XXV

Buenadella había visto interrumpido su almuerzo por una llamada telefónica de George Farrell. Su primera pregunta había sido:

– ¿Para qué mierda le diste mi nombre?

– No sabía qué otra cosa hacer. Era… Estaba poniéndose muy cabreado. En realidad, quería saber. ¿Entiendes?

El teléfono era un medio de comunicación inadecuado. Tenían que decirse cosas de las que no debían enterarse los inevitables fisgones. Farrell había comenzado la conversación diciendo:

– ¿Sabes quién soy?

Y Buenadella le había respondido:

– Sí, hijoputa, y lo sabrá cualquiera que haya escuchado esos anuncios de mierda que haces en la radio. -Le había hablado así porque se sentía furioso ante la estupidez de Farrell, que se atrevía a llamarlo dos días antes de las elecciones. Hasta ahora se las había arreglado para mantener el papel de Farrell lo bastante limpio, y simplemente no podía creer que el tipo fuera tan imbécil como para dejar que todo se perdiera en este momento, fuera por el motivo que fuera.

Pero una vez que la conversación hubo avanzado, indirecta y vaga, pero siempre dirigida al punto central de la cuestión, Buenadella había llegado a sentirse sorprendido en otro sentido. Porque el hijo de perra de Parker había atravesado la muralla de seguridad de Farrell, lo había separado de los suyos como un perro pastor separa a un cordero del rebaño, lo había asustado hasta sacarle lo que quería y ahora sabía que él, Buenadella, estaba detrás. Así como Farrell se había mantenido limpio y por encima de toda sospecha en su puesto de candidato, Buenadella también se había mantenido al margen de la política y de cualquier suspicacia que lo señalara como el rebelde contra Al Lozini. Y ahora este bastardo forastero, Parker, había llegado y lo había abierto todo como en una operación de apendicitis.

Y se suponía que Parker ya no debía estar vivo. ¿Qué demonios había sucedido con Abadandi? Ya debía de haber tenido oportunidad de actuar contra Parker y el otro, de modo que era increíble que no lo hubiera hecho. Una vez desaparecido Parker las cosas serían mucho más sencillas, pero si Abadandi se retrasaba, Parker abriría demasiadas puertas, estropearía muchos decorados y ya no importaría tanto si estaba vivo o muerto.

Por un momento, Buenadella pensó que Abadandi podía haber entrado en acción y fallado, pero no lo creyó. Abadandi era demasiado bueno, demasiado seguro. La respuesta tenía que ser que Parker y el otro estaban ocultándose muy bien y hasta el momento Abadandi no había podido dar con ellos.

Sería mejor que los encontrara pronto. Y mientras tanto, estaba este nuevo problema del que ocuparse.

– ¿Cuánto hace de esa conversación? -preguntó Buenadella.

Farrell tartamudeaba, nervioso aún.

– Eh… veinticinco… casi media hora.

– ¡Media hora! ¿Qué mierda has estado haciendo?

– Dutch, tenía, tenía que tranquilizar a todos aquí. Piensa que tuvimos policías inmovilizados a punta de pistola, Dutch, no era algo que pudiera dejar pasar sin explicaciones. Les dije que representaban a una especie de secta del Medio Oriente, una especie de organización política internacional, y que los convencí de que no quería su apoyo.

– ¿Alguien te creyó?

– Periodistas, policías, todo el mundo. -Hubo un toque de orgullo en la voz de Farrell, y con eso se calmó-. Soy bueno en mi profesión, Dutch -dijo-; sé hablarle a la gente.

Eso era cierto. Al pensar por segunda vez en el asunto, Buenadella se dio cuenta de que el hecho de que Farrell hubiera podido hacer creer a quienes lo rodeaban una historia falsa estaba bastante bien, y que se las hubiera arreglado por sí solo para llamar por teléfono en media hora estaba aún mejor.

– Perfecto -dijo-. Hiciste lo que pudiste.

– Gracias, Dutch. Quería que lo supieras lo antes posible.

– Lástima que no pudieras representar tu farsa con nuestro amigo.

– Dutch, no estuviste allí. Créeme, no tuve…

«La menor oportunidad», iba a concluir. Pero Buenadella lo interrumpió:

– Está bien, ya está hecho. Y ya ha tenido media hora para acercarse a mí, de modo que cuelga y deja que me prepare.

– Está bien, Dutch. Lo siento, no pude…

«Hacer otra cosa», iba a terminar esta vez.

