XVI

Parker se apeó del Impala tres manzanas antes del lugar de la cita.

– ¡Suerte! -le deseó Grofield.

Parker asintió como si le diera importancia a la palabra maquinal de su amigo, y se fue caminando. Detrás de él, el Impala dio un giro en «U» y Grofield se dirigió a su propio puesto.

Apenas eran las nueve de la noche de un sábado del mes de julio. Sólo habían transcurrido dos horas desde que se había divulgado la noticia sobre O’Hara. Tyler era una ciudad lo bastante grande como para tener un distrito comercial de dimensiones considerables, y a la vez era lo suficientemente pequeña como para que sus edificios de oficinas y sus centros de diversión de fin de semana se concentraran en una misma zona. Oscuras construcciones se levantaban sobre marquesinas con luces móviles. El tránsito en la London Avenue y la Center Street era denso y lento.

Otra vez hacía una noche clara; en el cielo, el perfil de la luna era más delgado aún que la noche anterior y no iluminaba la tierra mucho más que alguno de los puntos brillantes de las estrellas. El martes habría luna nueva; es decir, no habría luna.

El edificio Nolan ocupaba una manzana entera, entre la London Avenue, Center Street, West Street y Houston Avenue. La planta baja estaba ocupada por un banco que hacía esquina con la Center Street, un negocio de ventas al por mayor y un gran restaurante llamado Riverboat en la parte de la London Avenue. Junto al Riverboat estaba la entrada al vestíbulo del edificio y los ascensores.

Parker llegó unos minutos antes de la hora y durante un rato estuvo observando el menú del Riverboat pegado a una de las ventanas del restaurante. En un intervalo de cinco minutos vio entrar en el vestíbulo a cuatro hombres; ninguno de ellos era Lozini. ¿Habría llegado antes que sus colaboradores? No parecía probable.

Parker estaba a punto de entrar cuando se detuvo otro coche frente a la puerta, el mismo Oldsmobile negro que Lozini había usado esa tarde. Parker vio que Lozini y otro hombre salían del Olds y cruzaban la acera mientras el coche se marchaba de inmediato. El segundo hombre era gordo y torpe; caminaba como si lo hubiera hecho mejor con un bastón. O como si prefiriese estar sentado.

Perfecto. Parker dejó pasar otros dos minutos y luego los siguió.

El vestíbulo le recordó al que habían utilizado durante el frustrado robo de la joyería. Incluso estaba el mismo tipo de viejo flaco uniformado de sereno, salvo que éste parecía despierto y alerta. También tenía un ayudante, un joven portorriqueño, sonriente, de chaqueta azul y pantalones ajustados, que se hacía cargo del ascensor. Parker se inscribió en el libro del registro con el siguiente nombre y dirección: «Edward Latham, City Property Holdings, 1712». Ya estaba a punto de entrar en el ascensor cuando llegó otro hombre. Parker, con sólo mirarlo, supo que se trataba de otro invitado a la reunión y lo esperó.

El otro le dirigió a Parker una sonrisa irónica de reconocimiento y, dirigiéndose al viejo, le dijo:

– Firme por mí en el libro, Jimmy.

– Sí, señor Calesian. -Parker pudo oír en la voz de Jimmy un resentimiento bien oculto.

Calesian le dijo al portorriqueño sonriente:

– Iremos solos. Lo mandaré para abajo después.

– Está bien -respondió el joven. Nada se alteró en esa sonrisa que nada externo podía justificar.

Parker y Calesian entraron en el ascensor y Calesian cerró las puertas y apretó el botón del piso diecisiete.

– Es fácil manejar este aparato -dijo-. Pero los administradores piensan que es más elegante tener una ascensorista. -Hablaba de un modo tranquilo e irónico; era una versión menos exuberante de Grofield. Con una pequeña sonrisa en la cara dijo-: Así que usted es Parker.

– Usted es policía -afirmó Parker.

