Mucha gente veía a Olin Taverner como el mayor enemigo de su marido, Renee. ¿Podría decirnos por qué Calvin Bayard seguía viéndose con Olin Taverner? -Dennis Logan inclinó la cabeza hacia Renee Bayard, mirándola tan abiertamente que ella se hundió aún más en el sillón del estudio.
Lotty y yo estábamos sentadas con Max Loewenthal, viendo la entrevista en el cuarto del fondo, donde Lotty tiene el televisor. Max, que conoce a Lotty prácticamente de toda la vida, es el director ejecutivo del hospital Beth Israel, donde Lotty goza de ciertos privilegios quirúrgicos. Durante muchos años fueron amantes, pero desde el otoño pasado se han convertido en algo más cercano aún. De alguna manera, me molestaba no poder contar con Lotty tanto como antes, pero me gusta Max y lo respeto.
Mientras tomábamos pollo asado y una botella de la impresionante bodega de Max -que yo no podía apreciar, ya que todavía estaba muy congestionada-, charlamos de algunas cosas, como, por ejemplo, de la incansable lucha de Max por encontrar pacientes que costearan el hospital. Uno de los miembros del consejo había propuesto obsequiar con batas de diseño a los pacientes más acaudalados.
– Qué buena idea -aplaudí-. ¿Cómo podemos dar a entender que realmente tenemos un sistema sanitario que hace distinciones si no tenemos una vestimenta que lo demuestre? Una seda suave de Armani para los que tienen seguro privado; nailon gris y desgastado para los pobres desgraciados.
Max se rió, pero Lotty no estaba dispuesta a bromear sobre ese asunto. Ella utiliza sus sustanciales honorarios quirúrgicos para financiar varios programas de salud para aquellos que cuentan con escasa o nula cobertura, pero es muy consciente de que eso no es más que una gota en el océano de la asistencia sanitaria.
Me apresuré a cambiar de tema, y les hablé de mis encuentros con la joven Catherine Bayard. Lotty y Max emigraron a América desde Gran Bretaña a finales de los años cincuenta. Cuando ellos llegaron, hacía tiempo que las audiencias del Comité de Actividades Antiamericanas habían terminado, de modo que Max no conocía los nombres ni las historias de los personajes clave, pero a los dos les interesaba lo suficiente como para querer ver la televisión conmigo después de cenar. Pusimos el telediario de las nueve del Canal 13.
Para mi sorpresa, el programa no comenzó con la muerte de Olin Taverner, sino con la reunión de padres en Vina Fields de la que Catherine había hablado. Jamás se me habría ocurrido que eso pudiera ser noticia, pero supongo que unos cuantos millonarios gritándose unos a otros acaba siendo un buen espectáculo.
La crónica se abría con Beth Blacksin delante de Vina Fields.
– Esta discreta fachada de piedra esconde la entrada a una poderosa institución de Chicago. Es aquí donde los Grahams, Bayards, Felittis y demás habitantes de Chicago de apellidos influyentes traen a sus hijos. Está a poco más de kilómetro y medio de la zona de viviendas protegidas de Cabrini Green, pero a años luz del alboroto de una escuela de las zonas pobres del centro. Aquí no hay ni pandillas ni armas. Pero últimamente la tranquilidad de este edificio se ha visto alterada no porque sus muros hayan albergado a una pandilla, sino a un terrorista internacional. Tanto padres como administradores han debatido sobre si los organismos de seguridad del Estado deberían tener acceso a los expedientes de los estudiantes e incluso al registro de libros que sacan de la biblioteca. En medio de todo este escándalo se encuentra un friegaplatos egipcio, Benjamín Sadawi, desaparecido hace tres semanas.
En el programa se mostraba una foto del joven con camisa blanca y corbata que el señor Contreras y yo habíamos visto la noche anterior.
– El Departamento de Justicia sostiene que el chico ha volado al escondite de su célula terrorista. Pretenden examinar todos los expedientes por si pudieran arrojar alguna luz sobre su desaparición. El Primer Foro por las Libertades está tratando de evitar que el Departamento de Justicia acceda a los historiales de los alumnos. Hablamos con la abogada Judith Ohana antes de la reunión. Judith, ¿que es lo que está en juego aquí?
