XLVI

Antes de reemprender su nueva vida, Ben Pelzer había permanecido preso dos años, experiencia que le sirvió para recuperar el gusto por el orden y la limpieza en todo lo que hacía. El apartamento del tercer piso en la East Tenth Street, donde era conocido como Barry Pearlman, estaba siempre tan limpio como una patena, y lo mismo su casa en Northglen, donde vivía bajo su propio nombre con su esposa y sus mellizas de tres años, Joanne y Joette.

La vida de Pelzer estaba organizada con tanta limpieza como sus casas, y el comienzo de su semana era el viernes, cuando en su casa de Northglen hacía su maleta y cogía un avión; a veces a Baltimore, o a Savannah, o a Nueva Orleans, o, más raramente, a Nueva York. Nunca sabía de antemano adónde iría, y no le importaba. Simplemente pasaba por la oficina de Frank Schroder, recogía los billetes, las instrucciones, la bolsa con el dinero y partía.

En el aeropuerto de esa ciudad, cualquiera que fuese, tenía que hacer una llamada telefónica, aunque de vez en cuando había un encuentro real en el aeropuerto; en Nueva York solía suceder así. Él entregaba el dinero, recibía la mercancía y volvía en el vuelo siguiente a Tyler. Conducía su coche hasta la casa de la East Tenth Street, subía a su apartamento y esperaba la primera llamada en la puerta.

Nunca tardaba mucho. Ben Pelzer era la Madre de las Madres, el mayorista de todos los distribuidores callejeros de Tyler. Frank Schroder disponía de otros para otros territorios, pero la acción centavo a centavo en las calles, por la cajita de píldoras o el sobre de papel que se compra en un portal o en un banco del parque, se realizaba con la mercancía que había pasado por las manos de Ben Pelzer.

Y el fin de semana era de lo más activo. La noche del viernes y la mañana del sábado los minoristas hacían cola en la puerta de Barry Pearlman para proveerse, y la noche del sábado volvían a por más. No podían comprarla toda a la vez, porque la compra se hacía estrictamente en efectivo y ninguno de los minoristas tenía tanto dinero en efectivo el viernes como para comprar la provisión de todo el fin de semana.

En una sesión normal, las mercancías puestas en circulación por Pelzer producían unos cien mil dólares en la calle. El veinte por ciento de esa cifra les correspondía a los minoristas, el resto venía al apartamento de Pelzer. La parte de Pelzer era el dos por ciento del efectivo semanal, lo que hacía una media de unos mil seiscientos dólares, lo que no estaba nada mal por una semana. Los setenta u ochenta mil restantes eran de Frank Schroder, y con eso se volvía a comprar más a la semana siguiente, se pagaba a la ley y los socios principales recibían su dividendo; durante todo el fin de semana, ese dinero se guardaba en una maleta bajo la cama de Pelzer.

Era demasiado dinero para tenerlo en un solo sitio, especialmente si gente como los clientes de Ben Pelzer lo sabían, pero nunca había habido un intento de robo. En primer lugar, todos los que conocían la existencia del dinero también sabían a quién pertenecía. Y en segundo lugar, Pelzer y el dinero nunca estaban solos en el apartamento; dos de los hombres de Frank Schroder permanecían con él; llegaban el viernes, no más de media hora después que el mismo Ben, y se quedaban con él y con el dinero durante todo el fin de semana. Los dos que habitualmente ocupaban ese puesto, Jerry Trask y Frank Slade, eran grandes y fuertes, un gran contraste con el delgado y meticuloso Ben Pelzer, y durante los tres últimos años los tres habían llenado las horas muertas de los largos fines de semana con una interminable partida de Monopoly. Se prestaban dinero unos a otros, se perdonaban deudas, inventaban nuevas reglas y hacían todo lo posible por mantener viva la partida. Ya los tres eran millonarios en la ficción y usaban los billetes de tres juegos. Ninguno se cansaba nunca del juego, que estaba permanentemente puesto sobre una mesa en el medio de la sala del apartamento.

La semana del trabajo de Pelzer -y su período de ser Barry Pearlman- terminaba la noche del lunes, muy tarde. Como residuo del tráfico del fin de semana, siempre había una última erupción de compras el lunes, cuando los minoristas se proveían para sus operaciones diarias con los clientes serios, muy distintos de los aficionados del fin de semana. A la medianoche del lunes se completaba el negocio, pero Pelzer siempre lo mantenía abierto hasta la una de la mañana. Por último, a la una en punto, abandonaba el juego del Monopoly y se encerraba en el dormitorio mientras Trask y Slade lavaban los platos y limpiaban todo. Si alguien llamaba después de la una, no tenía suerte: nadie respondía.