La sonrisa de Calesian se amplió; se sentía complacido.

– ¿Cómo se dio cuenta?

– Un empleado no llegaría después que su patrón. Pero sí lo haría un policía sobornado, para demostrar que sigue siendo un hombre libre.

La observación no le gustó demasiado a Calesian, pero no perdió el buen humor.

– Es todo un detective -comentó-. Le agradará saber que recibimos una negativa sobre usted en Washington.

– ¿Una negativa sobre qué?

– El nombre de Parker y su descripción física.

Eso estaba bien.

En realidad era perseguido bajo varios nombres distintos y sus huellas digitales registradas bajo el nombre de Ronald Casper le habían sido tomadas en la época en que había estado en una granja-prisión en California, pero el nombre Parker nunca había sido inscrito en ningún archivo por delitos. En cuanto a la descripción, la cara que tenía ahora era el resultado de una operación de cirugía estética realizada diez años atrás.

El ascensor se detuvo y las puertas se abrieron. Calesian pulsó el botón de la planta baja antes de salir, y cuando estuvieron en el pasillo, el ascensor volvió abajo.

– Por aquí -dijo Calesian.

El 1712 estaba a la derecha. La puerta, entreabierta, conducía a una oficina de recepcionista amueblada, pero desierta, con una puerta abierta más allá por la que Parker pudo ver a varios hombres sentados en sofás de cuero y en sillones. Calesian entró primero y Parker lo siguió; encontró a Lozini sentado ante un amplio escritorio de caoba, cuya superficie estaba solamente ocupada por un teléfono, un cenicero y un paquete de Viceroys. Lozini, con cara agria y irritada, miró a Parker y luego a su reloj, pero no dijo nada sobre la hora. En lugar de eso, tras una breve mirada a Calesian, miró detrás de Parker y preguntó:

– ¿Está solo?

– Así es. Tengo que hacer una llamada.

– ¿Por qué? -Lozini estaba impaciente, y parecía predispuesto a olvidar que en esta situación no tenía autoridad alguna.

– Tengo que decirle a mi socio -contestó Parker- que no vuele su casa, Lozini.

A su lado, Calesian se rió. El hombre gordo que había llegado con Lozini soltó una desmayada exclamación. Lozini se limitó a mirarlo y Parker fue hacia el teléfono, le dio la vuelta y marcó el número de la cabina donde Grofield lo estaba esperando. En realidad, no había bomba alguna en la casa de Lozini, ni tiempo para instalarla, pero la amenaza bastaría.

Nadie dijo nada. Había, además de Parker, seis hombres en la sala, y todos miraron su dedo marcando el número y luego su rostro mientras esperaba que Grofield contestara. Cosa que sucedió a la primera señal de llamada.

– Restaurante de Clancy.

Parker leyó el número del teléfono que tenía en la mano:

– ¿Lo apuntaste?

Grofield le leyó el número y preguntó:

– ¿Estás bien?

– Bien -respondió Parker, y colgó.

– Él le llamará -dijo Lozini.

– Exacto.

– Tengo a mi familia en esa casa.

– Lo sé.

Lozini no sabía si ponerse furioso o aceptar. Con voz ahogada dijo.

– No tengo ningún plan contra usted. Esto es una simple reunión, tenemos un problema en común. ¿Por qué habría de hacerle algo?

– Si yo desaparezco -contestó Parker-, su problema también desaparece.

Lozini negó con la cabeza:

– No. O’Hara no se metió en esto solo, no tenía agallas para eso. Ya le dije esta tarde que no estoy en una situación fácil en esta ciudad y las cosas parecen ponerse cada vez peor. Cosas que no tienen que ver con usted. Incluso puedo perder a mi candidato. -Señalando a Parker con un dedo, agregó-: Lo que quiero decir es que alguien en esta ciudad está buscando algo. Se me venían encima sin darme cuenta y no me habría enterado de nada hasta que hubieran terminado conmigo. Si no fuera por usted. Usted vino, revolvió un poco las cosas, causó algunos problemas, y de pronto empiezo a ver cosas que antes no veía.