Una mujer alta y esbelta cogió el micrófono con actitud experimentada.
– En pocas palabras, Beth, estamos ante una caza de brujas. Si uno de los alumnos de este colegio ha estado en El Cairo, y viniera el ejército a confiscar libros, papeles y ordenadores debido a que corre el rumor de que un friegaplatos ha desaparecido, el país entero se sentiría indignado. Y lo que pasa aquí es que unos cuantos padres están tratando de avivar las llamas de la histeria colectiva. ¿De verdad quieren que los pensamientos íntimos de sus hijos se conviertan en la lectura nocturna de los agentes del FBI o del Servicio de Inmigración?
Después Beth nos llevó al interior del colegio para que pudiéramos ver a los padres discutiendo sobre lo que les gustaría que hiciesen los administradores. Los que estaban allí se gritaban unos a otros con la vehemencia de un partido de hockey. Un hombre se acercó airado al micrófono para decir que su hija era una alumna de Vina Fields.
– La seguridad de mi hija es lo primero. No pienso permitir que el colegio esconda terroristas sólo porque la Primera Enmienda o lo que demonios sea quiera poner en peligro la vida de mi niña.
Otros padres entraron en liza, y a continuación Renee Bayard se puso al micrófono. Todavía llevaba el vestido rojo, que destacaba vivamente entre los trajes grises y las corbatas de los que la rodeaban.
– Todos queremos que nuestros hijos estén a salvo en el colegio, en casa, en las calles, en el aire. Cuando nuestros hijos están en peligro, no nos importa la ley, ni la justicia, ni las abstracciones, sólo nos importa su seguridad. Yo pienso del mismo modo. Y por esa razón no quiero que los agentes de policía curioseen en el expediente escolar de mi nieta. No quiero que cualquier opinión personal que mi nieta haya puesto en una redacción sea fiscalizada por el FBI por si representa un riesgo para la seguridad. Los adolescentes piensan de manera extremista. Es su naturaleza. Si hubiera que juzgar cada cosa que escriben o leen, entonces pronto tendríamos un país de robots. Pero no tendríamos gente creativa, librepensadora, con ganas de experimentar, de arriesgarse, y que hace que los negocios de América lideren el mundo.
El cámara cortó durante otra diatriba del hombre que se había quejado de la Primera Enmienda.
– Acaban de oír a Renee Bayard, directora general de Ediciones Bayard -dijo Beth-. Su marido, Calvin Bayard, uno de los grandes defensores de la Primera Enmienda, libró memorables batallas con el abogado de Chicago Olin Taverner, que ha muerto hoy a los noventa y un años. Quédense con nosotros tras las noticias para ver Chicago habla, donde analizaremos la vida y la carrera de Olin Taverner. Renee Bayard nos hablará de los enfrentamientos de su marido con Taverner en el Congreso. Ha estado con ustedes Beth Blacksin, en directo desde Vina Fields Academy, Gold Coast, Chicago.
Cuando empezó la sarta de anuncios, Lotty enmudeció el aparato.
– ¿Es posible que el FBI haya puesto a ese chico bajo custodia sin decir nada a su madre ni a nadie del colegio? -preguntó Max preocupado.
Hice una mueca.
– Morrell escribió hace poco un artículo para Margent sobre un inmigrante paquistaní que desapareció de su domicilio del Uptown en octubre pasado. Su familia lo buscó desesperadamente, pero sólo cuando el hombre murió en la prisión de Coolis, los federales dijeron a sus hijos que habían retenido a su padre durante once semanas. Yo hice algunas gestiones para Morrell sobre ese asunto. Parece ser que un vecino aseguró haber visto una camioneta sospechosa el 15 de septiembre que transportaba una caja grande, que resultó ser un inodoro nuevo, pero para entonces el FBI ya se había movido, y el Servicio de Inmigración no consideró que esa información fuera relevante.
– ¿Y ese muchacho? ¿Pueden hacer algo así con un muchacho? -preguntó Lotty.