– Lo sé -dijo Buenadella-. Lo sé. Cuelga. -Y cortó la comunicación.

Mientras sostenía el auricular con la mano izquierda y contaba hasta cinco para volver a marcar, Buenadella arrugó la frente en una expresión pensativa, mientras su mirada se perdía observando los cuadros de la pared de enfrente. Eran franceses, pintados al pastel, callejuelas de Montmartre, en París. No reproducciones, originales, los había comprado hacía siete años, cuando él y Teresa habían pasado por esa ciudad de regreso de Italia. Había sido divertido ver cómo en Italia todos lo habían tomado por alemán, y en Francia por italiano, mientras que él era estadounidense.

Louis Buenadella tenía cincuenta y siete años, un hombre de huesos largos que comía mucho y distribuía sus abundantes kilos sobre sus casi dos metros de altura. Su estómago, su culo y sus muslos estaban bien acolchados de grasa, pero el resto de su cuerpo era grande y duro, todo músculo y fuerza. Tenía una piel suave y el cabello delicado, castaño claro, casi blanco, herencia de su abuela, piamontesa, por el lado de su padre. Su cabello parecía más claro aún por el corte al rape que se venía dando desde hacía treinta años, desde sus días en el ejército en la Segunda Guerra Mundial, y ese corte era el principal responsable de su sobrenombre.

Buenadella había nacido y se había criado en Baltimore, lugar al que había regresado después de la guerra por unos años, durante los cuales se ganó la vida de diversos modos, trabajando para gente que dirigía el crimen organizado de la localidad. Tuvo rachas de suerte, participó en las acciones pocas veces y salvó el dinero. Pero supo que en Baltimore nunca dejaría de ser un subordinado sin posibilidades, de modo que en 1953 se trasladó a Tyler, provisto de una carta de presentación para Adolf Lozini y ayudado por el dinero que había estado ahorrando. La televisión había arruinado el negocio de los cines en esa época. De modo que pudo comprar tres salas locales por una ridícula cantidad. Había comenzado a proyectar películas de sexo; fue el primer exhibidor en el área de Tyler que ofreció ese tipo de películas, y sus tres salas pasaron inmediatamente a la cabeza de las recaudaciones. Y allí quedaron. Se congració con Lozini y los otros personajes de la localidad que podían serles útiles, entró en su organización, y cuando en 1960 se decidió a entrar en el negocio que empezaba a florecer de la novela erótica, Buenadella fue el hombre indicado para organizar la operación; primero, como vendedor, AM Distributors, Inc., que distribuía libros publicados en Nueva York y Los Ángeles, y más tarde, como editor, Good Knight Books: compraba manuscritos por quinientos dólares, mandaba imprimir veinte mil ejemplares, vendía quince mil de cada título en la zona de Tyler y el resto en los pueblos vecinos. AM Distributors administraba la editorial Good Knight Books, y en los tres cines pornográficos de Buenadella se vendían las novelas a la entrada.

Como toda la operación de Buenadella era legal, parte del dinero proveniente de otros negocios menos legales de la estructura de Lozini podía pasar a través de Buenadella y legitimarse inmediatamente. A Buenadella se le concedía el derecho a tomar parte de ese dinero y, en general, no dejaba pasar la oportunidad. Pero quería más.

En sus momentos más solemnes, se veía como representante del futuro. En los viejos tiempos, el crimen organizado había sido competitivo, desorganizado, sangriento. Luego, sobre todo a causa de las presiones de la Prohibición, la gente comenzó a organizarse más eficazmente y a sacar más provecho. Después de la Prohibición hubo un movimiento gradual de distanciamiento de las organizaciones tradicionales hacia operaciones cada vez más legales; primero, como cobertura para la operación real; después, como un modo de explicar los ingresos ante el organismo de la hacienda pública, y más recientemente, como un modo simple y eficaz de invertir con provecho.

Y el movimiento siguiente, le parecía a Buenadella, sería hacer de las partes legales de la operación lo más importante, con las estructuras viejas como un simple apoyo para proporcionar capital cuando se necesitase. Pero ya no sería el interés principal. Y si la operación legal estaba llamada a adquirir preponderancia, entonces el mejor líder en todo el nivel sería un hombre cuya propia tajada del pastel fuera completamente legal. Un hombre como él.