En el dormitorio, Pelzer colocaba la maleta sobre la cama, sacaba el dinero y lo contaba lentamente. Esta semana el total fue de ochenta y dos mil novecientos dólares. Su dos por ciento ascendía a mil seiscientos cincuenta y cinco dólares y veinticuatro centavos, pero siempre bajaba la cifra a la centena, de modo que esta semana había realizado exactamente su promedio: mil seiscientos dólares. Apartó ese dinero en los billetes más nuevos, casi todo en billetes de veinte y de cinco, y lo guardó bajo su camisa. Sacó otros quinientos dólares, en billetes de diez y veinte, los puso a un lado de la cama y cerró la maleta. Luego abrió la puerta del dormitorio y llevó la maleta y los quinientos extra a la sala.

Los quinientos eran la paga de sus asociados: doscientos cincuenta para cada uno. Nunca hablaba con ellos de su propio salario, de modo que ellos no sabían la disparidad entre sus mil seiscientos dólares y los escasos doscientos cincuenta de ellos; al no saber nada, nunca causarían problemas.

A partir de aquí, la rutina indicaba que saldrían del apartamento e irían en el coche de Pelzer hasta el aparcamiento que había detrás de la oficina de Frank Schroder, donde los estaría esperando otro coche y Pelzer se iría a casa, donde su esposa lo estaría esperando con una cena tardía. Comerían juntos, lavarían los platos y se irían a la cama; a partir de ahí, Pelzer se quedaba en casa, entreteniéndose con su jardín y su trabajo de carpintería hasta el viernes por la mañana y el comienzo de otra semana laboral.

Era un trabajo fácil, sin problemas, sin esfuerzos. Le permitía pasar cuatro noches y tres días enteros con su familia todas las semanas, le ofrecía viajes interesantes y le presentaba una amplia variedad de tipos humanos; la paga era buena y nunca había surgido ningún problema.

Hasta esta noche.

– Aquí vienen -dijo Carlow.

Habían localizado el Oldsmobile Cutlass de Pelzer, casi a una manzana del apartamento, y estaban aparcados detrás, en un coche diferente, pues Carlow había cambiado el Mercury por un American Motors Ambassador. El aire acondicionado funcionaba mejor en este coche, pero no había sitio para los tres delante, especialmente por el tamaño de Dan Wycza. De modo que él se sentaba detrás; Wycza, Devers y Carlow observaban salir a los tres hombres del edificio, a una manzana de distancia, y venir hacia el coche; el hombre más pequeño, entre los otros dos, transportaba una maleta aparentemente pesada, mientras los otros miraban a derecha e izquierda al caminar.

– Los miro -dijo Wycza-, miro a esos tipos y pienso que no son sensatos.

– ¿Te parece que nos darán problemas? -preguntó Devers.

– Creo que tendremos que empezar matándolos.

Devers pareció preocupado.

– No sé -dijo.

– Yo sí sé -repuso Carlow. Señaló con la cabeza a Wycza y le dijo a Devers-: Tiene razón. A esos dos tan grandes los contrataron para cuidar el dinero. Si lo pierden, están muertos de todos modos.

– Yo tengo buena puntería -aseguró Devers-. Dejadme herir a uno y les daremos la oportunidad de ser sensatos.

Carlow se volvió hacia Wycza para conocer su opinión. Estos tres hombres no se conocían entre sí, nunca habían trabajado juntos. Hoy se habían visto por primera vez; Wycza y Devers en el avión, y Carlow, en el apartamento de Parker. Les era difícil saber cómo repartirse el trabajo, en qué cosas era experto cada uno. Carlow y Wycza, mirándose en la débil iluminación de una calle perpendicular, trataron de llegar silenciosamente a un acuerdo sobre Devers, y al mismo tiempo de medirse entre sí. Wycza bajó los ojos y asintió ligeramente, encogiendo los hombros, como si dijera: «Qué diablos, dejémosle que haga lo que le parezca, tendremos tiempo de cubrirnos». Carlow torció los labios y miró hacia el frente antes de contestar, gestos que para Wycza significaban claramente: «La decisión te corresponde a ti, yo sólo soy el conductor, y si sale mal, no será culpa mía». En voz alta, Carlow le dijo a Devers:

– Como te parezca.

– Vale la pena probar -contestó Devers. Se volvió y dijo a Wycza-: Dime qué te parece. Si a pesar de todo quieren causar problemas, intervienes tú. -De modo que Devers también se mostraba prudente en esta nueva asociación y no aceptaba toda la responsabilidad sobre sus hombros.

Wycza asintió. Devers dispararía contra uno en el hombro, y si no se calmaban Wycza dispararía contra los tres a la cabeza.

– Perfecto -contestó.


El corredor de Bolsa Andrew Leffler no pensó en el cuarto trasero cuando los ladrones aparecieron en su casa a mitad de la noche. Se despertó al encenderse la luz y se sentó, atónito, y vio a dos hombres vestidos de negro, con capuchas negras en la cabeza, en el umbral del dormitorio, apuntándolo con sus pistolas. En esos primeros segundos de vigilia pensó que eran simplemente rateros que venían a apoderarse de cualquier cosa de valor que hubiera en la casa.