– Tiene dieciséis o diecisiete años. Suficiente edad para planear algo si realmente es un terrorista.
– Entonces crees que el FBI o quienquiera que sea tiene derecho a registrar el colegio para buscarlo.
– Yo no he dicho eso. Pero sí que en la situación actual de terrorismo, hay chicos más jóvenes que él que fabrican y tiran bombas. En cuanto a si los federales tienen derecho o no, ignoro qué derechos les concede la Ley Patriótica. Si es un inmigrante indocumentado, el chico no tiene ningún derecho con la nueva ley; pero si eso se aplica también al lugar donde ha trabajado, bueno, supongo que ésa es la razón por la que los del Primer Foro han puesto el grito en el cielo. Piden que se aclaren los límites de esa ley.
Max y Lotty se miraron. Se habían conocido en Londres cuando eran niños refugiados de la Europa nazi, donde vieron cómo arrestaban y asesinaban a sus familias y amigos sin cargos ni juicio. Ninguno de los dos habló, hasta que Lotty dijo tranquilamente que me prepararía algo caliente para ayudarme a combatir el resfriado. En el momento en que me disponía a seguirla, Max movió la cabeza para disuadirme. Cuando volvió, con una taza de algo balsámico y cítrico, el interminable informe del tiempo y la infinita serie de anuncios ya habían acabado.
Lotty regresó cuando Dennis Logan hizo su provocativa presentación para la entrevista con Renee.
– No sabía que éste fuera un programa de cotilleo, Dennis -replicó Renee-. Desde hace muchos años mi marido y Olin Taverner únicamente se saludaban. Ambos crecieron en el mismo medio y conocen a las mismas personas; y uno no se va de una reunión con un senador o un gobernador sólo porque no le gusten los otros invitados.
– Pero a su marido debía de molestarle ver que en muchas de las reuniones políticas y sociales a las que ustedes asistían aceptaban también al hombre que intentó destruirlo.
Renee se inclinó hacia delante, juntando las espesas cejas por encima de la nariz.
– ¿Sabe? Calvin y yo estábamos tan ocupados creando Ediciones Bayard, y luego la fundación, cuidar de la Primera Enmienda no debería ser tan trabajoso, pero lo es, que no teníamos tiempo de pensar en Olin Taverner. A veces lo veíamos en los conciertos o en el Chicago Club, pero en cuanto se mudó a su residencia de retiro dejó de venir a la ciudad. Hacía mucho tiempo que ni me acordaba de él.
– ¿No se acordaba de él a pesar de que algunos comentaristas, entre los que se encuentra su propio hijo, están presionando para que se revise la época do McCarthy y para quo so consideren héroes americanos a personas como Taverner, o el diputado Bushnell, por intentar proteger al país de enemigos internos?
Por la seria expresión de Dennis cualquiera habría dicho que conocía o le importaba aquello de lo que estaba hablando, pero lo que él buscaba era provocar en Renee una reacción en directo. Pero ella tenía muy presente el consejo que le había dado a Catherine: hay que estar por encima.
– Creo que es peligroso querer convertir en héroes a personas que subvierten la Constitución. Es muy importante que reflexionemos sobre ello en los tiempos que corren, en los que cada vez es más difícil oír alguna discrepancia respecto a la política actual del Gobierno. Pero a diferencia de algunos de nuestros presentadores de televisión y escritores de editoriales, yo no creo que haya que arrestar o expulsar del país a quienes no estén de acuerdo conmigo. Lo único que espero de ellos es que respeten mi derecho a tener opiniones distintas a las suyas.
– ¿Aun cuando su propio hijo se encuentre entre los que lideran esa tendencia?
A Renee Bayard se le congeló la sonrisa.
– Los artículos de Edwards en Commentary o en National Review no lideran ninguna tendencia, Dennis. El tiene una visión de los hechos diferente de la que podríamos tener su padre y yo, pero al menos sé que hemos criado a un muchacho que sabe pensar por sí mismo. Un hijo -que es un adulto ya- con una hija de la que Calvin y yo nos sentimos realmente orgullosos. Ella ha insistido en acompañarme al estudio esta noche.
