XXXIV

El estado de ánimo de Calesian era óptimo. No recordaba cuánto tiempo hacía que no se sentía tan vivo, tan seguro, tan ilusionado, tan al control de cuanto pasaba: ni con las mujeres, ni con el trabajo, ni con cualquier otra cosa. No le hubiera sorprendido que sus dedos o sus ojos empezaran a irradiar luz.

De pie en el recibidor de la casa de Dutch Buenadella, mirando bajar lentamente los escalones al doctor Beiny, Calesian sonreía como si contemplase su futuro, súbitamente engrandecido. Dutch estaba en el segundo piso, ayudando a su familia a hacer las maletas con la mayor celeridad posible; en la actitud típica de una vieja asustada, mandaba a todos los suyos fuera de la ciudad ante el temor de algo innombrable que caería sobre todos ellos. «Nos vamos a los colchones», le había dicho poco antes, y le había llevado un minuto a Calesian darse cuenta de lo que quería decir. Hasta que se acordó: era una frase de la película El Padrino, y significaba que iba a haber una guerra de bandas. Nunca en la historia de Tyler se había producido una guerra de bandas.

Y no la habría tampoco ahora. ¿Quién iba a combatir? Al Lozini estaba muerto. Frank Schroder era demasiado viejo y, además, estaba satisfecho con el control del tráfico de narcóticos. Ernie Dulare también estaba satisfecho con lo que tenía, y en todo caso era lo suficientemente listo como para no ir a una guerra por un problema que se podría solucionar fácilmente con negociaciones; Dutch no pensaba quitarle nada a Ernie, así que ¿por qué se iba a crear problemas Ernie? ¿Y quién más quedaba para ir a los famosos colchones? Nadie.

El doctor Beiny bajó y saludó secamente a Calesian.

– Volveré esta noche -dijo.

Un hombre alto de casi cincuenta años y aspecto melancólicos; el doctor Beiny había cometido todos y cada uno de los errores que podía cometer un respetable médico de la clase media. Había realizado abortos ilegales y una chica había muerto en su consulta. Había pasado unas vacaciones en Las Vegas y había perdido mucho más de lo que podía pagar. Se había liado con mujeres que lo habían desangrado totalmente. Aunque no era bebedor, había bebido demasiado la noche que tuvo el accidente de coche, ocasión en la que se le habría considerado culpable de negligencia como conductor y como médico si el caso hubiera llegado a los tribunales. Había recetado ilegalmente narcóticos, se había equivocado con enfermedades serias, e incluso había logrado que Hacienda lo multara por no haber declarado. La organización de Lozini lo mantenía como una especie de médico a domicilio y apenas había logrado no causar más problemas de los que la organización hubiera podido soportar. Aparentemente, aceptaba hacer absolutamente todo lo que le pidieran y nada en el mundo le importaba.

– ¿Duerme nuestro paciente? -preguntó Calesian, señalando hacia el segundo piso.

– Está vivo -respondió el doctor Beiny-. Pero no puedo asegurar que por mucho tiempo.

– Nadie va a vivir eternamente -repuso Calesian, sonriendo-. Y éste sólo tiene que vivir hasta que matemos a su socio.

– Cortarle los dedos no va a ser ninguna ayuda -dijo el doctor-. Por mucha delicadeza que ponga al hacerlo, siempre afecta al corazón.

– Apenas uno por día -contestó Calesian muy alegre-. Le daremos bastante tiempo de descanso entre uno y otro.

– ¿Y si se muere?

Calesian le dirigió una sonrisa sugestiva:

– Entonces tendremos que quitarle los dedos a algún otro, ¿no le parece?

La expresión seca y distante del médico se acentuó aún más:

– Volveré esta noche -dijo.

– Lo esperamos.

Calesian miró al doctor salir de la casa, luego miró hacia arriba, pensando otra vez en Dutch Buenadella. No estaba a la vista, así que cruzó la casa en dirección al despacho y se sentó tras el escritorio de Dutch. Hizo girar la silla para poder contemplar el jardín.

Con todos esos árboles y arbustos, no se podía ver muy lejos, pero Calesian sabía que no había posibilidad de que Parker se estuviese ocultando allí, como él mismo había hecho hoy. Las ventanas del segundo piso estaban ahora ocupadas por hombres armados que observaban todo lo que se acercaba a la casa. Cuando oscureciera se encenderían los reflectores. Parker podía venir en cualquier momento, pero su llegada no sería imprevista.

Era agradable sentarse allí frente a los ventanales abiertos, mirando el césped bajo la última luz de la tarde. Las cosas estaban organizadas, bajo control. Dos de los hombres de Dutch se ocupaban en ese momento del cuerpo de Al Lozini, Parker había sido frenado, su compañero Green sólo viviría mientras les fuera útil y Calesian estaba en el umbral de una vida que nunca había soñado. Dutch Buenadella, un hombre de negocios tan inteligente y tan frío y tan insensible como se suponía que era, se había derrumbado por completo nada más aparecer en juego las pistolas. Ahora dependía de Calesian, y seguiría dependiendo. Dutch Buenadella sería aparentemente el jefe de Tyler tras la muerte de Al Lozini, pero Harold Calesian sería el poder detrás del trono. El verdadero poder.

Hasta hoy, Calesian se había sentido contento con el poder que ya poseía, el poder implícito a su trabajo de policía y el poder que le venía como efecto lateral de su asociación con Adolf Lozini. Pero cuando se había abierto esta nueva puerta, esta posibilidad inesperada de saltar a un nivel de vida completamente diferente, no había dudado un segundo.

El teléfono recién reparado sonó en el escritorio. Calesian hizo girar la silla y lo miró, sorprendido, y estuvo a punto de contestar. Pero pensó que no sería para él y que habría otros supletorios por la casa que también sonarían. «Que algún otro conteste.»

Alguien lo hizo cuando sonó por segunda vez. Fue como si el pensamiento también fuera parte del nuevo poder de Calesian. Con sus pensamientos había dado orden de atender el teléfono y alguien había respondido. No era eso lo que había sucedido, por supuesto, pero él lo sentía así, y el sentimiento de poder del que disfrutaba operaba en ese nivel. Sonriendo, volvió a dar la vuelta hacia el jardín.

Dos minutos después, entró Dutch Buenadella en el despacho y Calesian se sintió desmoralizado al ver el aspecto que traía. De pronto su carne parecía demasiado abundante para su esqueleto. Calesian lo miró, sin atreverse a preguntar qué funcionaba mal, y Buenadella dijo:

– Ted Shevelly fue encontrado muerto por un disparo en la calle. En la Baxter Street.

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