Automáticamente su mano derecha tanteó la mesilla de noche en busca de las gafas. En la otra cama, Maureen también se había despertado y su esposo oyó la respiración entrecortada que indicaba que ella también había visto a los hombres y sus armas, pero no gritó, y al pensar en la tranquilidad y presencia de ánimo de Maureen disminuyó también su pánico, causado por la torpeza de sus dedos con las gafas. Al no poder ver correctamente, todo parecía peor.

– Tranquilícese -dijo uno de los hombres-, y no haremos daño a nadie.

Cuando al fin logró ponerse las gafas, cambió de opinión al instante y decidió que estos eran dos secuestradores. «Que sea a mí a quien quieren -pensó- y no a Maureen.»

Con las gafas podía verlos con más claridad. Los dos eran hombres delgados y parecían más delgados aún por las ropas negras. Sostenían con firmeza sus pistolas y se habían separado. Ahora estaban flanqueando el umbral. Y también estaban, notó Leffler, fuera del campo visual de las ventanas.

Uno de ellos dijo:

– Levántense. Los dos. Pónganse una bata y zapatillas. No necesitarán más; afuera hace calor.

«¿Los dos?», pensó Leffler.

– Llévenme a mí -dijo-, sólo me quieren a mí.

– No pierda tiempo -le contestó el hombre. Su voz estaba extrañamente alterada y deshumanizada por el efecto de la capucha negra-. Si tenemos que llevarlos por la fuerza -añadió-, lo lamentará.

Con voz débil pero gestos firmes, como casi siempre, Maureen dijo:

– Hagamos lo que dicen, Art. -Y fue la primera en apartar la manta y salir de la cama.

Leffler se dio prisa para estar a su lado. Le enfurecía que estos dos hombres vieran a su esposa en camisón, aunque el grueso algodón no mostraba nada y el camisón era tan amplio que había que adivinar la forma del cuerpo. Pero su sensación de intrusión personal, de violación de la propiedad, comenzó con Maureen y su camisón. Con la voz más trémula por la ira que por el miedo, dijo abruptamente…

– Ustedes dos pagarán por esto.

Ellos no se molestaron en responder y, en cierto modo, eso fue peor que la respuesta más dura. Oyendo una y otra vez el eco de su estereotipada bravata, Leffler se sintió embarazado y se dio prisa con su bata y sus zapatillas, como si quisiera terminar lo antes posible con esta experiencia tan humillante.

Cuando los dos estuvieron listos, uno de los hombres dijo:

– Ahora apagaremos la luz, pero los alumbraremos con la linterna; y podemos ver muy bien en la oscuridad, de modo que no se pasen de listos. Caminen hasta la puerta de entrada y salgan.

¿Discutir con ellos? ¿Tratar de que explicaran qué plan tenían? Leffler vaciló, pero supo que ninguna discusión serviría de nada, y que sólo terminaría peor de lo que estaba, así que cogió a su esposa del brazo y los dos fueron hacia la sala.

Durante los primeros pasos la luz estaba encendida, pero pronto fue apagada y ocupó su lugar el pequeño rayo de una linterna; apuntaba a sus espaldas y arrojaba grandes sombras hacia delante; apenas si iluminaba las paredes y los muebles a los lados. Siguieron caminando por la casa, por un camino que hubieran podido recorrer con los ojos cerrados. Pero este sistema era peor que caminar con los ojos cerrados; las sombras que se alteraban constantemente transformaban el terreno familiar en un territorio desconocido. Cuando entraron a la sala, Leffler se golpeó la rodilla contra un ángulo del piano.

La mano de Maureen apretó su brazo.

– ¿Estás bien?

– Sí -contestó él y, aunque le dolía terriblemente, se las arregló para seguir como si nada hubiera pasado y para no inclinarse a tocar la rodilla golpeada. No mostraría debilidad frente a estos hombres delante de Maureen aun en estas circunstancias. La palmeó en el brazo y le susurró:

– Lo siento querida.

– No seas tonto. -Ella se apoyó en él y él sintió su sonrisa-. Esto es una aventura, nada más -dijo.

Una aventura. «Tengo cincuenta y siete años -le dijo él con el pensamiento- y tú cincuenta y cuatro. Ya no necesitamos aventuras.»

Pero no dijo nada en voz alta. Y el valor y la calma de su esposa lo ayudaron a seguir adelante hasta la puerta, con los dos pistoleros que los seguían silenciosamente.

Y aún no había pensado en el cuarto trasero.


Nick Rifkin vivía encima del bar. El bar se llamaba Nick’s Place, y todo el edificio estaba a nombre de Nick Rifkin, aunque en realidad él no era el dueño de nada. Como explicaba a veces a sus amigos:

– Sólo soy el administrador de unos tipos.

Nick tenía ya cincuenta y dos años, era un hombre fuerte y alegre a quien le agradaba jugar a «barman» y vivía en un semirretiro. Había sido soldado de confianza de la organización desde su adolescencia, y una vez había sido chivo expiatorio de un homicidio cometido en realidad por uno de los tipos más importantes de la ciudad; había pasado cinco años y tres meses preso, y al salir su premio había sido el Nick’s Place. Abajo, el bar; y arriba, el apartamento y los préstamos no oficiales. Él recibía parte de las dos cosas, le iba muy bien, se divertía y disfrutaba de la vida.