Dennis no parecía muy contento cuando la cámara pasó a enfocar a una resplandeciente Catherine sentada en un rincón del estudio. Empezó a hablar para obligar a que la imagen volviera a centrarse en su cara.
– Hablando de arrestar a los que no están de acuerdo con nosotros, Renee, mucha gente se ha preguntado cómo su marido salió de aquellas comparecencias sin citación judicial y sin condena.
– No había razón para que Calvin fuera a la cárcel. No cometió ningún delito y nunca fue acusado de nada. Por mucho que nuestro hijo disienta de nuestra política, no creo que exija que se encarcele a su padre.
– Pero Calvin fue miembro del Comité para el Pensamiento y la Justicia Social -insistió Logan-. Y rehusó contestar preguntas al respecto en el Congreso. Esa entrevista se vio en televisión; he encontrado una antigua copia esta misma tarde cuando buscábamos material sobre Olin Taverner.
Renee se quedó perpleja cuando la gastada cinta en blanco y negro empezó a verse. Aquella grabación nos retrotrajo al viejo auditorio del Congreso, en el que se veía a hombres con chaqueta cruzada, como se estilaba entonces. Reconocí a Calvin Bayard de inmediato: su rostro delgado, su pelo rubio, y hasta la graciosa sonrisa con la que saludaba a alguien que estaba detrás de él, muy parecida a la que tenía cuando habló en mi Facultad de Derecho hacía veinte años. Se sentó solo a una mesa frente al Comité, sin contar siquiera con la compañía de un abogado, con sus largas piernas estiradas, como para demostrar que no tenía nada que temer. En una tarima elevada, seis hombres lo miraban tras un enjambre de micrófonos.
Los de Canal 13 habían escrito los nombres en blanco justo encima de las cabezas. Olin Taverner, austero; el pelo peinado hacia atrás, parecía el modelo de hombre público íntegro. En contraste, el diputado Walker Bushnell, presidente del Comité, tenía la cara redonda como una piruleta; el pelo cortado al cero lo convertía en la caricatura de un matón.
Taverner habló primero.
– Usted estuvo en una reunión del Comité para el Pensamiento y la Justicia Social el 14 de junio de 1948 en Eagle River, Wisconsin, ¿no es así, señor Bayard?
Calvin Bayard dejó escapar una risita.
– Asisto a muchas reuniones, Olin, igual que tú. No recuerdo todos los nombres ni las fechas. Debes de tener una calculadora increíble en la cabeza para recordar la fecha exacta de reuniones de hace tanto tiempo.
Taverner se inclinó hacia delante.
– Tenemos el testimonio de otros testigos, cuya memoria es tan buena como la mía, de que estuvo en Eagle River el 14 de junio de 1948. ¿Lo niega?
Bayard contestó con impaciencia.
– No puedo discutir el asunto porque no sé si tienes ese testimonio o no, ni quién te lo proporcionó, si es que alguien lo ha hecho.
Taverner dio un golpe en la mesa.
– Tenemos testimonios fiables de que asistió a aquella reunión. ¿Quién más estaba allí con usted?
Bayard colocó los dedos en la hebilla del cinturón y se recostó en el respaldo de su asiento.
– Señor presidente, cuando el señor Taverner y yo éramos niños en el Illinois rural, a menudo encontrábamos comadrejas y ratas merodeando por el gallinero. Les gusta deslizarse a través de las grietas al amparo de la oscuridad. La comadreja nunca sale a la luz del día ni da la cara como haría un perro.
»Ahora bien, no me gustaría calificar de comadrejas a ninguno de mis distinguidos amigos de la industria editorial o del espectáculo. Ni siquiera a aquellos que forman parte de este Comité, porque al final todo hombre tiene que vérselas a solas con su propia conciencia en la intimidad de su dormitorio, y puede que a mí mi conciencia me diga algo distinto de lo que te dice a ti la tuya o a mis amigos la suya. Pero deslizarme bajo el manto de la noche, o con la excusa del patriotismo… ¡Lo que haría mi perro con una criatura que se comportara de esa manera!».
Entre los miembros del Comité se oyó una exclamación de asombro. El mismo Taverner empezó a gritar algo, pero Walker Bushnell le hizo callar alargando una mano para taparle el micrófono.