– Está bien -comentó Parker.

– De modo que estamos del mismo lado -dijo Lozini-. Yo los quiero atrapar porque buscan suplantarme en esta ciudad y usted porque quiere su dinero. Pero son los mismos.

Parker se encogió de hombros.

– De modo que ahora -continuó Lozini- sabemos cómo salió el dinero del parque. Con O’Hara. El siguiente paso es averiguar a dónde lo llevó y a quién se lo dio.

Un hombre situado a la derecha de Parker dijo:

– Fue para O’Hara. Quizá lo repartió con alguien, pero probablemente la mitad fue para él.

Calesian intervino:

– No, puedo haceros un informe real de la situación financiera de O’Hara. Como máximo pudo haber sacado tres o cuatro mil del asunto, pero eso es todo.

– ¿Cómo puedes estar tan seguro, Harold? -preguntó el otro hombre.

– Esperen un minuto -dijo Parker-. No conozco a todos los que están aquí. -Se volvió, miró las caras y señaló a Frank Faran-. A usted lo conozco.

Faran hizo una mueca y movió la cabeza en una especie de saludo.

– Supongo que sí me conoce -respondió.

El hombre que había dicho que O’Hara se había quedado con el dinero dijo:

– Soy Ted Shevelly, ayudante del señor Lozini.

Vestía con pantalones deportivos y una cazadora. Shevelly parecía tener unos cuarenta años; con sus cabellos rojizos y su cuerpo atlético, tenía el aspecto de un jugador de golf de fin de semana. Llevaba unas gafas cuadradas con montura dorada y daba la impresión de que era demasiado tranquilo o bondadoso; algo semejante a Faran, pero sin la estupidez y la propensión al alcohol de éste.

Parker asintió y se volvió hacia el gordo que había llegado en el Olds con Lozini. Llevaba un traje negro y una camisa azul con cuello blanco, sin corbata, y parecía tan incómodo sentado como lo había parecido caminando. Parker dijo:

– Y usted es…

Fue Lozini quien respondió, a espaldas de Parker:

– Es Jack Walters, mi abogado personal.

– ¿Personal?

Walters se movió, incómodo, y trató sin éxito de entrelazar los dedos sobre el vientre.

– No enteramente personal. Conozco algo de los negocios del señor Lozini.

– Más de lo que querrías conocer -dijo Lozini-, y menos de lo que quiero que conozcas.

Walters sonrió y asintió, y volvió a parecer incómodo. Pero evidentemente sólo el cuerpo de Walters era torpe; los ojos traslucían un cerebro firme y agudo.

El hombre que estaba a su lado tendría casi cincuenta años y el aspecto de quien, súbitamente, en la edad ya madura, decide dejar de ser aburrido y empezar a ser elegante. Era delgado, pero las arrugas profundas de su cara y la flojedad de la carne bajo la mandíbula sugerían que había sido mucho más grueso y que había sobrellevado las dietas más crueles para lograr una espúrea juventud. Llevaba mocasines marrones, pantalones celestes, una chaqueta de madrás y un jersey de cuello cisne amarillo, como si lo hubiera vestido un director escénico de Broadway para representar la parodia de un turista en Miami.

– Nate Simms -dijo esta aparición, poniéndose de pie, sonriendo y tendiendo una mano varonil-: Soy el contable de Al. También tengo una vaga idea de sus negocios.

Contable; perfecto. ¿Al? Eso debía de significar Lozini. Parker tomó un instante la manó del hombre y se volvió hacia Harold Calesian.

– Nos encontramos en el ascensor.

– Exacto -respondió Calesian con su sonrisa habitual-. Y nos presentamos como es debido.

– ¿Qué hace en la policía?

La sonrisa de Calesian se tornó algo burlona.