Las operaciones de préstamo se realizaban sin problemas y la mayoría de los que pedían dinero eran gente honrada: comerciantes en apuros, corredores que necesitaban efectivo con urgencia, gente que no conseguía créditos corrientes por falta de avales, o cosas así. Podían pedirle cantidades grandes a Nick, cantidades sorprendentes, y ni a Nick ni a la gente que estaba tras él le importaba si la deuda era pagada alguna vez. Lo que importaba era mantenerse al día con los intereses: dos por ciento mensual, todos los meses. Si no se pagaba un mes, unos tipos iban a visitar al deudor y hablaban con él. Si no se pagaban dos meses, iban esos mismos tipos, pero no a hablar.

Con los préstamos que salían y los intereses que entraban, siempre había mucho en efectivo en Nick’s Place, pero no había de qué preocuparse. Nick estaba suscrito a la compañía de alarmas y el coche de policía de la zona vigilaba con especial atención el sitio; y, además, ¿a quién se le ocurriría robar dinero que pertenecía a hombres como Ernie Dulare o Adolf Lozini?

A alguien. La luz del dormitorio se encendió y Nick abrió los ojos y vio a dos tíos allí con capuchas y pistolas.

– ¡Dios santo! -exclamó Nick, y trató de sentarse. El brazo de su esposa, Ángela, estaba cruzado sobre su pecho y le impedía erguirse, pero al fin pudo apartarlo y sentarse, parpadeando hacia la luz.

– Arriba, Nick -ordenó uno de los encapuchados-. Levántate y abre el armario.

– Están locos -respondió Nick. Frotándose los ojos, tratando de despertarse más para pensar, añadió-: Tienen que estar locos. ¿Saben de quién es ese dinero?

– Es nuestro. Vamos, Nick, tenemos prisa.

Ángela murmuró, roncó, y se dio la vuelta pesadamente hacia el otro lado. Una cosa podía asegurarse de Angela: cuando estaba dormida, dormía. Nick en un rinconcito de su mente, agradeció que no se despertarse y empezara a gritar, y lentamente sacó las piernas de las sábanas y las bajó al lado de la cama.

– ¡Cristo!, ¿qué hora es?

– Muévete, Nick.

El suelo estaba frío. El aire acondicionado zumbaba bajo la ventana, haciendo circular el aire frío como una niebla invisible sobre el suelo. Nick, sentado con su camisa y sus pantalones cortos de boxeador, miró con el ceño arrugado al que hablaba, tratando de verle la cara a través de la capucha y tratando de reconocer la voz que lo llamaba por su nombre de pila. Dijo:

– ¿Nos conocemos? -Pero en el momento en que hacía la pregunta supo que no quería conocer la respuesta. Si un tipo tenía una capucha y una pistola, eso significaba que no había que verle la cara.

Además, la alarma ya habría sonado. Estos tipos debían de haber roto algo para entrar, de modo que en la compañía ya habrían llamado a la policía. Así que todo lo que tenía que hacer Nick mientras tanto era obedecer órdenes y prepararse para tirarse al suelo.

Perfecto. Se puso en pie y dijo:

– Olvídelo. No quiero saber si lo conozco.

– Muy inteligente. Abre el armario, Nick.

– Sí, sí. -Deseó haberse calzado las zapatillas-. Y la caja fuerte -dijo.

– Exacto -afirmó el hombre de la pistola.

Estos tipos sabían mucho. Sabían que el dinero estaba en la caja fuerte, y sabían que la caja fuerte estaba en el armario del dormitorio. Pensando en eso, preguntándose cómo habrían llegado a saber tanto y cómo es que mostraban tanta calma robando dinero de la organización, Nick abrió la puerta del armario y se puso en pie para maniobrar el dial de la caja fuerte. Detrás de él los dos tipos esperaban, pistolas en mano. Y Ángela roncaba. Y Nick se preguntaba cuánto tardaría la policía en llegar.


Cuando se encendió la luz y sonó la alarma en el cuarto de guardia de la compañía, lo que indicaba que habían entrado en el Nick’s Place, Fred Ducasse la apagó y siguió leyendo el artículo de la revista que tenía entre manos sobre las últimas ideas de control de multitudes; la revista se llamaba El Jefe de Policía.

El problema era que con unas cartas de pinacle se podía hacer una cantidad limitada de cosas. Mientras Philly Webb estuvo con ellos habían usado las cartas para su propósito original -el pinacle- y habían jugado los tres, Ducasse, Handy McKay y Webb. Pero Webb se había ido a conducir para Wiss y Elkins, encargados del trabajo con el corredor de bolsa, Leffler, y eso había significado el fin de la utilidad de las cartas. Ducasse y Handy habían probado a jugar al gin rummy o a cualquier otro juego, pero ninguno de ellos salía con aquel maldito juego de cartas de pinacle.

