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ENFERMA Y SIN DESCANSO

Antes de apagar el ordenador, abrí el mensaje de Morrell. No era precisamente lo que yo esperaba.


Querida, lamento no haberte llamado antes, pero no me funciona el teléfono. Estoy utilizando la línea de Giulio Carrera, de Medicina Humanitaria, así que no sé cuándo podré comunicarme de nuevo contigo. Te quiero, te echo de menos y desearía que estuvieras aquí conmigo; sería de gran ayuda tener a alguien que estuviera en mi misma onda. Estoy llevando a cabo una investigación algo delicada, no puedo decir más por este medio, pero no es físicamente peligrosa, palabra de scout. Giulio y yo no vamos solos a ningún sitio; nos hemos hecho amigos de unos tipos duros de aquí, que parecen saber por dónde se mueven, tanto literal como metafóricamente, así que no te preocupes, mi amor, aunque pase una semana antes de que vuelva a ponerme en contacto contigo.


Su mensaje me dejó una sensación de vacío y soledad, supongo que irracional, puesto que Morrell no se encontraba más lejos de lo que estaba diez minutos antes. Pero una semana hasta que pudiera volver a escribir… De algún modo la esperanzada ansiedad de pensar que cualquier día podría recibir el mensaje en el que me dijera que volvía a casa era mejor que saber que no tendría ninguno en absoluto.

– De acuerdo, Penélope, es hora de empezar a tejer tu tapiz -dije entre dientes, y me di cuenta de que por debajo de esa soledad sentía rabia, contra Morrell y contra mí misma. Me comportaba como una mujer tradicional, sola en casa y angustiada, mientras mi heroico amante vagaba por el globo en busca de aventuras.

– Ésa no es la historia de mi vida -grité con voz ronca-. No voy a quedarme sentada esperando, ni a ti ni a nadie, Morrell.

Volví a llamar a mi servicio de contestador, dispuesta a ponerme al día con todos los mensajes antes de abandonar la oficina. Devolví una docena de llamadas de reporteros que se habían enterado de que yo había descubierto el cuerpo de Whitby; e incluso le contesté a Murray.

Tenía las piernas tan doloridas y heladas que estaba deseando irme a la cama, pero al final decidí hacer una última llamada. Una sirvienta contestó al teléfono de Geraldine Graham. «La señora» estaba descansando. ¿Era la señorita Warshawski? «La señora» quería hablar conmigo.

Cuando oí la aguda y aflautada voz de Geraldine Graham al teléfono, pronuncié mi nombre con voz ronca.

– ¿Está usted enferma, jovencita? ¿Es ésa la excusa que tiene para no contestar antes mis mensajes?

– Devuelvo las llamadas cuando puedo, señora Graham. De hecho esta tarde he hablado con Darraugh, ya que él es mi cliente. ¿No le ha contado lo que ocurrió en Larchmont anoche?

– Sé lo que ocurrió, jovencita, pues esta mañana ha venido a verme un policía de lo más impertinente. Se hacía llamar Schorr; aunque yo le llamaría «Horror». Realmente me molestó que no considerase oportuno informarme de lo que sucedió anoche en mi estanque.

– El estanque de Larchmont, señora. Para cuando terminé con la policía y llegué a casa eran las cuatro de la mañana. Ni siquiera alguien con los inquietos hábitos nocturnos que tiene usted habría recibido con alegría una llamada a semejante hora… si me hubiera sentido capaz de hacerla, que no era el caso.

Como parecía que mi respuesta le había parado un poco los pies, le pregunté qué era lo que quería Schorr. Cerré los ojos y me masajeé ambos lados de la nariz.

– Como allí se ha ahogado un individuo negro, se preguntaba si sería alguien que trabajaba en la propiedad, pero no hemos tenido empleados negros en los últimos veinte años. Y no creo haber visto a ninguno trabajando por allí desde que vendí Larchmont. Mexicanos sí, pero no negros. Ese tal Horror, o Schorr, me mostró una fotograba de él, pero ni su propia madre lo habría reconocido. ¿Quién era?

– Un periodista llamado Marcus Whitby. Supongo que no pretendía entrevistarla.

– ¿Sobre qué, señorita? Los periodistas perdieron todo interés por mí en cuanto me casé. Desde entonces no he hablado con ninguno, ni siquiera en la época en que podría haber tenido algo de interés periodístico que contarles. ¿Ese hombre utilizaba el ático de Larchmont para algún propósito en particular?