– Soy detective jefe -respondió-. Trabajo en la sección del crimen organizado.

Volviéndose a Lozini, Parker preguntó:

– ¿Es el policía de mayor graduación que consiguió?

– No hay muchos más grados -respondió Lozini. Era evidente que no quería que Calesian hiciera fracasar la reunión.

– Pero no tiene a nadie más importante -dijo Parker.

Calesian, con voz que trataba de demostrar que no estaba ofendido, dijo:

– Exacto. Soy su policía de más rango.

– ¿Y eso qué tiene que ver, Parker? -preguntó Lozini.

– ¿No acudiría O’Hara a usted? -preguntó Parker a Calesian.

Hubo un silencio mientras todos pensaban en lo que acababa de decir Parker; la sonrisa de Calesian se borró y contestó:

– A esos tipos los prefiero muertos.

– Estoy haciéndole una pregunta -repuso Parker.

– ¿Usted quiere saber si soy el tipo que se quedó con el dinero? No, no lo soy.

Parker se encogió de hombros:

– O’Hara salió del parque de atracciones sabiendo dónde estaba el dinero -dijo-. Y sabía que necesitaba ayuda para apoderárselo. ¿Iba a hablar con algún hombre de Lozini? Ni pensarlo. Hablaría con un policía. ¿No es usted el policía con el que hablaría?

– No necesariamente -respondió Calesian-. En realidad, ni siquiera es probable. Nunca tuve contacto directo con O’Hara; hay clases y clases, como usted sabrá.

– Esperad un momento -dijo Ted Shevelly-. Volvamos a la cantidad con la que pudo haberse quedado O’Hara. Harold, tú dijiste que conocías las finanzas del tipo y lo máximo que le atribuyes son tres o cuatro mil, ¿no es así?

Calesian asintió:

– No puede haber sacado más. Quizá menos.

– Supongo -continuó Shevelly- que lo que hiciste fue estudiar su cuenta bancaria y registrar los gastos grandes de estos dos últimos años, como coches o cosas así.

– Exacto.

– ¿Y si hubiera sido así? ¿Si hubiera sacado tres mil para gasto y hubiera enterrado el resto en una bolsa de plástico en el patio de su casa?

– Imposible -respondió Calesian-. La gente tiene esquemas de conducta y los de O’Hara eran gastar todo lo que tenía. Gastaba más de lo que tenía. Cuando murió estaba endeudado.

– ¿Y no cambiaría ese esquema si se tratara de algo importante? -preguntó Shevelly.

– No. O’Hara no tenía imaginación para eso.

– Creía que había dicho que nunca tuvo contacto con ese tipo -dijo Parker-. Pero parece conocerlo bien.

La sonrisa de Calesian volvía por momentos:

– Uno de los modos en que ayudo a Al -dijo, señalando a Lozini- es buscando… colaboradores no deseados. Si un oficial de la ley entra en la lista de pagos de Lozini, puede ser por dos razones: o es un infiltrado o está corrompido.

– Harold me avisa si pago a infiltrados -lo interrumpió Lozini.

– ¿Hay infiltrados?

– Muchos, de la ciudad -respondió Calesian-, son los más fáciles de detectar. De todos modos, no estamos seguros.

– Dios lo sabe -dijo Lozini.

– También están los estatales -prosiguió Calesian-, y hasta los federales, de vez en cuando.

– No se puede bajar la guardia ni un instante -aseguró Lozini.

– Puedo contarle al detalle la vida de cada policía de esta ciudad que compra una hamburguesa con dinero de Al. Eso no quiere decir que yo tenga nada que ver con ellos. A muchos jamás los he visto.

– Está bien -dijo Parker-. O’Hara no hubiera ido a verle porque no le conocía.

– No me conocía lo suficiente -corrigió Calesian-. Solíamos vernos.

– ¿A quién conocía?

