma-. Usted no tiene nada que ver en esto -le dijo-. No hay razón para que le mate.
– ¡Dios mío! -exclamó el viejo-. ¡Dios santo!
Hurley tenía la llave. Se arrodilló, pues las puertas de cristal tenían las cerraduras cerca del suelo, y abrió deprisa la más cercana. La empujó y se levantó a la vez, y se dirigió al Chrysler aparcado donde los esperaba Dalesia.
Lo siguió Briggs, con la caja de herramientas apretada contra el pecho. Parker le dijo al sereno:
– Vuelva su asiento. Tómese su tiempo, y no mire atrás.
– No tema -respondió el sereno. Llevaba un arma, pero sabía que no lo habían contratado para usarla-. ¿Ahora? -preguntó.
– Ahora. Le estaré vigilando por el cristal.
El sereno caminó hacia la pared que tenía enfrente. Parker guardó el revólver en el bolsillo, cruzó la acera, se sentó detrás, junto a Briggs. Hurley iba delante, al lado de Dalesia. El motor estaba en marcha.
– Vamos -dijo Parker.
Arrancaron y Dalesia preguntó:
– ¿Michaelson?
– No viene -respondió Hurley.
– Le dispararon -dijo Briggs.
Dalesia asintió. Había frenado un poco, esperando a que el semáforo de la esquina se pusiese verde, y aceleró. Condujo deprisa hasta la manzana siguiente, aunque no tanto como para llamar la atención, y preguntó:
– ¿Herido? ¿Hablará?
– Está muerto -contestó Parker.
– Lo que querría saber -dijo Hurley- es qué fue lo que no funcionó. ¿De dónde salieron todos esos policías?
– Seguro que había otra alarma -contestó Parker-. Una alarma oculta en esa puerta.
– Se supone que compramos un buen plano -dijo Hurley. Estaba enojado, aunque a la vez aliviado-. Morse nos garantizó que era un buen plano.
– Son cosas que pasan -afirmó Parker-. Quizá la instalaron hace poco y él no lo sabía.
– Esas cosas no me pasan a mí -respondió Hurley-. Le pagamos a Morse una buena cantidad por ese plano y nos metimos en una ratonera.
Parker se encogió de hombros. Habían logrado escapar, ya había pasado todo, siempre se cometen errores. Habían comprado un plano, un mapa, un croquis del sistema de alarma y una llave del edificio vecino. En cuanto a garantías, nadie puede asegurar algo así; Hurley estaba desahogando su nerviosismo, nada más.
En realidad, Parker nunca se habría embarcado en el asunto si no hubiera tenido mucha necesidad de dinero. Era un trabajo sin importancia, preparado por alguien a quien él no conocía, y no estaba al cargo de la operación. Era asunto de Hurley. De Hurley y de su amigo Morse.
Siguieron en silencio durante un par de manzanas.
– Voy a ir a ver a Morse. ¿Quieres venir, Da? -dijo Hurley.
– Claro -asintió Dalesia-. No tengo nada que hacer. -Hablaba con calma, sin ira, como si todo le diera igual.
Hurley se giró y miró a los dos que iban atrás:
– ¿Y tú, Parker?
– No, creo que no -contestó Parker.
– ¿Briggs?
– Me parece que no -respondió Briggs-. Me parece que voy a volver a Florida.
– Bueno, yo sí voy a ir a ver a Morse.
Hurley volvió a mirar al frente y asintió con la cabeza.
Briggs le preguntó en voz baja a Parker:
– ¿Tienes idea de lo que harás?
– No estoy seguro.
– Estoy en una mala racha -dijo Briggs-. Una muy mala racha. Creo que me voy a retirar a tiempo y esperar a que pase.
– Es mi cuarto fracaso seguido -contestó Parker-. Yo también estoy pasando una mala racha.
– ¿Has pensado en algo?
– No. -Parker frunció el ceño y miró las casas sombrías a través de la ventanilla.
– Una cosa -añadió.
– ¿Qué?
– Hace un par de años, tras realizar un trabajo, escondí algo de dinero. Creo que voy a volver a recogerlo.
– ¿Necesitas compañía?
– Hice el trabajo con un tipo -dijo Parker-. Creo que voy a ponerme en contacto con él de nuevo.