Grofield mantenía el auricular, que emitía extraños ruidos, entre el hombro y el oído. Mientras esperaba que la llamada se efectuase, echó su aliento sobre el cristal de la cabina telefónica y dibujó un corazón con la punta del dedo; dentro del corazón perfiló las iniciales A. G., y una sigla más. De repente, adoptó una expresión desconcertada y perpleja: ¿Cómo se llamaba la chica?
Estaba llamando. ¿Cuál era el nombre, por Dios?
Clic.
– ¿Hola?
¡Dori! ¡Dori Neevin! Le vino como un relámpago al oír su voz, y junto con el nombre recordó el aspecto de la muchacha la última vez que la había visto en la biblioteca, el sonido de su voz cuando le decía por primera vez su nombre:
– Hola, Dori -dijo complacido consigo mismo, y vaciló un instante, intentando recordar ahora su propio nombre. Es decir, el nombre que le había dado a ella. Green, eso era-. Soy Alan -dijo-, Alan Green.
– ¡Ah, hola! -contestó ella, y él escribió rápidamente D. N. dentro del corazón-. ¿Cómo estás? -Parecía excesivamente feliz de oírlo; otra vez esa reacción excesiva, su marca de nacimiento.
– No pude liberarme anoche -explicó-. Los negocios, ya sabes.
– Bueno, me habías dicho que eso podía pasar -respondió ella. Grofield oía en su voz la intención de perdonarle todo, absolutamente todo.
– Pero esta noche -dijo él-. ¡Ah, esta noche!
– ¿Estás libre?
– Totalmente. -Miró el reloj-. Son las siete ahora. ¿Qué te parece si voy a buscarte a las ocho?
– Sería maravilloso.
– Pero no tengo tu dirección.
– Oh, ha… -Grofield prácticamente podía oír las ruedecillas girando en la cabeza de Dori que trataba de pensar algo-. Eh, esto… te veré en la esquina de Church Street y la Cuarta Avenida a las ocho. ¿De acuerdo?
Problemas con los padres. Quizá también un novio que despistar.
– Por mí, perfecto -respondió.
– Hay un viejo monasterio en esa esquina -le informó-. Lancaster Abbey. ¿Lo conoces?
– Puedo encontrarlo.
– Te esperaré justo en la esquina.
– Perfecto. Nos vemos.
Salió de la cabina y volvió al Impala. Parker estaba sentado al volante, escuchando las noticias por la radio. Grofield se sentó a su lado y dijo:
– Mi amorcito está impaciente.
– ¿Todo listo?
– Perfecto.
Parker puso el motor en marcha y se dirigió hacia el sur de la ciudad, donde se agrupaban un buen número de moteles. Buscarían un sitio donde pasar la noche y luego Grofield acudiría en el coche a su cita. Parker, aparte de su aparente monogamia con Claire, jamás se enredaba con mujeres durante un trabajo. Grofield lo comprendía, de un modo teórico, pero no consideraba natural, al menos en su propia vida, que no existiera algo de diversión y nunca trató de imitar la monástica conducta de su colega.
Eso no sucedía cuando estaba en su casa. Cerca del teatro sólo mantenía relaciones sentimentales con Mary; en parte porque le gustaba lo suficiente como para no necesitar a otra, y en parte porque la quería demasiado como para humillarla. Pero cuando trabajaba y viajaba, casi siempre se las arreglaba para encontrar una muchacha solitaria que le aliviara de su nostalgia.
– ¡Escucha!
Grofield miró a Parker y lo vio señalar a la radio del coche. El locutor hablaba de un policía muerto, un patrullero de uniforme llamado O’Hara, asesinado de un balazo en un restaurante esa tarde. «Posiblemente -decía el locutor-, un crimen cometido por la misma gente que había realizado los robos la noche anterior.»
Grofield preguntó:
– ¿Qué pasa?
– O’Hara -respondió Parker-. Es uno de los policías de la Isla Feliz. Fue uno de los que ayudó a buscar el dinero.
– Oh, vaya -murmuró Grofield.
– Busca una cabina -dijo Parker-. Tengo que llamar a Lozini.
Grofield suspiró:
– Y yo tendré que llamar a la pequeña Dori.