XXXI

Cuando Parker regresó a casa de Lozini, el mayordomo le dijo:

– Hubo un aviso telefónico para usted. Pero no del señor Lozini.

No, no de Lozini.

– ¿De quién? -preguntó Parker.

– Del detective Calesian. Dejó un número para que usted lo llamara.

Parker miró al trozo de papel: un nombre, siete números.

– ¿Este número significa algo para usted?

– Sí, señor -respondió el mayordomo. En la última hora había perdido el miedo, o se había acostumbrado a él; fuera como fuera, ahora estaba mejor y actuaba más relajado-. Es uno de los números de la casa del señor Buenadella -dijo.

– Perfecto -contestó Parker-. Llame a Dulare, a Shevelly, a Faran, a Walters y a Simms. Quiero verlos aquí a los cinco ahora mismo. Usaré este teléfono, usted use el otro.

El mayordomo lo miró indeciso.

– ¿No se opondrá el señor Lozini? No me dejó instrucciones…

– Usted conoce esos cinco nombres -le interrumpió Parker-. El señor Lozini quiere que vengan aquí.

Al mayordomo esto le pareció sensato.

– Está bien -respondió-; sólo quería asegurarme.

Parker fue al teléfono y un segundo después el mayordomo se iba. Parker marcó el número del papel, a la primera señal de llamada respondió la voz de Buenadella, trémula.

– ¿Sí? ¡Hola!

– Parker.

– Oh. -Buenadella parecía casi aliviado, como si cualquier otro pudiera darle peores noticias-. Escuche, Parker -dijo-, no fue idea mía. Fue un error.

Un error de Calesian; Parker ya se lo había imaginado. Y Calesian estaba en el despacho con Buenadella, por eso éste lo había identificado por su nombre.

– ¿Parker?

– Aquí estoy.

– No contestó.

– No sabía que hubiera terminado -respondió Parker.

– No… en realidad no he terminado. -La voz de Buenadella se volvía cada vez más nerviosa, como la de un estafador a punto de venderse a sí mismo. El problema de Buenadella es que no era suficientemente delincuente; podía enredar a alguien como Lozini cuando se trataba de política o de negocios, pero un trabajo como el de Lozini no era para un político o un comerciante. Buenadella lo habría descubierto tarde o temprano; podía considerarse afortunado de haberlo descubierto antes de probarse la corona.

– ¿Parker?

– Si tiene algo que decir, Buenadella, adelante, dígalo.

– Sobre su socio…

– Ése no es el asunto.

– Está bien. El dinero.

Otra maldita pausa. ¿Qué quería Buenadella, hablar del tiempo, cómo está su esposa y sus hijos, qué le parecieron los delfines de Miami? Una maldita comida de negocios por teléfono.

– Tengo prisa, Buenadella -dijo Parker.

– Quiero una entrevista. -Lo dijo de un tirón; se había decidido al fin a decir la mentira.

– ¿Para qué?

– Para… para explicarnos. Para hacer otro trato.

– ¿Dónde y cómo?

– Donde usted diga. Y no será conmigo, ni con Calesian, ni con ningún otro de los míos. ¿Conoce usted a Ted Shevelly, no?

– Sí.

– No trabaja para mí, en absoluto. Es fiel a Lozini.

Parker lo creyó. Era sensato mandar un cordero al matadero.

– Está bien.

– Él llevará el mensaje -dijo Buenadella-. Usted se encontrará con él, hablarán y tomará su decisión. ¿De acuerdo?

– ¿Dónde está Shevelly ahora?

– Aquí, conmigo. Puede hablarle en persona, acuerde la cita del modo que le parezca mejor. Le juro por Dios, Parker, que lo que pasó fue un error. Yo hablé de buena fe.

Parker creyó eso también. Lo que no creía era que Buenadella negociara ahora de buena fe.

– Llame a Shevelly -le dijo.

– Un minuto.

Shevelly, cuando habló, parecía asustado y desconfiado, como si él también temiera una emboscada y no supiera si iba a salir vivo o muerto de ella. Dijo:

– ¿Parker?

– ¿Cómo es su coche?

– Un Buick Riviera marrón. Matrícula cinco-dos-cinco, J-X-J.

– Salga por la carretera Belt y vaya despacio -le indicó Parker-. Me pondré en contacto con usted.

– ¿Qué coche tengo que buscar?

– Lo reconocerá -respondió Parker, y colgó. Fue a buscar al mayordomo, que seguía al teléfono-. Olvide a Shevelly -le dijo-, voy a verlo ahora.

– Sí, señor.

– ¿Consiguió comunicar con los otros?

– Al señor Faran y al señor Dulare conseguí localizarlos. Ahora estoy tratando de comunicar con el señor Simms y el señor Walters.

– Cuando vengan, dígales que esperen hasta que llegue yo o Lozini.

– Sí, señor.

Parker dio un paseo alrededor de la casa, hacia un aparcamiento de cuatro plazas que había junto a la cancha de tenis. Sólo dos estaban ocupadas, una por un Mercedes Benz de color bronce y la otra por un Corvette rojo. Las llaves estaban puestas en ambos coches y Parker escogió el Mercedes porque sería el primero que Shevelly asociaría con Lozini. Se dirigió de inmediato a la carretera Belt y se detuvo en una rampa hasta que vio pasar al Buick Riviera marrón. Lo siguió a bastante distancia, observando el tráfico, y no vio que nadie siguiera a Shevelly, de modo que aceleró hasta quedar a menos de un coche de distancia de la defensa del Riviera. Tocó el claxon hasta que vio a Shevelly mover la cabeza y observar por el espejo retrovisor.

