Para mí el South Side siempre había significado fábricas de acero al sur de Chicago, donde crecí. Cuando conseguí una beca en la Universidad de Chicago, situada a unos seis kilómetros de mi casa lago arriba, solía burlarme de la gente de Hyde Park, con sus enormes jardines y sus hijos en colegios y campamentos costosísimos, por considerarse habitantes del South Side; a lo mejor vivían al sur de la calle Madison, pero se encontraban más a gusto en los restaurantes y teatros del otro extremo del Loop.
Bronzeville, el lugar en el que Marcus Whitby había comprado una casa, era, con todo, un South Side diferente, y yo sólo lo conocía de oídas. Llegué con tiempo suficiente para inspeccionar un poco la zona. No sé si sería por la poción mágica de Lotty o porque Geraldine Graham me había dejado dormir esa noche, pero el caso, es que me desperté temprano y con más energía de la que tenía últimamente. Llevé a los perros a dar un paseo rápido, pasé por mi oficina para ver los mensajes que tenía y completar un informe y aun así llegué a la 26 con King, donde comienza Bronzeville, antes de las ocho y media. Me detuve un momento frente a una estatua que conmemora la gran oleada de inmigración negra a la ciudad. Mientras conducía por King hasta la calle 35 pasé por los desvencijados exteriores de los comercios que en el pasado formaban lo que se había dado en llamar la Metrópolis Negra. Como Aretha Cummings, la ayudante de Whitby, había dicho el día anterior, nadie quiere volver a los viejos tiempos de la segregación, pero era doloroso contemplar los edificios abandonados que una vez fueron el centro neurálgico de una comunidad llena de vitalidad.
Lo mismo había sucedido en la parte sur de Chicago. No soporto volver a los lugares que frecuentaba en mi juventud a causa de los edificios medio en ruinas de mi antiguo barrio. Sin embargo, el sur de Chicago tiene un cuarenta por ciento de desempleados y la tasa de asesinatos más alta de la ciudad, mientras que Bronzeville va en dirección contraria. Cierto es que muchos de los negocios que veía a mi alrededor se caían en pedazos, pero habían convertido un edificio art déco de la esquina de la 35 con King en una compañía de seguros, y las imponentes mansiones alineadas a ambos lados del bulevar parecían conservarse en buen estado.
Marcus Whitby había comprado una casa en Giles, una calle estrecha y corta al oeste de King Drive. Encontré un sitio para aparcar en la esquina de Giles con la 37, y caminé calle arriba hasta la dirección que había encontrado en Nexis. Algunas de las casas de Giles parecían a punto de derrumbarse, con las ventanas rotas y los techos hundidos. Otras habían sido restauradas más allá de su belleza original, con la adición de adornos Victorianos pintados en los porches y en las ventanas. La mayoría, como la de Whitby, se encontraba entre esos dos extremos.
Me quedé en la acera examinándola con atención, como si pudiera averiguar algo sobre la vida de Whitby por el mero hecho de observar su casa. La habían construido alta y estrecha para que encajara en un pequeño solar. El oscuro ladrillo rojo era antiguo y estaba agrietado por muchos sitios, pero se acababa de aplicar el mortero, y el modesto porche y los marcos de madera de las ventanas estaban recién sellados y pintados. Las persianas de láminas se veían cerradas en los tres pisos, dando a la casa un aspecto amenazador, con sus ojos vacíos cerrados al mundo.
Unos niños salían de las casas cercanas con la mochila a la espalda, camino del colegio. Pasaron junto a mí como peces que se separan ante un obstáculo: yo era una persona mayor; para ellos, como si no existiera. Para los adultos que iban al trabajo, la historia era distinta: llamaba la atención por ser una extraña y, además, blanca. Algunas personas se detuvieron para preguntarme si necesitaba ayuda. Cuando respondía que estaba esperando a alguien, me miraban con suspicacia: los blancos de los barrios residenciales sólo van al South Sitio a comprar drogas, y así pueden mantener sus calles limpias y sin delincuencia. Iba vestida con sobriedad, con mi conjunto de lana a rayas verdes y negras, tanto por respeto al muerto como por adecuación profesional; pero eso no probaba que no fuera una drogadicta.
Si alguien insistía un poco más, le decía quién era, y le preguntaba si sabía algo de Marcus Whitby. Me respondían con parquedad, como si no quisieran hablar del muerto con una extraña, pero me dio la sensación de que sus vecinos no lo conocían demasiado. Oh, sí, se llevaba bien con todos, pero era muy reservado. No es que fuera una persona desagradable, en absoluto; si necesitabas que te ayudara a empujar el coche o a instalar una ventana, él arrimaba el hombro. Pero, desde luego, al terminar el día no se sentaba en el porche a charlar con los vecinos.
