Calesian se paseaba de un lado a otro del estudio mientras Buenadella, sentado en el escritorio y con el rostro arrugado por la preocupación, lo observaba con tanta atención como si estuviese contemplando un partido de tenis de un solo hombre. Las cortinas de los ventanales no se habían echado, con lo que se podía divisar a través de los cristales un jardín iluminado por los faroles, los arbustos y árboles fantasmales bajo el resplandor enfermizo de una tenue luz.
Calesian estaba seguro de ser el jefe. Le había tomado la delantera a Buenadella, había tenido una productiva reunión con George Farrell, había estado presente escuchando todo durante la primera reunión de tanteo de esa tarde entre Dutch y Ernie Dulare, y tenía bajo control a Parker. Pero aun así, se sentía tenso, como si una pistola estuviese a punto de dispararse contra él desde algún lado y tuviese que estar preparado para ocultarse.
Estaba a la expectativa del resultado de las elecciones, eso era todo. Mañana a las nueve se abrirían las mesas electorales, a las ocho de la noche se cerrarían, y entonces todo habría terminado. Todo estaría en su lugar, todas las relaciones aseguradas, sus manos sostendrían firmemente las riendas, no habría posibilidad de extorsión alguna, o de que alguien causara problemas.
Parker, por ejemplo. Si volvía mañana, si realmente era tan estúpido como para volver a esta ciudad, no importaría cuánto ruido y problemas armase. Toda la organización local podía interrumpir sus negocios por un día y salir a capturar al maldito bastardo, como mil gatos cazando a un ratón, y eso significaría su fin. Si es que volvía. Cosa que no era nada probable que sucediera.
Hubo un golpe en la puerta. Calesian miró a Dutch y lo vio allí sentado, con las cejas levantadas, pensando si debía entrar o no esa persona. Era su propio estudio, su propia casa, y le permitía a Calesian ordenarle si debía o no decir «Adelante»; hasta ahí había llegado el control de Calesian, quien resistió el impulso de sonreír mientras asentía: «Sí, puedes dejar entrar a quien sea».
– Adelante -dijo Buenadella y entró el doctor Beiny, con aspecto soñoliento y malhumorado. Pero era su aspecto de siempre, excepto en los momentos en que se metía en problemas graves; entonces parecía bien despierto y aterrorizado.
– ¿Cómo está? -preguntó Calesian.
– Respira -respondió el doctor-. Eso es todo.
– ¿Y el dedo?
– ¿Qué dedo? -preguntó el doctor, asombrado.
– Se supone que debe cortarle otro.
El doctor miró a Buenadella, que dijo:
– Le dije que no lo hiciera, Hal.
¿Un motín?
– ¿Por qué diablos no? -preguntó Calesian.
– Dijo que era demasiado peligroso, que el tipo podía morir del shock. Y no sabemos dónde está Parker, ni cómo mandárselo.
El matiz de ruego en la voz de Buenadella tranquilizó a Calesian. Y era cierto que no sabían dónde estaba Parker, o cómo ponerse en contacto con él. Le habían dejado recados en la casa de Al Lozini, Jack Walters y Nate Simms, pero hasta ahora el tipo no había vuelto a salir a la superficie. Quizá no volviera a hacerlo, quizá ya había tenido bastante y se había marchado. Calesian trataba de acomodar esa actitud con su recuerdo de Parker, y, según pasaban las horas, le parecía cada vez más probable la idea de una retirada definitiva. De modo que, magnánimo, les dijo a Dutch y al doctor.
– Entonces está bien. Pero, doctor, si volvemos a tener noticias de Parker, lo quiero aquí de inmediato. Lo quiero aquí con una sierra en la mano.
– Lo que usted diga.
– Pero, ¿y si lo mata? -preguntó Buenadella.
– Después de mañana -contestó Calesian-, no lo necesitamos vivo.
– No quiero oír eso -dijo el doctor Beiny. Súbitamente se sentía nervioso-. Me voy a casa -afirmó-. Si necesitan de mí, llámenme y vendré.
Calesian le dedicó una sonrisa burlona.
– Es muy amable al hacer visitas a domicilio, doctor -dijo.
Beiny se marchó y cerró la puerta tras de sí. Dutch preguntó:
– Piensas matarlo, ¿no es así?
Pensando que se refería al doctor, Calesian miró sorprendido a Dutch y le dijo:
– ¿Qué? ¿Para qué?
– Has dicho que no lo necesitamos vivo después de mañana.
– Ah, Green. Bueno, qué importa, ya está muerto, ¿no? Si no fuera por nuestro doctor, hace mucho que estaría muerto.
– Está vivo, Hal.
– No si dejamos de atenderlo -dijo Calesian-. Además, no tenemos que matarlo. Todo lo que tenemos que hacer es sacarlo de esa cama, ponerlo en un coche y llevarlo fuera de la ciudad. Dejarlo a un lado de la carretera, como Parker dejó al pobre Mike Abadandi. Mike murió, ¿no?
– Mucha gente está muriendo -respondió Buenadella con aire fúnebre-. ¿Y dónde diablos está Frankie Faran?
– Bajo una piedra -dijo Calesian-. Debe de estar bien escondido con una botella y una chica. No te preocupes por Frank Faran, ése es de los que corren cuando las ven venir.
– Debería haber dicho algo, al menos. -Buenadella jugueteaba con sus lápices-. No habría desaparecido así como así.
– Tranquilízate -le indicó Calesian-. Tenemos todo bajo control. Mañana son las elecciones y después se termina el jaleo.
– Ojalá ya fuese miércoles -expresó Buenadella.
Calesian soltó una risa. Él deseaba lo mismo, pero no podía admitirlo ante Dutch. De modo que se rió y dijo condescendiente:
– Pobre viejo Dutch.
Y caminó hasta los ventanales para mirar, distraído, el jardín iluminado por los faroles. Miró hacia arriba, al cielo, pero las luces encendidas de la casa le impedían ver nada que no fuera negrura. Siguió mirando de todos modos, con un semblante deliberadamente despreocupado, como si observase por placer una luna llena, blanca como la leche, recorriendo un cielo estrellado.