Así que finalmente habían buscado algo para leer y en una oficina del interior encontraron un estante lleno de revistas, todas ellas sobre temas policiacos o de seguridad. Pero como no tenían nada que hacer y el tiempo pasaba muy lentamente, Ducasse leía sobre el control de multitudes y Handy sobre sistemas de seguridad con circuitos cerrados de televisión.

Unos cinco minutos después de haber sonado la alarma del Nick’s Place, sonó el teléfono. Ducasse y Handy se miraron.

– ¿Parker? -preguntó Ducasse.

– Quizá no. Mejor que conteste el muchacho.

El guardia que tenían sentado en una silla, con los ojos vendados, parecía esperar. Handy fue hacia él y le tocó el hombro.

– A trabajar -le dijo.

El guardia se mojó los labios y no dijo nada. Handy sentía bajo su mano los músculos tensos del hombro. Con voz amable, pero firme, le dijo:

– Recuerde lo que le dijimos. Si nos trae problemas, peor para usted.

– Me acuerdo. -La voz del guardia sonaba ronca, como si hubiera pasado una semana sin hablar.

– Aclárese la garganta.

– Estoy bien.

El teléfono había sonado tres veces; ya era bastante.

– Ya vamos -dijo Handy. Levantó el auricular y lo sostuvo junto a la cabeza del guardia, en ángulo, de manera que el hombre lo sintiera y al mismo tiempo Handy pudiera oír lo que decían.

Hubo una vacilación casi imperceptible, y el guardia dijo:

– Compañía de alarmas.

– Hola, ¿Harry?

– Eh… no, soy Gene.

– ¿Qué tal, Gene? Habla Fred Callochio. ¿Hay movimiento?

– Aquí no. Desde hace un par de horas.

– ¿Todo tranquilo, eh? Mejor así.

– ¿Y vosotros qué tal?

– Nada. Ya sabes, noche de lunes.

– Aquí lo mismo.

– Nos veremos entonces, Gene.

– Está bien, Fred. Hasta luego.

Handy, inclinado sobre el guardia para oír la conversación, esperó el clic del otro lado, luego colgó y preguntó:

– ¿Quién era?

– Es un policía -contestó el guardia-. Un sargento del centro, del Cuartel General.

Ducasse se había acercado.

– ¿Es normal que llame? -preguntó.

No lo era. Lo supieron por la vacilación del guardia. Al fin respondió:

– No todas las noches. A veces llama.

Ducasse y Handy se miraron.

– Saben que algo pasa -dijo Handy-. Están averiguando.

Ducasse le sonrió apenas.

– Esperemos que no descubran nada.

– No lo harán -aseguró Handy. Palmeó el hombro del guardia felicitándolo-. Lo hizo muy bien -dijo.

El guardia no respondió.

Handy y Ducasse se estaban volviendo a acomodar en sus asientos cuando volvió a sonar la alarma. Los dos miraron y Ducasse buscó el número de la luz en la consola que tenía enfrente. Apagó la alarma y se volvió con una sonrisa a Handy.

– Es el corredor de bolsa -dijo.

Cuando Andrew Leffler comprendió que los ladrones lo llevaban a su oficina, supo que no había por qué preocuparse. Los había visto coger las llaves de la cómoda, al parecer con el único propósito de abrir la puerta del frente y entrar, sin darse cuenta de que nadie podía entrar en ese sitio de noche, ni siquiera el mismo Leffler, con una simple llave, sin poner en marcha la alarma en la compañía de seguridad. En pocos minutos, la policía y los guardias de la compañía estarían aquí, y seguramente estos hombres eran lo bastante profesionales como para ofrecer una resistencia peligrosa. De modo que todo terminaría muy pronto.

Una vez que hubieron salido de la casa, los metieron en el asiento trasero de un automóvil que esperaba en la calle, con un tercer hombre armado al volante. A Leffler y a su esposa se les ordenó echarse en el suelo del coche y quedarse quietos durante todo el viaje, probablemente para impedirles ver las caras de sus secuestradores, que se quitaron las capuchas durante el viaje a través de la ciudad.

La oficina. Los hombres volvieron a ponerse las capuchas, empujaron a los Lefflers en bata y zapatillas por la acera oscura y vacía hacia la entrada de la oficina. Uno de ellos puso la llave en la cerradura y abrió la puerta. Leffler casi sonrió al verlo hacer eso.

Y aún no había pensado en el cuarto trasero. Estaban en la oficina en Tyler de Rubidow, Kancher & Co., una firma de corredores de bolsa de Nueva York, y él era el encargado de la firma en la ciudad; daba por seguro que estos hombres querían seguros negociables, bonos y documentación de ese tipo, y que lo habían traído para abrir la caja, con Maureen presente para asegurarse de su cooperación. Pero en cuanto al cuarto trasero, casi nunca pensaba en él, y había tan poca gente que supiera de su existencia que casi nunca se hablaba de él. Nadie lo mencionaba. De hecho, quizá porque su conciencia no estaba muy tranquila al respecto, Leffler solía hacer un esfuerzo consciente por no pensar en el cuarto trasero.