Calesian estiró las manos:

– Docenas. ¿Usted cree que hay una cadena por donde se transmiten las órdenes? En realidad, eso no existe. O’Hara pudo haber ido a pedir ayuda a docenas de personas. Pudo haberlo hecho solo, con su compañero, el compañero de las rondas.

Parker recordó al compañero de ronda: un ratón asustado hasta de sí mismo.

– No -dijo-, no creo que ellos dos se hubieran atrevido.

– Especialmente -dijo Walters, el abogado-, si O’Hara se quedó con tan poco.

– Aun así -intervino Shevelly-, el compañero pudo haber estado implicado. ¿Es posible que haya sido el mismo que mató a O’Hara?

– No es el mismo hombre -respondió Calesian-. No recuerdo quién era su compañero hace dos años, pero esta vez era uno diferente. -Con una pequeña sonrisa dirigida a Lozini, agregó-: No era uno de los nuestros.

– Averigüemos acerca del otro compañero, el de antes. Es posible que sepa lo que hizo o lo que vio O’Hara.

– Averiguaré -afirmó Calesian.

Nate Simms, el contable vestido de colores, dijo de pronto:

– Perdón, ¿puedo hacer una observación?

Todos lo miraron.

– Por supuesto, Nate. Adelante -indicó Lozini.

– Me pregunto -comenzó Simms, tomándose su tiempo y pronunciando sus frases con las palabras precisas-, me pregunto si estamos avanzando en la dirección apropiada. Pienso que quizá nos estamos precipitando y que lo que deberíamos hacer es detenernos y pensar un minuto.

– Continúa, Nate -dijo Lozini-. ¿Qué quieres decir?

A juzgar por la manera intensa con que miraba a Simms, era evidente que Lozini respetaba sus opiniones y que lo que dijera Simms podría afectar a las acciones de Lozini.

– Como sabes, Al -siguió Simms-, tenemos las elecciones, que se realizarán dentro de tres días.

– No me lo recuerdes -dijo Lozini.

– Y también tenemos otros problemas. -Volviéndose a Parker, agregó-: Además de ser el contable de Al, me ocupo de algunas otras áreas, y una de ellas es la lotería ilegal, los números.

– Ya sé -asintió Parker.

– La lotería nunca ha sido una fuente de ingresos en esta ciudad -aseguró Simms-, simplemente porque aquí no hay mucha gente pobre. Estamos por encima del nivel medio en ingresos familiares y en la tasa de empleo. No tenemos esos grandes sectores de población de bajos recursos necesarios para llevar a cabo una operación de lotería ilegal a gran escala.

– Adelante, Nate -reiteró Lozini-, Parker no necesita saber todo eso.

– Quería que comprendiera -respondió Simms- que no me ocupo de operaciones grandes aquí. -Y otra vez dirigiéndose a Parker, dijo-: Un contable, eso es lo que soy. Si la lotería ilegal fuera importante en Tyler, sería otro el que estuviera al cargo.

– Comprendo -aseguró Parker.

– Pues bien -continuó Simms-, sólo puedo hablar de un número reducido de intereses. Pero para mis intereses, resulta que éste es un mal momento para meterse en nada que pueda causar problemas, gastos y compromisos públicos. La lotería está baja, ha estado baja en los últimos tres años, y cada año está peor. No tenemos las reservas en efectivo que teníamos antes, y por el lado de la autoridad no estamos tan seguros como antes.

– Ya le hablé de todo eso -interrumpió Lozini-. Los problemas vienen de todas partes y Parker es quien me ha permitido verlos.

– Estuvo bien -dijo Simms-, no lo niego, Al, la intervención de Parker fue algo bueno, nos volvió conscientes de los problemas que habían estado gestándose sin que les prestáramos atención. Lo que estoy diciendo es que no queremos…

Sonó el teléfono. Parker, mirando su reloj, dijo:

– Es para mí.

Lozini hizo un gesto entre irritado e irónico con la mano, invitándolo a que cogiera él mismo el teléfono.