Perfecto; Shevelly reconocería el coche y sabría que él lo había localizado. Ambos iban por el carril de la izquierda; Parker pasó al central y aceleró; adelantó a Shevelly y, al pasar, vio la dureza del rostro y la rigidez del cuerpo.

El Mercedes era un animal fuerte y ágil, más toro que caballo. Era poderoso y respondía, pero no había suavidad en sus mandos. Sería un buen coche para salir huyendo de algún lado.

El tráfico del domingo, a primera hora de la tarde, era moderado, en su mayoría conductores sin prisa, que dejaban bastantes huecos para ir a la velocidad que uno quisiera. Parker siguió acelerando para ver si Shevelly era buen conductor, pero cuando el Buick comenzó a quedarse muy atrás, aminoró la marcha, tomó por un desvío cualquiera y giró a la derecha, hacia el centro de la ciudad.

Se adentró en un bloque de pequeñas casas a pocos metros unas de otras, la mayoría con pequeños porches en la entrada. Parker giró cinco o seis veces por el laberinto de estrechas calles antes de asegurarse de que nadie seguía a Shevelly, y luego buscó un sitio donde aparcar.

Encontró uno perfecto, una manzana llena de tiendas, todas cerradas: una tintorería, una carnicería, una discoteca, cosas así. El tráfico aquí no existía y sólo había tres coches aparcados en toda la manzana.

Parker se detuvo enfrente de una tienda de ropa para niños y Shevelly aparcó detrás. Parker esperó donde estaba, y medio minuto después Shevelly salió del Riviera, caminó vacilando y se sentó en el asiento delantero del Mercedes junto a Parker.

– Trajo el coche de Al -dijo.

– Lo reconoció.

– Al era mi amigo -afirmó Shevelly. Parecía decirlo con sinceridad.

De modo que le habían dicho que Lozini estaba muerto. Le sorprendía que hubiera aceptado hacer de mensajero para ellos después de saberlo, pero quizá pensaba que lo único que le quedaba por hacer era unirse a los vencedores. Parker no tenía nada que decir sobre Lozini.

– Usted trae un mensaje para mí -dijo.

– Es cierto. -Shevelly buscó en el bolsillo de la chaqueta y Parker le mostró la pistola. Shevelly se petrificó y dijo-: No tema, busco un paquete.

– Despacio.

– Sí, despacio.

Muy lentamente, Shevelly sacó la mano del bolsillo, y en ella apareció una pequeña caja blanca.

– Es esto -dijo, y se lo tendió a Parker.

Parker aún tenía la pistola en la mano.

– Ábrala usted -le ordenó.

Shevelly lo pensó, luego asintió. Quitó la tapa de la caja y le mostró a Parker lo que había dentro.

Parker miró el dedo. La primera articulación estaba algo doblada y el dedo parecía descansar, tranquilo, en paz. Pero en el otro extremo había pequeñas gotas de sangre oscura y manchas en el algodón.

– Su amigo está vivo -dijo Shevelly-. Esta es la prueba.

Parker lo miró y esperó.

Shevelly parecía incómodo, pero parecía dispuesto a terminar de una vez la escena. Casi como si tuviera una cuestión personal con Parker.

– El trato es -comenzó- que usted venga a casa de Buenadella. Allí es donde está Green. Lo tienen en una cama y han llamado al médico. Venga mañana al mediodía, le darán el dinero y podrá llevarse a Green. Buenadella le facilitará una ambulancia para que usted se lo lleve a cualquier lugar fuera de la ciudad. A cualquier parte del país.

Parker miró el dedo.

– Eso no prueba nada -contestó.

– Si no va a casa de Buenadella mañana al mediodía -aseguró Shevelly-, le mandarán otro dedo. Y otro dedo cada día que pase, y después seguirán con los dedos de los pies. Para probarle que sigue vivo y que no es un cadáver en descomposición.

– Y si voy mañana, me entregarán a Green, me facilitarán una ambulancia para llevarlo y, además, me darán el dinero.

– Exacto.

– ¿Usted cree eso, Shevelly?

– Está vivo -insistió Shevelly-. Lo vi, está mal, pero está vivo.

– Buenadella actúa como negociador -dijo Parker-, pero Buenadella ya no está al mando. -Hizo un gesto con la pistola hacia el dedo en la caja blanca-. Calesian es el que lo controla todo ahora.

– Fue una estupidez matar a Al Lozini -aseguró Shevelly.

Parker lo miró, contempló su rostro frío e irritado.

– Oh. De manera que le dijeron que lo hice yo.

Shevelly no dijo nada. Parker, estudiándolo, vio que no valía la pena discutir con él y ya no podría confiar en él ni utilizarlo. Hizo un gesto hacia Shevelly con la pistola.

– Salga del coche -dijo.

– ¿Qué?

– Salga. Deje la puerta abierta y retroceda en la acera, mirándome.

– ¿Para qué? -preguntó Shevelly.

– Tomo mis precauciones. Hágalo.

Intrigado, Shevelly abrió la puerta y se paró en el césped de la acera. Dio un paso y se volvió hacia el coche.

Parker se inclinó hacia la derecha, dirigiendo la pistola hacia la cabeza de Shevelly. Este leyó su intención y levantó las manos en un gesto de protección.

– ¡Sólo soy un mensajero! -gritó.

– Éste es el mensaje -le respondió, y disparó.

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