Había empezado doce años atrás, con su hijo menor, Jim. Sus cinco hijos se habían abierto camino, estaban casados y dispersos por todo el país, y ninguno de ellos era ya causa de problemas para Leffler; pero no siempre había sido así. Jim había pasado por una adolescencia azarosa, con drogas y robos y otras cosas de las que Leffler nunca había querido enterarse mucho, y si no hubiera sido por un hombre como Adolf Lozini, su hijo Jim estaría en la cárcel ahora, o, en el mejor de los casos, estaría en libertad provisional, con antecedentes en la policía y un futuro arruinado.

Un abogado llamado Jack Walters fue quien sugirió en aquella mala época que Adolf Lozini podría ayudarlo. Leffler no había querido ponerse en contacto con un hombre que era un criminal reconocido, un gánster, ¿pero qué otra alternativa le quedaba? No podía admitir que Jim fuera a la cárcel, no si había una posibilidad de salvarlo.

Y había aparecido esa posibilidad. Y el precio que había pedido Lozini no era mucho; en el curso de sus negocios con comerciantes honrados, en muchos años, Leffler se había acercado mucho más al margen de lo ilegal. Porque todo lo que Lozini le había pedido era el uso de su cuarto trasero.

La mayoría de la gente que poseía acciones no guardaba consigo los certificados. Sus agentes lo hacían, tanto por seguridad -pues tenían cámaras de seguridad en sus oficinas, o bien las alquilaban a un banco- como por conveniencia, para cuando llegara el momento de venderlas. Como Rubidow, Kancher & Co. era una firma grande con una sucursal grande y activa en Tyler, el corredor tenía su propia cámara de seguridad, que era una estructura dividida en dos al fondo de la oficina de la compañía, en el primer piso del Edificio Nolan en la London Avenue. La cámara estaba separada por una medianera del banco vecino, pero tenía su propio sistema de seguridad, instalado y mantenido por la compañía de alarmas. El cuarto más amplio de la sección de seguridad era usado para almacenar la mayoría de las acciones y bonos, así como los libros de la compañía. La sección interna que en la oficina llamaban «el cuarto trasero» estaba reservada para papeles que rara vez se necesitaban, para las transacciones más delicadas, para los abonos estatales y otros altamente negociables…, y para Adolf Lozini.

Lozini guardaba dinero allí. Y lo mismo hacían otros socios de Lozini, hombres llamados Buenadella, Schroder, Dulare, Simms, Shevelly y Faran. Y Jack Walters también, el abogado que había puesto en contacto a Leffler con Lozini.

Para estos hombres, el cuarto trasero en la cámara de seguridad de Rubidow y Kancher tenía una gran ventaja sobre una cuenta en un banco extranjero o en una caja de seguridad en un banco americano. A diferencia de un banco extranjero nunca había problemas con el transporte de fondos desde o hasta el cuarto trasero, ni tampoco existía ese sentimiento ligeramente incómodo de estar, después de todo, a merced de los bancos europeos o de los gobiernos europeos, que en cualquier momento podían alterar sus políticas, cambiar sus leyes, redefinir sus prácticas bancarias.

En cuanto a una caja de seguridad local, era bastante segura mientras su titular estuviese vivo; y aun así, era posible que un fiscal de distrito pudiese conseguir una orden judicial y hacerla abrir. Pero la verdadera falla de una caja de seguridad aparecía cuando un hombre moría; como parte de la herencia del muerto, la ley exigía que la caja se abriera en la presencia física del notario ejecutor del testamento y un representante del banco y un agente de impuestos.

En el cuarto trasero de Rubidow, Kancher & Co. esos problemas no existían. Adolf Lozini y sus socios podían meter o sacar dinero cuando quisieran, y si uno de ellos moría, los otros se harían cargo de las cosas. Para Leffler eso no significaba un riesgo, ni siquiera un inconveniente.

Al menos, nunca lo hubo. Pero esta noche, cuando Leffler y su esposa estaban dentro de la oficina con los dos encapuchados -el tercero se había quedado fuera, en el coche-, uno de los hombres dijo inmediatamente:

– Está bien, señor Leffler, echemos un vistazo al cuarto trasero.

Mucho más tarde, a Leffler se le ocurrió pensar en lo imposible que era que esta gente estuviese familiarizada con ese término usual en la oficina; al principio sólo pensó que ellos querían los bonos del estado. Y su respuesta inmediata fue intentar salvar los bonos, mintiendo:

– No puedo hacerlo. La puerta tiene un mecanismo de apertura retardada.

– Tenía una sola oportunidad de hacerse el estúpido -dijo uno de los hombres- y es ésta. Esta cámara de seguridad no tiene ese mecanismo de apertura retardada que usted dice. Haga su trabajo.

