XVIII

Grofield se despertó con un agudo dolor y una sensación de que el mundo entero se había desplazado de su eje.

¿Por qué estaba allí, en esa extraña posición?, ¿por qué tenía la sensación de estar atrapado entre los hierros de un automóvil volcado?, y ¿por qué tenía la sensación de estar a la vez de pie y acostado?

¿Y por qué ese dolor? El cuello lo tenía paralizado, el hombro lo estaba torturando, las piernas le dolían de un modo atroz. ¿Y qué era esa cosa lisa que se interponía entre él y el sol? ¿Y qué era ese horrible ruido?

Cerró un ojo y entrecerró el otro, para ver mejor, y súbitamente comprendió que la cosa lisa era un culo desnudo. Cruzado encima de él tenía un torso apenas tapado, de modo que el culo estaba sobre su cintura y el sol brillaba sobre él. Y por sus curvas y su impresión de suavidad presumió que se trataba de un culo de mujer.

¿Y la sensación automovilística? Se encontraba acostado en el asiento trasero de un automóvil, real y completo.

¿Y el horrible ruido persistente? Grofield cerró el otro ojo, con fuerza, el mejor para apagar los sonidos (no funcionó), y como una ilusión óptica que súbitamente cambia de perspectiva y se transforma en un cuadro distinto, los horribles ruidos se transformaron en campanadas de una iglesia.

¿Campanadas de iglesia? La combinación de campanadas de iglesia y las nalgas desnudas de una chica no sólo parecía incongruente, sino claramente profana. Asombrado, Grofield volvió a abrir el ojo y el culo seguía allí, carne pálida y redonda dividida en dos semiesferas iguales, con la luz del sol jugando en el vello delicado, precisamente en el sitio donde debería ir colocada la cola, si ella hubiera tenido cola. En realidad, era hermoso; y después de todo, las campanadas eran un acompañamiento adecuado.

Un culo; un cuerpo entero. Más allá del vello, la carne pálida se transformaba en carne bronceada; evidentemente se trataba de una chica habituada a los bikinis. Anchas caderas que se adelgazaban en una cintura excelente, una espalda suave que se prolongaba en dirección a la cabeza de Grofield, hombros refulgentes como las alas de un ángel caído, ya fuera de foco, directamente bajo la nariz de Grofield. Una lenta, pesada, serena y extraña respiración contra la oreja derecha de Grofield. Y en dirección opuesta, ocultas tras las colinas, unas piernas increíblemente pesadas se cruzaban sobre las piernas de Grofield y eran, sin duda, una de las causas de los dolores que lo habían despertado.

Sí; ese dolor. El brazo derecho de Grofield estaría por alguna parte, fuera del alcance de la vista y en una posición inimaginable. Trató de moverlo, experimentalmente, para calmar el hormigueo en el hombro, y sintió una superficie rugosa en la palma de la mano. La respiración cerca de su oído perdió el ritmo, se tornó en un murmullo de gato, luego volvió a ser respiración y una nariz se insertó con más firmeza en un lado de su cuello. Todo el torso femenino se volvió treinta kilos más pesado.

¿Quién era? Las nalgas no le parecían conocidas y la memoria aún no se había despertado en la cabeza de Grofield.

Pero cuando lo intentó, volvieron los recuerdos y lo supo todo. Dorin Neevin, la señorita bibliotecaria. Tres veces la había llamado la noche anterior; a las siete para decirle que sí, a las siete y diez para decirle que no, y a las nueve y media para volver a decirle que sí. Infinitamente disponible, ella se había preparado para salir, se había resignado a quedarse en casa y había salido a toda velocidad en cuanto hubo luz verde.

¿Y después? A bailar a una discoteca llamada La Escuela de Miss Fotheringay para chicos y chicas; un bar, donde bebieron de todo y donde sólo les faltó exprimirse en la boca el trapo con el que limpiaban las mesas. Y luego el New York Room, donde la asombrada Angie les había servido y donde Frankie Faran en persona había venido a la mesa a charlar un rato, había tomado un trago con ellos y había terminado contándoles todo lo que había en el local. Dori había quedado más que impresionada por todo eso y el viaje de vuelta a casa había experimentado un cambio de ruta. Ninguno de los dos estaba sobrio. Dori había estado desabrochando y bajando cremalleras con el coche en marcha, y entre una cosa y otra Grofield no había prestado mucha atención al sitio en el que habían aparcado.

