XXX

Mientras conducía por la ciudad, Ted Shevelly se sentía muy nervioso. En primer lugar no le agradaba ir a la casa de Dutch Buenadella, y mucho menos si era Harold Calesian quien le había ordenado ir. Y para empeorar las cosas, no pudo encontrar a Al Lozini para comentarle la situación y descubrir de qué se trataba.

Cuando se adentraba en la calle de Dutch, vio la furgoneta de reparación de televisiones y supo que eso significaba que los federales o el DIC estatal estaban registrando su llegada, pero no se preocupó mucho. La policía ya sabía quién era él y poco importaba si visitaba a Dutch Buenadella o no. Además, el problema principal no era la policía. Al menos, no la policía de fuera. Su problema principal era el policía de dentro, Calesian.

Fue una de las feas sirvientas de Buenadella quien lo condujo hasta la oficina, donde Buenadella estaba sentado tras su escritorio, con aspecto desasosegado e infeliz, incluso algo enfermo, mientras Calesian se paseaba de un lado a otro con pasos lentos y medidos, la cabeza inclinada hacia el suelo, obviamente pensando. Miró a Shevelly y se detuvo en medio del cuarto para decir:

– Hola, Ted.

Shevelly consideró importante mantener la jerarquía. No sabía a qué obedecía ese sentimiento, pero lo obedecía siempre.

– Hola, Dutch -le dijo a Buenadella, y luego se volvió para saludar a Calesian-: Harold.

Pero ya era tarde para mantener las jerarquías. Calesian había tomado la voz cantante y Shevelly no tardó en darse cuenta de ello. Buenadella estaba en su escritorio, con aspecto preocupado, y sus ojos no se apartaban de Calesian; era éste el que hablaba, con voz dura y autoritaria, mientras reanudaba su paseo.

– Tenemos un problema, Ted -dijo-. Parece que Parker y Green mataron a Al Lozini.

– ¿Qué?

– Lo siento, Ted -Calesian se detuvo para tocar el brazo de Shevelly, y luego siguió-: Sabía que estimabas mucho a Al, y lamento decírtelo así.

– ¿Qué diablos…? -Shevelly no podía aceptarlo-. ¿Por qué?

– Creo que se impacientaron -contestó Calesian-. Supongo que fue por eso, por impaciencia. Estudiaron la situación y decidieron que Dutch sería probablemente el número uno si Al moría, de modo que lo liquidaron y se pusieron en contacto con Dutch para decirle que si en veinticuatro horas no reunía los setenta y tres mil dólares lo matarían a él y tratarían con Ernie Dulare.

– ¡Dios santo! -exclamó Shevelly.

– Todo sucedió esta mañana -explicó Calesian-. Dutch me llamó y entre los dos preparamos una encerrona; Dutch les dijo que vinieran aquí a recoger el dinero. Cuando vinieron herimos a uno, pero el otro se escapó.

– ¿Cuál?

– Parker.

– Tiraste contra el que no debías -dijo Shevelly.

– Los dos son pájaros de cuidado -contestó Calesian-. Lo que pasa es que Parker es más notorio, eso es todo… Lo que importa es que todavía anda por ahí. Tenemos que liquidarlo antes de que cause más problemas. Ya tenemos suficiente con las elecciones del martes.

Shevelly se pasó la palma de la mano por la frente:

– Todos estos malditos asuntos a la vez -comentó-. Y Al… no puedo creerlo.

Buenadella intervino por fin:

– Yo quería a Al Lozini -aseguró.

Su voz temblaba el decirlo; Shevelly, al mirarlo, sospechó que el temblor se debía más al miedo que al afecto, pero no hizo ningún comentario.

– El asunto -volvió a decir Calesian- es terminar con Parker. Tenemos que atraerlo de nuevo y liquidarlo.

– ¿Atraerlo? -preguntó Shevelly-. ¿Cómo?

– Sé cómo ponerme en contacto con él -agregó Calesian-. Puedo arreglar un encuentro con él, una reunión. Tú vas a verlo, le cuentas la historia y él viene.

– Estás loco -dijo Shevelly-. ¿Por qué va a querer encontrarse conmigo? Creerá que es otra trampa.

– Le dejaremos elegir el lugar a él -contestó Calesian-. No será una trampa, así que nos da lo mismo el sitio. Lo importante es contarle la historia; eso lo hará venir.

– ¿Qué clase de historia -preguntó Shevelly- crees que puede hacer venir a Parker a un sitio donde puedes atraparlo?

– Una historia con pruebas -respondió Calesian. Fue al escritorio de Buenadella y cogió una cajita blanca, del tipo de las que traen los gemelos o los anillos baratos, rellenas con algodón. Shevelly notó que Buenadella miraba la caja con repugnancia y torcía los labios, como si estuviera a punto de vomitar.

Calesian le entregó la caja a Shevelly.

– Esta prueba -dijo, y abrió la caja. Dentro, en el inevitable algodón, había un dedo cortado justamente por la segunda articulación.

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