Leffler lo miró. «Lozini», pensó; pero no pudo creerlo. Una luz de la calle entraba por la ventana y llenaba la oficina de luz rosada; bajo esa luz, Leffler trató de leer las capuchas sin rasgos y la esbeltez de los cuerpos. «¿Cuánto sabían esos dos?»

Lo sabían todo. Uno de ellos, dijo:

– Vamos, señor Leffler, lo que queremos es el dinero de la organización.

«Me atraparon», pensó Leffler, hundiéndose en la desesperación, y se dejó llevar sin quejarse cuando uno lo cogió del brazo y lo hizo avanzar por la oficina, más allá del resplandor rosado de la calle, hacia la oscuridad de la cámara de seguridad.


Nick Rifkin deseaba que su esposa no roncase así. Lo humillaba frente a estos bastardos. Se quedó en pie al lado de la cama, descalzo, helado, y miró cómo uno de ellos llenaba una bolsa de cuero con el dinero de la caja fuerte, mientras el otro lo miraba a él y lo apuntaba con la pistola. Y Angela, a quien no le molestaba la luz, la conversación ni nada de nada, seguía allí boca arriba, roncando. Y lo hacía con una fuerza inaudita.

Finalmente, no pudo soportarlo más.

– ¿Le importa si le doy la vuelta? -preguntó el hombre que lo miraba.

– Debería tirarla por la ventana -respondió-. Haga lo que quiera.

– Gracias -dijo Nick, pero se guardó el sarcasmo para sí. Puso una rodilla en la cama, se inclinó y tomó a Ángela por un hombro; tiró hasta que ella suspiró, cambió el ritmo de la respiración y se dio la vuelta hacia un lado. Se calló.

Nick se incorporó y vio que el otro salía del armario, con la bolsa de cuero llena y cerrada. Nick miró la bolsa, lamentando que todo ese dinero se fuera. No importaba lo que sucediera después, a quién le echaran las culpas, algo caería sobre su propia cabeza, y lo sabía.

– Me están causando un gran perjuicio -dijo.

El que lo había estado apuntando dijo:

– Le daré información confidencial. Nadie se ocupará de usted.

Nick lo miró asombrado. Por primera vez se le ocurrió que quizá estaba sucediendo algo más que un simple robo. Había oído rumores la semana anterior, una especie de problema, un tipo al que buscaban… ¿esto tendría algo que ver?

En fin, era algo de lo que tampoco quería enterarse.

– Confío en su palabra -dijo.

El que traía la bolsa comentó:

– Usted es un tipo realmente listo, Nick; es un tipo que vale la pena.

– No se molesten en darme más información -le contestó Nick.

El otro dijo:

– Le daré algo mejor, Nick. Una pequeña sugerencia. -Nick lo miró expectante-. Muy pronto -continuó- usted querrá hacerle una llamada a alguien, para contarle esto.

– Seguro.

– Llame a Dutch Buenadella -le indicó el tipo.

Nick arrugó la frente.

– ¿Por qué?

– Le interesará, Nick.

El que llevaba la bolsa intervino:

– Nick, tendrá que salir a caminar un poco con nosotros.

– ¿Por qué no me quedo aquí sentado y cuento hasta un millón?

– No haga chistes, Nick -dijo el otro-. Hagámoslo a nuestro modo.

Le habían dado un consejo sobre la persona a quien debía llamar, así que no pensarían en matarlo, ni en hacerle daño. Sería sólo un golpe en la cabeza, cosa que podría soportar.

– Está bien -contestó-, ustedes mandan.

Cuando salían del dormitorio volvió a empezar el ronquido. Nick sacudió la cabeza, pero no dijo nada, y bajó la escalera con el tipo que llevaba el dinero delante y el otro detrás.

Una vez abajo cruzaron el bar, y a Nick se le ocurrió pensar en por qué no habría venido la gente de la compañía de alarmas.

De modo que éstos también debían de haber cortado los cables.

Abrieron la puerta de entrada y Nick se hizo a un lado para dejarlos salir.

– Vuelvan pronto -dijo.

– Salga con nosotros, Nick. Despídanos como corresponde.

– Escuchen, muchachos -repuso Nick-, no llevo zapatos.

– Es sólo un minuto. Venga. -Y el tipo lo agarró del brazo y lo llevó fuera.

Hacía más calor fuera que dentro. No obstante, Nick se sintió ridículo al verse descalzo en la acera y con sólo una camiseta y calzones. La luz más cercana estaba a media manzana y no había luna, pero aun así, se sentía como expuesto, como si cientos de personas estuvieran mirándolo.

No había cientos. Sólo tres: los dos ladrones y el conductor del Pontiac frente a la puerta.

El tipo que llevaba el dinero fue directamente al Pontiac y se sentó en el asiento trasero, con la bolsa del dinero. El otro cerró la puerta del bar y probó el pomo para ver si quedaba realmente cerrada.

– Buenas noches, Nick -dijo, y Nick lo vio cruzar la acera y entrar en el coche, que se marchó inmediatamente. Nick volvió a la puerta.