Tras las ventanillas, encima del culo de Dori, no había nada que ver, salvo el sol que nacía. Las campanas de la iglesia siguieron y siguieron, como el individuo aburrido que se sienta a nuestro lado en el avión. Y Grofield aún sentía dolor.

Gruñó. Movió todo su cuerpo y logró colocar la cabeza en una posición algo más razonable. Dori se quejó en su cuello con un balbuceo. Con la mano izquierda él la acarició en el hombro, diciendo:

– ¿Dori? ¡Hola!

Balbuceos.

La tocó con más energía, en medio de la espalda, y volvió a repetir su nombre sin que surtiera efecto. El sol brillaba con tanto calor en sus nalgas que él apoyó la mano y se sorprendió al sentir que la carne estaba fría. Ella se retorció suavemente bajo su mano, complacida, y justo entonces Grofield se dio cuenta que, bajo ella, él también estaba desnudo.

Ambos se pusieron en movimiento. Su mano izquierda siguió donde estaba, el pezón que tocaba con la derecha se endureció de pronto, y de un modo muy simple empezaron a pasar varias cosas complejas.

– Despiértate, dulzura -murmuró-, parece que estamos haciendo el amor.

El brazo derecho de la chica se cerró sobre su cabeza y sus caderas comenzaron a moverse con más fuerza. Sosteniéndolas con ambas manos, Grofield se entregó al placer y la respiración que oía en su oído derecho se volvió rápida y muy agitada.

Las cosas siguieron su desarrollo durante un rato, hasta que de pronto, la parte superior del torso se irguió y el rostro atónito de Dori apareció directamente ante los ojos de Grofield. Ella soltó un grito, mezcla de sorpresa y placer:

– ¡Oh!

– Hola -dijo él. Ahora tenía libre la mano derecha; en parte para calmar el dolor de su hombro, la movió y la colocó junto a la izquierda.

Dori se reía. Puso las palmas de sus manos contra los hombros de él, apretándolo contra el asiento, y se quedó con el torso levantado; ahora era como hermanos siameses unidos del ombligo para abajo. Riéndose y al mismo tiempo apretando los músculos de la cara en la concentración, la chica siguió haciendo cosas que seguramente no había aprendido en la biblioteca.

Grofield dejó de oír las campanas de la iglesia y cuando pudo pensar de nuevo en ellas, habían cesado. Dori se había dejado caer sobre su pecho, con su cabello en la cara de él y los labios contra su cuello.

– Buenos días -le dijo Grofield.

Ella murmuró algo, pero de pronto dio un salto y apoyó el codo en la garganta de él, mirando con horror la luz del día.

– ¡Ya es mañana!

– No, es hoy -repuso Grofield.

– ¡Mis padres! ¡Yo…! -De pronto se movía sobre él como una patinadora sobre hielo, dándole golpes con las rodillas, los talones, los codos-. Tenemos que… Qué hora… Dónde está mi… No podemos…

– ¡Uuf! -dijo él-. ¡Ou! ¡Cuidado!

Ella se estaba poniendo unas bragas color coral, sentada sobre su estómago.

– ¡Tenemos que ir a casa! -gritó ella-. ¡Date prisa! ¡Date prisa!

– Quítate de encima de mí, querida. Haré todo lo que quieras si me dejas en libertad.

– ¡Rápido, rápido! -Dori se movió un poco y lo palmeó para que se apresurase, pero al mismo tiempo le hacía imposible llevar sus piernas hacia el mismo lado del coche donde estaba su cabeza.

– Maldita sea -gruñó Grofield-. Ou, yo… Podrías mover esto… Me gustaría… Aaaah…

Al fin volvía a ser él mismo; se sentó y miró afuera; un cementerio.

Exactamente. La iglesia de ladrillos rojos estaba detrás del coche, que se encontraba en el centro del cementerio. Un terreno llano dispuesto simétricamente con tumbas de piedra, y aquí y allá un arce o un arbusto. A cierta distancia, en frente, comenzaba un monte que se prolongaba hasta unas lejanas colinas. A la izquierda y a la derecha, campos sembrados separaban al cementerio de unas casitas idénticas.

– En medio de la muerte -murmuró Grofield-, estamos en la vida.

La chica, ocupada con su ropa, le echó una mirada distraída.

– ¿Qué?

– Nada. Pensaba.

– Por favor -dijo ella con voz verdaderamente asustada-. Ni siquiera has empezado a vestirte.

– Está bien -respondió él; miró a su alrededor y encontró un calcetín. Mientras se lo ponía, le dijo-: Te llevaré a casa. -Estornudó.

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