XII

O’Hara señaló el restaurante que había a la derecha y dijo:

– Es hora de que vayamos a tomar un café.

– Buena idea -contestó su compañero, Marty Dean-. Estoy agotado.

Los dos lo estaban. Eran las tres de la tarde, lo que significaba que llevaban doce horas seguidas de trabajo. Habían estado patrullando y sus uniformes se iban volviendo cada vez más incómodos. Las armas y los cinturones ejercían un peso insoportable sobre sus estómagos.

Y O’Hara, además de cansado, estaba de muy mal humor. Todo este asunto estaba relacionado con el caso del parque de atracciones de dos años atrás, un asunto que a O’Hara no le gustaba recordar. Tenía el presentimiento de que uno de los tipos implicados en los robos de la noche anterior era el mismo que el del parque de atracciones, y O’Hara deseaba fervientemente ser él quien lo atrapase. Podía saborear el hecho por anticipado, lo necesitaba, tenía que hacerlo o moriría.

El restaurante. O’Hara giró el volante, dirigió el coche hacia el estacionamiento y lo aparcó entre una camioneta gris y un Toyota rojo. Los dos hombres bajaron del coche y Dean se estiró y arqueó la espalda, diciendo:

– Dios Santo, qué bueno es estar de pie.

– Sí -convino O’Hara. No podía explicarle a Dean que dos años atrás un condenado bandido lo había obligado a desnudarse, lo había atado y había usado su uniforme para escaparse sin más. Y además, en lugar de los dieciocho mil que pensaba que iba a recibir por su trabajo, ¿con cuánto le habían recompensado finalmente? Con dos mil. Ese dinero había desaparecido hacía ya mucho tiempo, pero la humillación seguía tan fresca como entonces.

O’Hara y Dean entraron juntos en el restaurante y encontraron un par de asientos vacíos en el mostrador. En cierto modo, sentarse al mostrador era permanecer de servicio; sentarse a una de las mesas habría sido más civil, como si no esperaran tener que entrar en acción en cualquier momento.

Pidieron café y pastel, y O’Hara dijo:

– Vuelvo enseguida -y se fue al baño.

Estaba ante el servicio cuando la puerta se abrió, a su derecha. Miró al que entraba y su rostro mostró una gran sorpresa.

– Bueno… Hola… -balbució.

– Hola, O’Hara. -El tipo sonrió y tocó con el cañón de una automática calibre veinticinco el ojo de O’Hara. Y apretó el gatillo.

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