Al Lozini se acababa, se estaba haciendo viejo, inoportuno. Buenadella tenía interés en apurar su partida un poco, pero eso era todo, y la única razón que tenía para hacerlo era asegurarse de que nadie más tuviera la idea de reemplazar a Lozini. Alguien como Ernie Dulare, por ejemplo, o quizá, más tarde, Ted Shevelly. Y como pertenecía a la nueva moda, la de los hombres de negocios, había escogido un método tradicional en los negocios para sustituir a un superior: comprar a sus colaboradores, restarle fuerza económica, hacer arreglos privados con sus asociados. Había pasado casi tres años en la operación, moviéndose muy lentamente, como un zorro que prueba la superficie de un río helado; nunca se apuraba, nunca forzaba el paso, nunca sucumbía a la impaciencia o a las tácticas de la fuerza. La fase final comenzaría el martes con la sustitución del candidato de Lozini por el de Buenadella, a lo que seguiría una entrevista con Lozini en la que le mostraría que la guerra ya había concluido y que no le quedaba más que retirarse. Fuera de Tyler, lejos. Florida, quizás. O quizá le gustara conocer Europa; Buenadella le recomendaría un viaje de ésos. Algo cultural, saludable, una inversión de primera.

Qué suave había sido todo, y qué simple. Y qué estúpido había sido el viejo al dejarse derribar por un pequeño empujón de un brazo inesperado.

Ese maldito dinero del parque de atracciones. Setenta y tres mil, y con menos de la mitad habían puesto en marcha la campaña de Farrell. El resto había servido para abrirse camino aquí y allá, sobornos menores, un buen pico para Harold Calesian, cantidades menores para otros policías, un poco de silencio comprado a un hombre de Lozini llamado Tony Chaka, y hasta una parte para el mismo Buenadella. Y el hecho era que ni la habían necesitado. El maldito dinero había sido una sorpresa feliz, nadie lo había previsto, podrían haber salido adelante igualmente sin él.

Una sorpresa feliz. Y otra sorpresa inesperada: esos dos tipos, Parker y Green.

Ahora, de repente, todo saltaba. Ese imbécil de Calesian había ido a matar a un policía; Lozini se estaba poniendo nervioso y suspicaz, Farrell estaba a punto de perder su imagen de señor íntegro, y el mismo Buenadella se había visto obligado a abandonar sus métodos administrativos y volver al sistema contundente de los viejos tiempos para poner un poco de orden. No pensaba hacerlo con gente del lugar, con Lozini o Frank Faran o Ernie Dulare. Pero estos forasteros, una pareja de ladrones sin contactos, eran peligrosos vivos y nadie los echaría de menos si estaban muertos. ¿Pero cuándo los detendría Abadandi?

Quizá no antes de que hubieran llegado aquí, a su casa, enviados por ese bastardo de Farrell. De modo que Buenadella tenía que hacer unas llamadas para organizar la reunión.

Aún sostenía el auricular en la izquierda. Contó hasta cinco después de terminar su conversación con Farrell y puso el dedo en el disco, esperando el tono.

No daba la señal de llamada. Buenadella marcó otras dos veces y de pronto se le ocurrió que Parker y Green habían cortado la línea, dejándolo incomunicado.

Pero escuchó una voz que decía:

– ¿Hola?

– ¿Qué? -Buenadella sintió que su cara enrojecía; esto ya era demasiado, la gota que colmaba el vaso-. ¿Qué mierda pasa? -gritó.

La voz dijo:

– Dutch, ¿eres tú?

– ¿Quién es? ¿Farrell? -No parecía la voz de Farrell.

– No. Tú sabes quién soy.

Al fin reconoció la voz: Calesian.

– ¡Por Dios! -exclamó-. ¿Qué pasa ahora?

– Consigue un teléfono que no esté intervenido -le respondió Calesian-. Tengo que hablarte.

– No hay ninguno -dijo Buenadella cabreado-, y, además, no tengo tiempo. Tengo muchos problemas.

– Entonces iré. Es importante.

– Como quieras. Ahora cuelga. Tengo que hacer unas llamadas.

– Llegaré dentro de diez minutos.

– ¡Corta!

Calesian colgó y Buenadella estaba a punto de hacerlo, cortando así la comunicación, cuando una voz desde la puerta, a sus espaldas, dijo:

– Y ahora cuelgue usted.

– ¡Mierda! -exclamó Buenadella, y arrojó el teléfono contra el cuadro de Montmartre más cercano.

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