Parker, tras encerrar a Faran, regresó a la sala, donde los once hombres habían formado pequeños grupos y discutían. Los dejó hablar, pues sabía que tarde o temprano todos acabarían por apoyar su proyecto.
Uno de los grupos estaba formado por Devers, Wycza y Ducasse; nunca se habían encontrado antes, pero los tres habían volado en el mismo avión desde Nueva York; Devers y Wycza contactaron antes de salir, y los dos habían comprendido que Ducasse también pertenecía al grupo cuando bajaron en Tyler. En el sofá estaban Wiss y Elkins, que siempre trabajaban juntos, y Nick Dalesia, que era quien había conducido el coche en el frustrado atraco a la joyería, y Tom Hurley. Handy McKay escuchaba la opinión de Philly Webb; y Ed Mackey y Mike Carlow estaban aislados, pensando.
Parker se había sentado en una silla junto a la puerta, desde donde podía observar de frente a todo el grupo. Se quedó inmóvil, su reloj aún no marcaba las diez de la noche, así que esperó que las cosas se calmaran.
Pero no se calmaron, al menos no del todo. En lugar de eso, Tom Hurley, que parecía haber olvidado su enfado con Morse, al menos por un rato, se puso en pie, señaló los papeles dispersos sobre la mesa y dijo:
– Parker, ¿dónde vas a estar tú mientras nosotros hacemos todo este trabajo?
Los otros se interrumpieron y miraron a Parker, que contestó:
– Aquí. Cuidaré a Faran, mantendré este sitio limpio para que vosotros volváis y seré el contacto telefónico que necesitaréis.
Hurley volvió a señalar los papeles.
– De modo que tú pensaste todos estos golpes -dijo-. Nosotros vamos y los hacemos, todos a la vez, eso está bien, me gusta. No permite actuar a la policía. Tú te quedas aquí, manteniendo el café caliente y todo eso.
– Todo está bien planeado -dijo Handy McKay.
Parker, señalando con el pulgar las pistolas amontonadas en la mesa del comedor, dijo:
– Y, además, os conseguí armas anoche. Todas nuevas, con municiones. No pude probarlas, pero de todos modos tampoco creo que tengáis que hacer uso de ellas.
– Todo está en orden -dijo Hurley-. Todo me parece muy bien. Lo que quiero saber es esto: ¿con cuánto te quedarás?
– Con nada -contestó Parker.
Todos lo miraron. Ed Mackey preguntó:
– Parker, ¿no quieres tu parte?
– Vosotros sois once -respondió Parker-. Salís, lleváis a cabo el plan, volvéis, ponéis todo en un montón y lo dividís en once partes. De modo que cada uno recibe lo mismo.
Hurley, con la frente arrugada como si presintiera algo peligroso, preguntó:
– ¿Excepto tú?
– Exacto.
– ¿Y qué quieres para ti? -interrogó Ducasse.
– Quiero que hagáis este trabajo para mí -respondió Parker-. Mañana, una vez que hayáis hecho todo el trabajo, cada uno tendrá su dinero.
Hurley, satisfecho como si por fin viera dónde estaba el truco, le preguntó:
– ¿Qué tipo de trabajo, Parker?
Parker se puso en pie, sacó del bolsillo la pequeña caja blanca, le quitó la tapa y la puso sobre la mesa entre los papeles. Se apartó y dejó que la estudiaran.
– ¿Quién es, Parker? -preguntó Hurley.
– Un tipo llamado Grofield.
– ¿Alan Grofield? -preguntó Dan Wycza.
– Exacto.
– Sí, lo recuerdo -dijo Frank Elkins-. Trabajó con nosotros en Copper Canyon.
– Exacto -convino Wycza-. Es el payaso que raptó a la chica. A la telefonista.
– Trabajé una vez con un tipo llamado Grofield -comentó Nick Dalesia-. Un actor.
– Ése es -le informó Wycza.
– Un tipo con gran sentido del humor -dijo Ralph Wiss.
– Es cierto -aseguró Dalesia.
– No lo conozco -dijo Hurley. Le dio a su voz un tono beligerante y miró agresivamente a los otros-. ¿Conozco a ese tipo?
Nadie le respondió. Ed Mackey dijo:
– Yo lo conozco. Estuvimos una vez juntos en un asunto que no salió bien. Parecía un buen tipo.
– ¿Qué hizo con la telefonista? -preguntó Wycza.
– Se casó con ella -respondió Parker-. Tienen un teatro de verano en Indiana.
– Una historia de amor -dijo Wycza, y sonrió.
Handy McKay intervino:
– Conozco a Alan. ¿Qué le pasó? ¿Quién le cortó el dedo?
– Él y yo hicimos un trabajo aquí hace un par de años -contestó Parker.
Y les contó resumidamente la historia: el dinero oculto en la Isla Feliz, Lozini, Buenadella, Dulare. Cuando terminó, Tom Hurley exclamó:
– Ya entiendo. Los sitios que vamos a robar pertenecen a la organización.