– Es posible. -Me preguntaba qué acontecimientos de interés periodístico estaría ocultando-. Aunque no me imagino cómo habría podido burlar el sistema de seguridad.

– ¿Qué ha dicho? Hable más alto, jovencita, con claridad. No tengo un oído tan fino como para entender lo que se me dice entre dientes.

Hice una mueca al teléfono.

– Esto es todo lo que puedo hacer por hoy, señora Graham. Ya hablaremos al final de la semana que viene, cuando me sienta mejor.

Trató de presionarme para que fuera a verla a New Solway, pero lo eludí también. ¿Y qué tenía que hacer ella si seguía viendo luces en el ático?

– Llame a la policía, señora. O a ese agradable y joven abogado que maneja sus asuntos -añadí al evocar su cara y recordar su nombre-, Larry Yosano.

– ¿Qué? ¿Quién? No conozco a nadie con ese nombre. Julius Arnoff se encarga de mis asuntos, como lleva décadas haciéndolo.

Lebold & Arnoff era la firma que figuraba en la tarjeta de Larry Yosano. Geraldine Graham, desde luego, trataba sólo con los directivos. Dije «sí, señora», y me fui con mi dolorida cabeza a casa. El señor Contreras salió al pasillo y empezó a reñirme antes de abrir la puerta: cómo era posible que saliera con este tiempo en mi estado y sin haberle avisado; esperaba que mi resfriado no se hubiera convertido en neumonía.

Por lo general su manera de controlar mis entradas y salidas me sacaba un poco de quicio, pero esa noche estaba extenuada. Su preocupación era un consuelo, pues me hacía la ilusión de volver a ser una niña con una madre cuyas reprimendas esconden afecto y deseos de protección. Le aseguré que ya no me movería por esa noche, y accedí a echarme en el sofá tapada con una manta -afgana- mientras él me preparaba la cena.

Comimos espaguetis y albóndigas, con los perros a nuestros pies, mientras veíamos las noticias de Canal 13 para enterarnos de cómo difundía la historia de Whitby el comisario de DuPage. Primero hablaron de terrorismo, esta vez sobre un inmigrante egipcio que había desaparecido antes de que el FBI pudiera interrogarlo acerca de sus vínculos con Al Qaeda.

Un periodista al que no conocía dijo que el hombre era un friegaplatos de diecisiete años al que le había caducado el visado.

– Benjamin Sadawi llegó a Chicago desde El Cairo hace dos años para aprender inglés e intentar encontrar un trabajo mejor que el que podía conseguir en su país de origen. Vivía con la familia de su tío en Uptown, pero cuando su tío murió, su tía regresó a Egipto con sus hijos. Sadawi decidió quedarse aquí solo. El FBI sostiene que el empleo era una tapadera, y que Sadawi en realidad estaba aquí como terrorista. Nuestro corresponsal en Oriente Próximo ha hablado con su madre valiéndose de un intérprete.

– Mi hijo es un buen chico -decía una mujer de aspecto cansado, sentada en el suelo con las piernas cruzadas y un montón de personas a su alrededor-. Desde que murió mi marido, Benji trabaja duramente para ayudarme a mí y a sus hermanas, lavando platos, enviándonos dinero. ¿Cuándo habría tenido tiempo para reunirse con los terroristas? Lo único que queremos es que vuelva con nosotros sano y salvo. Estamos muy preocupados, pero ni siquiera podemos ir a América a buscarlo, lo único que tenemos para sobrevivir es el dinero que él nos manda.

El presentador se dirigió después a un ayudante del fiscal general que dijo que todos los terroristas contaban con una historia convincente que les servía de tapadera, y que casi todos ellos tenían madres protectoras. El presentador le dio las gracias y luego dijo:

– Y, a continuación, una horripilante muerte en una de las zonas residenciales más exclusivas de Chicago.

Quité el sonido cuando en la pantalla apareció una pandilla de frenéticos bebedores de cerveza saltando y bailando.

El señor Contreras soltó un gruñido.

– Seguramente el chico esté conchabado con esos asesinos de Al Qaeda. Por eso la madre no viene aquí a buscarlo: sabe que en cuanto los de Inmigración vean su pasaporte se descubrirá el pastel.