Ninguno de los adultos que se pararon recordaba haber visto a Whitby el domingo por la noche, pero una niña de unos diez años, que esperaba impaciente mientras su padre me interrogaba, dijo que había visto a Whitby regresar a casa.
– Estuvo fuera toda la tarde, y cuando volvía a casa, paró en la esquina a comprar leche. Lo vimos porque Tanya y yo fuimos allí a comprarnos una chocolatina. Luego volvió a salir. A eso de las nueve.
– ¿Cómo lo sabes? -pregunté.
– Tanya y yo estábamos saltando a la comba, y lo vimos ir hacia la calle 35.
– ¿Cómo? ¿De noche? -estalló su padre-. ¿Cuántas veces…?
– Ya, ya… -me apresuré a intervenir-. Es peligroso, pero juegas en la calle porque se ve bien a la luz de las farolas; mis amigas y yo también lo hacíamos, a pesar de las muchas veces que mi madre se desgañitó tratando de impedírnoslo. ¿Así que viste salir a Marcus Whitby?
Ella asintió, mirando de reojo a su padre.
– Cerró la puerta con llave, nos dijo que tuviéramos cuidado y se fue caminando por la calle.
– ¿Iba con prisa? -pregunté.
Ella levantó las manos.
– No lo sé. Tanya y yo no le prestamos mucha atención.
– Puede que hubiera aparcado al final de la calle y se fuera en coche -sugerí-. ¿Sabes cómo era su coche?
Cuando ella apuntó a un Saturn SL1 verde que había al otro lado de la calle, dije :
– ¿Uno como ése? ¿Verde y con cuatro puertas?
– No -dijo ella, molesta por mi torpeza-. Ése es su coche.
– ¿Estás segura? ¿Es ahí donde estaba el domingo por la noche?
– No sé. -Se había cansado de responder a tantas preguntas-. No nos pareció extraño. La mayoría de los días cogía el autobús para ir al trabajo. Luego nos enteramos de que estaba muerto. Papá, voy a llegar tarde y la señorita Stetson me castigará después de clase. Vámonos ya, por favor.
– Vale, de acuerdo, pero ya sabes que no quiero que saltes a la comba en la calle. ¿Y Kansa estaba jugando contigo el domingo por la noche? Porque si era así, estás definitivamente…
Se subieron al coche antes de que pudiera oír a qué estaba la niña definitivamente. Crucé la calle para echar un vistazo al Saturn de Whitby. Bajo la capa de polvo que tenía, la carrocería estaba en perfecto estado, sin abolladuras ni arañazos, salvo por un rasguño en la parte izquierda del guardabarros delantero.
Miré dentro, haciendo visera con las manos para protegerme del resplandor. De creer a las niñas, se había ido a pie. ¿Adónde iría? ¿Y cómo llegó a New Solway?
Un taxi se detuvo frente a la casa de Whitby. Amy Blount salió del asiento delantero y abrió la puerta trasera para ayudar a una mujer diminuta con un austero traje y un sombrero negros. Un hombre salió lentamente por la otra puerta, seguido de Harriet. De modo que había venido toda la familia Whitby. Respiré hondo. Eso podía complicar las cosas.
El hombre se inclinó sobre la ventana del conductor para pagar el trayecto. Cuando eché a andar hacia ellos, la señora Whitby se dio la vuelta para mirarme. No podía verle la cara: incluso con tacones altos debía de medir metro y medio aproximadamente, y con el ala del sombrero sólo se le veía el mentón. Musité un convencional pésame, y me presenté.
– Sí, es muy difícil -dijo ella con voz seca y apagada-. Pero como mi hija y mi marido quieren que usted curiosee en la vida de mi hijo, pensé que debía hacer el esfuerzo y venir a verla. Pobre Marcus, no lo pude proteger en vida, no sé por qué creo que podré protegerlo ahora que está muerto.
Harriet se mordió el labio; obviamente llevaba las últimas veinticuatro horas oyendo esas cosas. Me presentó a su padre, un hombre alto y robusto. Me pareció que tendría unos cincuenta y tantos años, pero caminaba con la inclinación de una persona mayor y más frágil.
– Así que usted es la mujer que encontró a Marc. No lo entiendo, no lo entiendo en absoluto. ¿Y usted cree que podrá explicarlo? ¿Descubrir por qué estaba allí y cómo murió?