Estaba realmente cerrada. Sacudió el pomo, pero no lograría nada con eso.

– Mierda -murmuró, y caminó hacia el lateral de la casa, donde la luz indicaba la ventana de su dormitorio-. ¡Hey, Ángela! -gritó. Luego buscó unas piedrecitas y las arrojó contra el cristal. Después volvió a gritar.

Al fin buscó una piedra grande y rompió el cristal de la puerta de entrada. Así pudo abrir.


Se llevaron sólo el dinero en efectivo; ninguna acción, ni papeles de bonos, nada más que el efectivo. Leffler lo vio desaparecer todo en dos bolsas de plástico azul, y cuando el primer shock hubo pasado, simplemente esperó. Lozini y los otros no podrían echarle la culpa; después de todo él no era un pistolero. No era en absoluto un criminal, sino un corredor de bolsa; ellos no podían esperar de él que defendiese su dinero contra gente armada.

Las luces de la cámara de seguridad estaban encendidas, ya que no se podían ver desde la calle. Los dos hombres con sus ropas negras y sus capuchas actuaban con un silencio, una velocidad y frialdad que los hacía parecer invisibles; nadie podría haber defendido el dinero de esos dos.

Leffler no podía sentirse más miserable. Maureen estaba junto a él, cogiéndolo del brazo, dándole fuerza con su presencia y con su contacto, y él supo que todo esto sucedía por culpa suya. Ponerla en peligro, ponerse a sí mismo en esta situación horrible. Seguramente, doce años atrás, tuvo que existir otra manera de solucionar el problema; de ayudar a Jim sin endeudarse con gente como Adolf Lozini y estos dos tipos.

Y ahora ya tenían el dinero. Llevando las bolsas, se dirigieron hacia la entrada de la cámara y uno de ellos dijo:

– ¿Dejaremos las luces encendidas? ¿O prefieren que las apaguemos?

El interruptor estaba fuera.

– Encendidas -contestó Leffler-. Por favor.

– Está bien. -El hombre pareció vacilar-: No les pasará nada. Alguien vendrá a sacarlos mañana.

La piedad en la voz del hombre enfureció a Leffler más que nada de lo que había sucedido hasta ahora.

– A ustedes sí que les pasará algo -afirmó con voz temblorosa.

El hombre se encogió de hombros; él y su socio salieron y la pesada puerta de la cámara se cerró.

– ¡Gracias a Dios! -exclamó Maureen.

– Estoy acabado -dijo Leffler. Su garganta se cerraba cuando trataba de hablar, las palabras salían como estranguladas-. No me importa, Maureen, no me importa lo que pase. Estoy acabado con Lozini. Se acabó.

– No te preocupes, querido -lo consoló ella, y lo rodeó con sus brazos, inclinando la cara hacia sus cabellos grises-. Ya pasó todo -dijo.

Y como un tonto, como un niño, como un huérfano, él empezó a llorar.


Ben Pelzer se detuvo junto a su automóvil con la llave en la mano. Mientras Jerry Trask y Frank Slade vigilaban la calle, él se inclinó un poco, sin soltar la maleta llena del dinero de Frank Schroder, y metió la llave en la cerradura del coche.

Por el rabillo del ojo vio el movimiento y se incorporó con un súbito presentimiento. Dos hombres salían del coche estacionado detrás, y antes de ver siquiera las pistolas en sus manos, supo que se trataba de un asalto.

Trask y Slade debían defenderlo. Pelzer tenía una pistola bajo su chaqueta, pero en ningún momento pensó en sacarla. Se volvió con movimientos rápidos, como en una película muda, y corrió en diagonal por la acera, alejándose de los hombres que salían del coche.

Trask y Slade los habían visto al mismo tiempo y los dos trataron de sacar las pistolas. Stan Devers hirió a Trask en el hombro y Trask dio media vuelta y cayó de rodillas en el pavimento. Slade estaba sacando una pistola y Dan Wycza esperó dos segundos después del disparo de Devers antes de hundir una bala en la frente de Slade.

Mike Carlow ponía en marcha el motor del Ambassador, ligeramente inclinado sobre el volante, observando la acción, listo para ocultarse si alguno de los otros llegaba a sacar una pistola.

Pero tal cosa no iba a suceder. Trask, de rodillas, seguía tanteando infructuosamente bajo su chaqueta:

– Imbécil -dijo Devers, y le disparó al oído.

Ben Pelzer siguió corriendo, zigzagueando por la acera, sacudiendo la maleta. Si la hubiera soltado, se habría escapado. Wycza y Devers dispararon al mismo tiempo y Pelzer se desplomó en la acera. La maleta pareció rodar y quedó contra una boca de riego.

Wycza y Devers entraron en el Ambassador y Carlow condujo hasta la boca de riego.

– Yo bajo a buscarla -dijo Devers, consciente de que se había equivocado. Bajó, cogió la maleta, se la dio a Wycza en el asiento trasero y subió junto a Carlow.

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