– ¿Usted no cree que sencillamente está preocupada por su hijo? El mes pasado Morrell escribió un artículo sobre la reacción que provocó en Pakistán la muerte de un tipo en la prisión de Coolis. Lo tuvieron retenido durante once semanas sin que nadie de nuestro Gobierno informara a su familia de dónde se encontraba.

– Lo único que digo, muñeca… -empezó a decir el señor Contreras. Habíamos tenido la misma discusión varias veces desde el momento en que el FBI y el Servicio de Inmigración empezaron a señalar a la gente de Oriente Próximo como sospechosa de terrorismo a raíz de lo sucedido en septiembre.

– Ya sé, ya sé -me apresuré a decir-. Esperemos que no sea un terrorista y que no lo hayan secuestrado. Los chicos hacen cosas raras.

Cuando Larchmont Hall apareció en la pantalla, volví a poner sonido al televisor. La muerte de Marcus Whitby era una historia que parecía hecha para la televisión: el poder y el dinero de New Solway, la mansión abandonada, el siniestro estanque con algas asesinas. La cadena había desenterrado material de archivo de una fiesta de beneficencia celebrada en Larchmont hacía unos veinte años. Se veían los prados por donde vagaban los caballos y los jardines llenos de flores. Bien cuidado, era un hermoso lugar. Canal 13 contrastaba esa imagen con otra del estanque, tomada al anochecer, con un primer plano de la carpa muerta.

– Y aquí es donde la investigadora privada de Chicago V.I. Warshawski encontró a Whitby. Canal 13 no ha podido averiguar qué es lo que condujo a Warshawski hasta Marcus Whitby; lo único que sabemos es que llegó demasiado tarde para salvarlo.

El comisario del condado de DuPage, Rick Salvi, apareció mientras el señor Contreras lanzaba exclamaciones porque me mencionaban en la televisión. Salvi restó importancia al asunto al rechazar las insinuaciones de que Marcus Whitby había sido asesinado.

– No hay indicios de que se trate de un asesinato, no hay heridas de revólver ni golpes en la cabeza que indiquen que alguien lo arrojó al estanque para que muriera. Hemos hablado con la revista para la que trabajaba Whitby y nos han asegurado que no estaba realizando ningún reportaje que tuviera que ver con New Solway.

»Por razones que probablemente nunca sabremos, eligió lo que creyó que era un lugar solitario para acabar con su vida. Si esa investigadora de Chicago no hubiese estado examinando la propiedad, es probable que no se hubiese descubierto el cadáver hasta que algún vigilante hubiera ido a echar un vistazo al estanque, probablemente dentro de unos cuantos meses. Hemos tenido la suerte de encontrarlo cuando aún podía ser identificado».

– Parece ser que había estado bebiendo -dijo alguien de la Fox.

– Nadie se tiraría a esa agua estando sobrio -contestó el comisario, reprimiendo una carcajada.

Canal 13 pasó de la conferencia de prensa a la conversación que la periodista Beth Blacksin había mantenido con el editor de T-Square. Un hombre serio, de unos cincuenta y tantos años y rostro afilado, dijo que no hablaría sobre una investigación en curso, «ni siquiera con mis colegas del medio», pero que ninguna de las tareas que estaba realizando Whitby tenía conexión con New Solway.

La familia de Marcus Whitby vive en Atlanta -concluyó Blacksin-. Sus padres y su hermana, Harriet, han venido a Chicago para llevarse el cadáver.

Vimos la llegada del desconsolado trío -los ancianos Whitby y una joven mujer- a O'Hare. Se metieron en un taxi mientras las cámaras y los micrófonos se abalanzaban sobre ellos.

– Los Whitby no dan crédito a la muerte de su hijo e insisten en que no estaba atravesando ninguna crisis sentimental que pudiera haberlo llevado a quitarse la vida. En directo desde Wheaton, Beth Blacksin para Canal 13.

– Gracias, Beth -dijo el presentador-. A continuación, nuestro reportero de Canal 13 Len Jimpson con los Cubs en Tucson. ¿Estarán ensayando alguna plegaria durante los entrenamientos de esta semana? No se vayan.

Era hincha de los Cubs desde hacía demasiados años como para abrigar alguna esperanza; así que apagué el aparato.

– ¿Es ése el estanque en el que estuviste tú, muñeca? -preguntó el señor Contreras -. A nadie se le ocurriría suicidarse en un lugar como ése. Y menos si viviera en una ciudad con un enorme lago a la vuelta de la esquina.

