XI

Parker logró conectar telefónicamente con Lozini a las dos y media de la tarde. Veinte minutos antes lo había intentado, pero sin éxito: Lozini no estaba.

– Pero sé que él quiere hablar con usted -le había dicho una voz masculina-. En este momento ha salido. ¿Puede llamarle él a algún sitio?

Era una pregunta demasiado estúpida como para contestarla.

– Le volveré a llamar dentro de veinte minutos -había dicho Parker, y había colgado. Ahora estaba haciendo una segunda llamada desde otra cabina.

La misma voz dijo:

– Ah, sí, el señor Lozini acaba de llegar. Espere, por favor.

– Sesenta segundos -dijo Parker. Dos años atrás, la pandilla local y la policía de la ciudad habían estado trabajando juntos en el caso del parque de atracciones, por lo que era muy posible que Lozini tuviera amigos en la policía que se encargaran de localizar la llamada.

– Menos -contestó la voz, y desapareció.

Mientras esperaba, Parker miró a su alrededor y contempló la tarde soleada. Era Grofield quien conducía el Impala color bronce que habían alquilado esa misma mañana, tras haber salido por separado del hotel. Con el alboroto que habían ocasionado anoche en la ciudad, les convenía no quedarse mucho tiempo en el mismo lugar. La tarjeta de crédito que habían utilizado para alquilar el coche les duraría por lo menos una semana, con lo que tendrían una base móvil de operaciones; más tarde, si fuera necesario, encontrarían algún lugar donde pasar la noche.

La cabina de teléfonos estaba en una esquina de la Western Avenue, casi en las afueras de la ciudad. La calle era ancha, llena de almacenes de ocasión y de venta de coches usados. Una manzana más allá había un supermercado con la forma y el tamaño de un hangar de aviones. El tráfico rodado era fluido, pero aún estaban en el radio de la ciudad.

– ¿Parker?

Parker reconoció la voz algo ronca de Lozini. Dijo:

– Espero mi dinero.

– Llamé a Karns -contestó Lozini.

– Bien hecho -repuso Parker-. ¿Le dijo que me devolviera el dinero?

– Sí, eso dijo. Quiero entrevistarme con usted, Parker.

– Nada de entrevistas. Quiero el dinero. Setenta y tres mil.

– Tengo un problema con eso -respondió Lozini.

– ¿Quiere unos días para reunirlo?

– Quiero hablar con usted. Maldita sea, no estoy tratando de atraparle.

– No tenemos nada que decirnos.

– ¡Sí tenemos! Y no quiero hacerlo por teléfono. Ya hemos dicho demasiado.

– Usted no tiene nada que decirme -dijo Parker-, nada que yo quiera oír. ¿Me va a dar el dinero, o no?

– ¡Maldita sea, si usted no pone algo de buena voluntad, yo tampoco voy a hacerlo! No estoy negándome, sólo le digo que quiero encontrarme con usted. Hay algo que usted no sabe.

Parker frunció el ceño, mirando a la luz, al tráfico, a Grofield que lo esperaba en el coche. ¿No era una salida inesperada? O Lozini pagaba hoy, o pagaba después, bajo más presión. O bien pagaría quien estuviese en su lugar.

– ¿Parker? Maldita sea, hombre, hable.

Había algo nuevo esta vez en la voz de Lozini, algo que indicaba vejez y cansancio. Era un tono diferente, más débil, que hizo cambiar de opinión a Parker. Quizá había algo que él no sabía.

– Lo pensaré -dijo-. Volveré a llamarle dentro de media hora.

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