– Exacto.
Fred Ducasse dijo:
– Los presionamos y tú les dices que te devuelvan a Grofield y el dinero o volvemos a la carga.
Ralph Wiss había estado sentado, al parecer sin prestar atención a la conversación, sumido en sus propios pensamientos. Ahora habló:
– No funcionará.
– Lo sé -dijo Parker-. No era eso lo que había pensado.
– ¿Por qué no funcionará? -preguntó Ducasse, volviéndose a Wiss-. No querrán que les roben todas las noches, ¿no?
– Conozco a esta clase de gente -dijo Wiss-. No les gusta perder una batalla, no saben cómo afrontarlo. Gastarán el doble en traer gente, en protegerse y empezarán a buscar a Parker.
– Y, mientras tanto, seguirán mandando un dedo por día -dijo Stan Devers-. Delicado.
– ¿Qué es lo que quieres? -preguntó Hurley.
– Quiero a Grofield -respondió Parker-, y quiero mi dinero. Y quiero ver muertos a todos esos tipos.
Hurley hizo un gesto, pidiendo más información.
– ¿Y? -interrogó.
– Por eso os encargo este trabajo, vosotros vais y lo hacéis, conseguís una buena suma que no hubierais conseguido de otro modo. Termináis, volvéis aquí, ¿a qué hora? ¿tres, cuatro de la mañana?
La mayoría de ellos hizo un gesto de asentimiento. Hurley entrecerró los ojos:
– Probablemente. Y después, ¿qué?
– Después venís conmigo -respondió Parker-. Nosotros doce atacamos la casa de Buenadella y sacamos a Grofield. Y si lo llevan a algún lado, buscamos el sitio y vamos allí. -Y agregó, contando los nombres con los dedos-: Y los matamos. Buenadella, Calesian, Dulare.
Su contundencia los sorprendió un poco. Nadie dijo nada hasta que Handy McKay, hablando con mucha suavidad, dijo:
– Eso no es propio de ti.
¿Qué significaba eso? Parker había esperado un respaldo de Handy, no preguntas. Interrogó:
– ¿Qué no es propio de mí?
– Un par de cosas -contestó Handy-. Para empezar, tomarte todo este trabajo por alguien que no seas tú. Grofield, yo, cualquiera. Todos aquí sabemos cuidar de nosotros mismos, no somos una sociedad de socorros mutuos. Y tú también. Y lo mismo Grofield. Lo que le pase a él, a él le corresponde.
– No si empiezan a mandármelo dedo por dedo -dijo Parker-. Si lo matan, eso es otra cosa. Si lo entregan a la policía es cosa de ellos. Pero esos bastardos me han incluido a mí en el asunto.
Handy estiró los brazos, rindiéndose en ese punto.
– La otra cosa -dijo- es la venganza. Nunca te he visto hacer otra cosa que jugar tus cartas. Y ahora, de pronto, quieres matar a unos tipos.
Parker se puso en pie. Había mantenido la paciencia durante un largo rato, había explicado todo una y otra vez, y ahora se sentía excitado. No podía más.
– No me importa -respondió-. No me importa si es propio de mí o no. Estos tipos me han engañado, me han hecho girar, dar vueltas y más vueltas, no he logrado nada de ellos. ¿Cuándo fue propio de mí aguantar un engaño y marcharme? Querría quemar esta ciudad desde los cimientos, querría vaciarla ya mismo. Y no quiero hablar más del asunto, ahora quiero hacerlo. Aceptáis, o no. Ya os he expuesto la situación, os dije lo que quiero y lo que conseguiréis. Dadme un sí o un no.
Tom Hurley preguntó:
– ¿Qué prisa hay? Tenemos más de una hora antes de empezar el trabajo.
Stan Devers, poniéndose de pie, dijo:
– Hay tiempo para dormir una siesta. Yo acepto, Parker. -Se volvió hacia Wycza, que estaba a su lado-: ¿Dan?
A Wycza no le agradaba que lo presionaran. Miró con gesto serio a Devers, miró a Parker, pareció a punto de mandarlos a todos al diablo y se encogió de hombros:
– Por supuesto. Me gusta un poco el movimiento de vez en cuando.
– Parker -dijo Handy-, yo acepté desde el primer momento, lo sabes.
– ¡Mierda! -exclamó Ed Mackey-, todos aceptamos. Conozco a Grofield, es un tipo agradable, no me parece bien que quieran trocearlo.
Mike Carlow, el piloto, que no había tenido nada que decir hasta este momento, intervino:
– Jamás he visto en mi vida a ese tipo, a Grofield. En realidad, ni siquiera os conozco a vosotros. Pero conozco a Parker, y acepto.
Todos habían aceptado. Parker los miró a los ojos y vio que ninguno tenía reservas. Algo de la tensión desapareció de sus hombros y espalda.
– Está bien -dijo-. Está bien.