– Dígale que todo está bien, por favor.

– Sí -dijo Parker al teléfono.

– ¿Todo bien? -preguntó Grofield.

– Sí -aseguró Parker. Si las cosas hubieran ido mal, por ejemplo una pistola en su cabeza, habría dicho «perfecto».

– Bien -dijo Grofield.

– No va a durar mucho más -informó Parker-. Te veré dónde y cómo dijimos.

– Correcto.

Parker colgó y se volvió a Nate Simms:

– Siga, por favor.

– Decía que podemos llegar a tener demasiado de algo bueno -continuó Simms-, y entonces ya deja de ser bueno. Una pequeña sacudida nos vino bien, nos despertó. Una sacudida excesiva y la opinión pública será la que se despertará, y eso no será nada bueno.

– Esa es la razón por la que todos somos amigos -dijo Lozini-. Parker y nosotros, todos camaradas. Nos quedaremos tranquilos desde ahora, arreglando el asunto interno de nuestra organización. Porque es ahí donde está el problema. O’Hara era uno de los nuestros y quienquiera que fuera el que lo haya ayudado fue uno de los nuestros. El que se ha quedado con el dinero tenía que estar conectado con nosotros de un modo u otro.

– Sólo querría que esperásemos -sugirió Simms-. Habría que esperar sólo hasta después de las elecciones, que son el martes, dentro de tres días.

– No -respondió Lozini-. Después de las elecciones yo podría estar en peor forma que ahora. Quiero saber qué está pasando. Quiero saber a quién hay que eliminar. Además -agregó, señalando a Parker-, él no quiere esperar.

– No lo haré -repuso Parker.

Simms mostró hacia Parker un rostro razonable:

– ¿Por qué no? Es para bien suyo también. Si hay demasiado movimiento, aparecerán aquí autoridades de la policía con las que no podemos arreglarnos, y usted tendría tantos problemas como nosotros.

– Mi única ventaja sobre ustedes es la presión -contestó Parker-. Lozini quiere hacer una limpieza, perfecto, pero no me necesita a mí. El único modo en que puedo recuperar el dinero es presionando. No voy a esperar tres días más. Es absurdo.

El rostro de Simms se arrugó en una mezcla de disgusto y concentración:

– Creo que sí -dijo finalmente-. Creo que puedo ver el asunto desde su lado.

– Hiciste lo que pudiste, Nate -comentó Calesian, sonriendo con superioridad.

– Está bien, Nate -dijo Lozini-. Lo que dices es perfecto desde el punto de vista del contable fríamente sentado en su escritorio. Pero ése no es el caso. Estamos a mitad del salto, y no hay red. No podemos detenernos.

Simms se encogió de hombros y mostró resignación:

– Supongo que así será -asintió.

– Está bien -dijo Lozini-. Esto es lo que debemos hacer: Ted y Frank, vosotros os encargaréis de investigar a todos los que estaban en el parque de atracciones hace dos años. Quizá el policía aquel compró a alguno de los míos, no sé. Quiero saber si están limpios, cada uno de ellos.

– Perfecto -aseguró Faran.

Y Shevelly agregó:

– ¿Para cuándo lo quieres?

– Para mañana -les respondió Lozini-. Os daré la lista de nombres, reuniros y estudiadla juntos.

– Bien.

– Yo investigaré al compañero de O’Hara, el de antes -dijo Calesian.

– Y a cualquier otro policía con el que haya hablado O’Hara -le indicó Parker-. Cualquiera que lo conociera bien.

– No va a ser fácil -contestó Calesian-. Especialmente sin que se note que lo estoy haciendo. Buscar la ficha de un agente es fácil, puedo hacerlo pasar por un trabajo de oficina, pero cuando se trata de revisar a diez o quince hombres es difícil de ocultar.

– Podrás hacerlo -le aseguró Lozini.

Calesian hizo un gesto elegante:

– Por supuesto -contestó.