– Nada de eso tiene mucho sentido. Salvo que estuviera allí para encontrarse con alguien. -Le hablé de Catherine Bayard-. Lo que ignoro es si ella era una fuente de información a la que había ido a ver o su amante…

– ¿Su amante? ¿Una chica de dieciséis años y un negro… -se cruzaron nuestras miradas y se apresuró a rectificar-, y un hombre de esa edad?

– Por favor -tosí roncamente-. Usted es la única persona a la que he contado que vi allí a esa chica. Esta misma tarde he averiguado cómo se llama, y cuento los minutos que faltan para echarle el guante. Pero si Whitby no fue a New Solway para verla, ¿qué hacía allí? Quizá pueda hablar con alguien de su revista. Sé cómo son los periodistas de estirados, pero, después de todo, yo soy quien encontró el cuerpo de su empleado.

El señor Contreras me dio unas palmaditas en el brazo para animarme.

– Seguro que por la mañana se te ocurrirá alguna brillante idea, dulzura: te conozco. Ahora lo que tienes que hacer es irte a la cama y cuidarte ese resfriado.

Mientras lo ayudaba a recoger los platos sonó el teléfono. Miré el reloj: las diez menos veinte. Por poco no descuelgo, imaginando que o bien eran Beth Blacksin o Murray Ryerson para hablarme del informe del comisario sobre Marcus Whitby o, peor aún: Geraldine Graham reclamando más atención. Pero y si Morrell… Salté hacia el teléfono antes de que mi servicio de contestador pudiera coger la llamada.

– Es usted V.I. Warshawski, ¿verdad? Tiene la voz distinta. Soy Amy Blount.

– ¿Amy Blount? -Me quedé sorprendida. Nuestros caminos se habían cruzado el verano anterior: ella se había doctorado en Historia Económica y había escrito un libro sobre una compañía de seguros a la que yo investigaba. Nos respetábamos mutuamente, pero no éramos amigas.

– Lamento llamarla tan tarde pero… Harriet Whitby está conmigo. Fuimos compañeras de habitación en Spelman. Quiere hablar con usted.

– Por supuesto. Pásemela. -Intenté disimular mi desconcierto: no me sentía con fuerzas para hablar con la hermana del muerto -. Aunque no creo que pueda decirle nada que no le haya dicho ya el comisario.

– Le gustaría hablar con usted en persona. Es difícil de explicar, y no voy a intentar hacerlo por ella, pero, como nos conocemos, me pareció que a mí me resultaría más fácil llamarla que a ella… No sé si se acuerda, pero me dio su número de teléfono el verano pasado.

Era lógico que la hermana de Marcus Whitby quisiera hablar con la persona que había encontrado el cuerpo de su hermano. Tenía la mañana siguiente libre; le dije a Amy que iría encantada a su casa en Hyde Park si a ella y a la señorita Whitby no les apetecía acercarse hasta mi oficina.

– ¿Podríamos vernos ahora? Ya sé que es tarde, y me doy cuenta de que está resfriada, pero ella quiere verla esta noche, antes de que se lleven a cabo todos los preparativos para el funeral y no haya posibilidad de dar marcha atrás.

Pensé en la cama con añoranza, pero, tratando de aclarar la voz todo lo que pude, le dije que me pondría en camino enseguida. El señor Contreras me miró frunciendo el ceño e hizo chocar los platos deliberadamente.

Amy Blount lo oyó. Se disculpó nuevamente por molestarme a horas tan intempestivas, pero sólo por educación; pues quería que viera a Harriet de inmediato. No obstante, se ofreció a llevar a la hermana de Whitby a mi casa: Harriet y sus padres se alojaban en el Drake; Amy podía llevarla en su coche hasta mi casa antes de dejarla en el hotel.

Cuando colgué el teléfono me las arreglé como pude para echar al señor Contreras de casa. De ninguna manera aprobaba que concertase una cita tan tarde: estaba enferma, no conocía a esa gente y no había nada tan importante que no pudiera esperar hasta la mañana siguiente.

– Tiene razón -dije-, por supuesto que la tiene, pero se trata de la hermana del muerto. Hay que tratarla con especial consideración. Si se lleva los perros abajo podré descansar veinte minutos antes de que lleguen.

El señor Contreras estaba que bufaba, pero cuando me tapé con la manta hasta la barbilla y me estiré, dejó ruidosamente los platos en la cocina y se fue.


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