– De modo que se niega a declarar ante este Comité quién estaba con usted en la reunión del 14 de junio de 1948 -dijo Bushnell.
Bayard lo miró fijamente.
– Señor presidente, el mayor placer de los enemigos de América es ver cómo sus líderes menoscaban la piedra angular de nuestra sociedad: el derecho a la libertad de expresión, a la libertad de prensa y a la libertad de asociación. No daré pasto a mis enemigos violando esos derechos.
La cinta terminaba aquí; la cámara volvió a centrarse en Renee Bayard. Estaba enjugándose las lágrimas de los ojos. Yo también me sentía un poco llorosa.
Dennis Logan dijo:
– Qué buen discurso el de su marido, pero la gente todavía se pregunta por qué conmovió a Olin Taverner y a Walker Bushnell. Después de todo, su marido fue la única persona a la que dejó escapar Olin Taverner después de haberla tenido entre sus garras. Pero Calvin no dio nombres, no fue a prisión, ni siquiera fue multado. ¿Cómo lo hizo?
– Pobre Calvin, con el trabajo que se tomó para que gente como tú pueda decir todo lo que se le pase por la cabeza; y lo único que quieres es verlo entre rejas.
– Renee, eso no es justo, y usted lo sabe. Es una pregunta legítima. Ahora que Olin Taverner ha muerto, ¿qué mal puede haber en que sepamos cómo consiguió persuadirlo su marido para que le dejara en paz?
– Calvin siempre tuvo un gran encanto. -Esta vez su sonrisa llevaba una calidez genuina, y hasta un cierto toque de malicia que la hacía atractiva-. A mí me fascinó en Vassar cuando tenía veinte años. Puede que también fascinara a Walker Bushnell, aunque habría sido una dura tarea. Tú eres demasiado joven para haber conocido al diputado, ¿verdad, Dennis? Pero he pasado a máquina algunas de las…
Logan veía que la entrevista se le iba de las manos, así que se apresuró a decir:
– Esperábamos que Calvin hiciera algún comentario sobre el fallecimiento de Taverner, pero no quiso atender nuestra llamada.
El rostro de Renee Bayard volvió a verse surcado de profundas arrugas.
– Te refieres a la muerte de Olin, ¿verdad? Calvin odia los eufemismos para designar los actos más naturales de nuestro cuerpo, y nada hay más natural que la muerte.
Logan se dio por vencido.
– A la vuelta del programa, seguiremos hablando de Olin Taverner y del Comité para el que trabajó, esta vez con un equipo de expertos en derecho constitucional. Renee, muchas gracias por haber estado con nosotros. Soy consciente de que no debe de haber sido una noche fácil para usted.
El canal dio paso a la publicidad antes de que se oyera la respuesta de Renee. Lotty apagó el aparato.
– Yo diría que la señora ha ganado el partido -dijo Max-. El no consiguió lo que quería de ella.
– Fue conmovedora la grabación que pusieron -añadió Lotty-. Nunca había prestado mucha atención a esas comparecencias. Pero qué raro que su hijo los traicione de esa manera.
– No los está traicionando -objete-. Ellos lo educaron para que tuviera sus propias ideas.
– No tiene ideas propias -dijo Lotty-. Se está haciendo eco de todo lo que cualquier lunático de derechas sostiene hoy día en América.
Lo que quisiera saber es por qué vive en Washington mientras que su hija está en Chicago con su abuela. Y cómo llegó a tener un pensamiento político tan alejado del de sus padres. Y por qué Calvin Bayard no hizo ningún comentario sobre la muerte de Taverner. Y muchas otras cosas más que no son de mi incumbencia. Me voy a casa con mi congestionada nariz, aunque no sé lo que me has puesto en esa bebida, Lotty, me siento mucho mejor. Gracias… por todo.
Ella y Max me acompañaron al ascensor cada uno con un brazo rodeando los hombros del otro. Cuando bajaba en el ascensor pensé en la seguridad que se siente al ver enamorados a los demás, y en el dolor de saberse apartada del mundo de los amantes.