Amy dio un paso adelante con decidida brusquedad y preguntó si ya había entrado en la casa.
– Estaba esperando a la familia -dije-. ¿Cuándo vendrá la señora Murchison?
Ya había llegado. Debía de haber estado mirando desde el interior de la casa mientras yo hablaba con los vecinos, porque antes de que hubiésemos organizado el protocolo de quién entraba primero, y de si sería el señor Whitby o Harriet quien ayudaría a la madre a subir los cinco empinados peldaños hasta la puerta principal, Rita Murchison abrió la puerta.
Como yo, como la señora Whitby y su hija, Rita Murchison llevaba un traje negro, elegido a propósito para dejar claro que no era sólo la señora de la limpieza, sino una doliente legítima. No se hizo a un lado cuando el torpe grupo que formábamos alcanzó el pequeño porche de cemento. Temí que nos pidiera algún tipo de identificación antes de dejarnos pasar.
Me adelanté, obligándola a retroceder.
– Gracias por venir, señora Murchison. ¿Era éste el día que limpiaba la casa del señor Whitby?
Me miró con el ceño fruncido.
– Soy el ama de llaves.
– ¿Usted cuida la casa? -pregunté-. ¿Quiere decir que vive aquí? ¿A qué hora se fue el señor Whitby el domingo?
– No vivo aquí, pero cuido la casa.
La señora Whitby pasó a mi lado y al de Rita Murchison y entró en el vestíbulo. El resto de la familia la siguió, dejándome sola con el ama de llaves.
– ¿Y cuándo estuvo cuidando de la casa el domingo? -insistí, y ella me respondió que era cristiana y que, desde luego, no trabajaba los domingos-. El lunes, entonces -rectifiqué.
Tras un minuto do obstinación, admitió finalmente que sólo iba cuatro horas los viernes.
– Él estaba soltero. Llevaba una vida sencilla y no necesitaba mucha ayuda.
Detrás de nosotras la señora Whitby dijo:
– No tenía ni idea de que en este vecindario se acumulara tanto polvo. Porque imagino que habrá limpiado el viernes pasado, y fíjese cómo está todo hoy jueves.
Rita Murchison se dio la vuelta. Yo miré por encima de su hombro hacia el estrecho pasillo de la escalera que se elevaba hasta la mitad de su altura. La señora Whitby había encontrado los interruptores de la luz. En la pared de las escaleras había un aplique que iluminaba una lámina enmarcada. En ella se veía la silueta de una bailarina africana, con la espalda arqueada, al estilo del realismo social de los años treinta. En torno a la esbelta figura había un intrincado diseño de grabados y máscaras africanas.
«El Teatro Federal Negro presenta», rezaba el encabezado y, debajo: «Ballet Noir de Chicago de Kylie Ballantine, 15, 16 y 17 de abril, teatro Ingleside».
La luz también reveló la fina capa de polvo que cubría los bordes de la escalera. La señora Whitby se detuvo a inspeccionar con el dedo. Rita Murchison se acercó, preparada para la batalla. Harriet le pasó a su madre un brazo por los hombros, intentando convencerla de que no se preocupara por el polvo cuando Marc estaba muerto. Yo me alejé disimuladamente del trío y entré en la habitación que estaba a mi derecha. Amy Blount me siguió.
– Traté de persuadir a la señora Whitby de que se quedara en el hotel, pero comprendo que quiera ver la casa de su hijo. Lleva toda la semana deseando discutir con alguien, con cualquiera que la distraiga de su aflicción por Marc. Como ni Harriet ni yo le damos pie, estaba segura de que la tomaría con usted.
Sonreí.
– Yo también lo pensé. Dejemos que se arreglen y miremos a ver si encontramos las notas de Marcus, o su diario, o cualquier cosa que explique por qué fue a New Solway.
Amy asintió.
– La casa tampoco es muy grande. Tiene tres pisos pero sólo nueve habitaciones y prácticamente no utilizaba la tercera planta. Su estudio estaba en el segundo piso, junto al cuarto de baño. ¿Quiere empezar por ahí? Podemos subir por las escaleras de la cocina.
– ¿Pasaba mucho tiempo aquí? -pregunte.
– No éramos amantes, si es eso lo que desea saber -dijo Amy con aspereza-. Éramos amigos; Harriet y yo nos hicimos íntimas en la Universidad de Spelman, y solía pasar las Navidades con la familia. Marc tenía seis años más que nosotras, pero lo conocí a través de la familia. Cuando se vino a Chicago hace tres años y consiguió el trabajo en T-Square, le presenté a algunas personas. Era callado, de naturaleza poco extravertida, a diferencia de Harriet. A menos que estuviera trabajando en alguna historia, entonces sí se sentía cómodo llamando a la gente y hablando con ella. Luego adquirió interés por el caso Ballantine, que comenzó a absorber todo su tiempo libre.