– ¿Estará también para mañana? -preguntó Parker.

– Será difícil el domingo -dijo Calesian-. Haré lo que pueda, pero parte del trabajo quedará para el lunes.

– ¿Por qué? -preguntó Lozini-. La policía trabaja los siete días de la semana.

– No el personal de oficina -respondió Calesian-. Este tipo de investigaciones menores, que nunca son urgentes, siempre se hacen durante la semana y en horarios de oficina. Por ejemplo, no puedo llamar mañana a un banco y pedir el balance de la cuenta de alguien.

– Lozini -dijo Parker-, la respuesta más simple es ésta: págueme ahora mi dinero y recupérelo cuando encuentre al culpable. De ese modo podrá esperar hasta después de las elecciones y yo no tendré que perder la paciencia esperando encerrado en una habitación.

– No tengo el dinero -le contestó Lozini-. Nate se lo dijo: las recaudaciones están flojas. No sólo en la lotería, en todo. Las recaudaciones son bajas, los gastos altos. Esta candidatura nos está costando un ojo de la cara y mi candidato puede que no gane. Créame, yo estoy tan impaciente como usted.

– No, no lo está -repuso Parker. Miró a su alrededor y preguntó-: ¿Hay algo más que tenga que oír?

Todos se miraron entre sí.

– Está bien -dijo Parker-. Lozini, le llamaré mañana por la tarde.

– Llámeme a casa -le respondió Lozini, y agregó agriamente-: Tiene mi número.

Calesian se levantó y dijo:

– Yo también me despido, por ahora. Bajaré con usted, Parker.

– ¡Por Dios! -exclamó Lozini-, hay que arreglar todo este asunto. No quiero que se nos echen encima.

Cuando Parker salió, continuó oyendo tras de sí a Lozini, que seguía con la misma cantinela, y sus colaboradores escuchaban en silencio y asentían con las cabezas. Mientras atravesaba el despacho vacío de la recepcionista con Calesian, Parker escuchaba más que las palabras de Lozini, el sonido de su voz, y le pareció escuchar un ligero eco de ese sonido, un toque de vacío creado por la distancia y el tono de la voz. Lozini sonaba cada vez más como alguien que grita para ocultar su desconcierto.

Parker y Calesian se dirigieron al ascensor. Calesian apretó el botón y se volvió para decirle:

– Entre nosotros, le diré que lo que propuso Nate no era tan estúpido.

Parker se encogió de hombros.

– Existe el exceso de presión -continuó Calesian-. Veo que usted hace lo que quiere con Al; ahora sería un buen momento para aflojar algo. Déjelo ocuparse primero de su negocio, salir bien en las elecciones.

– No.

– ¿Por qué no? -preguntó Calesian, intrigado-. ¿Cuál es el problema?

– Lozini.

– ¿Qué pasa con Lozini?

– Es de los que no oyen el trueno -contestó Parker.

Calesian frunció el ceño un instante y dijo:

– Oh. ¿Alguien se le está viniendo encima?

– Alguien ya se le vino encima.

– Usted piensa que alguien quiere tomar su lugar.

Parker señaló con el pulgar la oficina de Lozini:

– ¿No era de eso de lo que estaban hablando?

Calesian pensó un momento:

– Puede ser -contestó-. ¿Pero quién?

– Usted conoce el territorio mejor que yo.

La puerta del ascensor se abrió, mostrando el interior vacío. Sonriente, Calesian dijo:

– Un chico inteligente.

Entraron y empezaron a bajar.

– Si usted está en lo cierto -continuó Calesian-, hay más razones aún para calmarse con Al. No habría que distraerle mientras trata de mantener en pie el negocio.

– Las elecciones del martes -dijo Parker-. Creo que ahí está la clave. Si vengo el miércoles, es probable que Lozini ya no esté.

Calesian mostró un gesto de preocupación, pero no dijo nada.

– Y no querría tener que empezar de nuevo con otro -agregó Parker.

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