La seguí por un comedor hasta la cocina y las escaleras de atrás, donde resonaban nuestras pisadas sobre los suelos sin enmoquetar. Whitby tenía máscaras de una de las producciones de Ballantine en la pared de la sala de estar y fotografías del Swing Mikado a lo largo del hueco de la escalera. Incluso tenía un par de zapatillas de ballet de Ballantine bajo una campana de cristal encima del tocador.
También estaba reformando la casa poco a poco. Las paredes de la cocina estaban lijadas y pintadas. La cocina y el frigorífico eran nuevos, pero las cazuelas y los platos se apilaban en un carrito, porque no tenía armarios.
En el frigorífico había media pechuga de fiambre de pollo, leche desnatada, zumo de naranja y un cartón de huevos. No había cerveza ni vino a la vista; sólo una botella de whisky Maker's Mark, de la que se había consumido un cuarto de su contenido, sobre un estante con especias y pastas.
– Su bebida favorita -dijo Amy cuando vio la botella-. Bourbon y derivados.
Había empezado a trabajar en un baño, terminado dos de las habitaciones de arriba, su dormitorio y el estudio, pero el resto de la casa todavía estaba o bien a medio hacer o bien sin tocar. Los libros aparecían pulcramente apilados en estantes hechos de madera y ladrillos. La mayoría trataba de historia y teatro afroamericano, o de arte y danza africanos. No parecía leer mucha ficción. Junto a su cama, sin embargo, tenía un ejemplar de la biblioteca de Historia de dos países, de Armand Pelletier, la primera novela que Calvin Bayard publicó cuando se hizo cargo de la editorial; la primera novela no religiosa de Ediciones Bayard.
Amy tenía razón en lo que había dicho sobre la búsqueda. No nos llevaría mucho tiempo en aquel lugar vacío. Saqué unos guantes de látex del bolso y le alargué un par.
– Vamos a dividirnos el cuarto -dije-. Todo lo que toques, debes dejarlo exactamente como estaba.
– Crees que ha habido un crimen.
– Se marchó a pie el domingo por la noche. ¿Cómo llegó a New Solway? Si hubiera ido allí a morir, seguramente habría ido en coche, en lugar de coger un tren hasta un lugar tan apartado, seguido de una caminata de casi ocho kilómetros hasta el estanque. Nadie se toma tanto trabajo para suicidarse.
– Entonces… ¿la policía?
– Puede que convenza a un conocido que tengo allí. Pero primero echemos un vistazo por nuestra cuenta.
Como buena académica, Amy era una investigadora tenaz. Se mostró muy dispuesta a reunir información antes de animarme a seguir adelante con el asunto. Era meticulosa, no tan rápida como yo en la primera inspección, pero sí cuidadosa y ordenada. Registramos los cajones, los estantes, miramos entre los libros, detrás de los cuadros, bajo la ordenada pila de jerséis del armario. Nada. Nada sobre Kylie ni sobre el Teatro Federal Negro ni sobre New Solway. Ningún cuaderno de notas. Ni agenda de direcciones. Nos conectamos desde su ordenador portátil. Los archivos de texto habían sido borrados por completo. Nada por ningún lado.
En la cocina, Harriet se las había ingeniado para convencer a su madre y a Rita Murchison de que hubiera un cese de hostilidades. La señora Murchison preparaba café, con los labios apretados en una fina línea de disgusto. La señora Whitby estaba en la sala de estar, mirando perpleja la fotografía de su hijo delante del viejo teatro Ingleside.
Yo sólo había visto a Marc Whitby muerto, a la luz de una linterna. En la fotografía estaba sonriente, señalando las puertas del teatro, pero su seriedad seguía haciéndose evidente. A pesar de tener la altura de su padre, se parecía mucho a su madre en los delgados huesos y la piel dorada.
– Ésa la hice yo -dijo Amy -. Habíamos salido a recorrer los lugares que frecuentaba Ballantine, y ésta en particular le gustó.
La señora Whitby apretó la fotografía contra su pecho, deshecha por el dolor.
– Mi niño, mi niño -gimió.
Harriet y Amy la condujeron a una silla y se arrodillaron a ambos lados. Yo volví a la cocina para enfrentarme a la furiosa ama de llaves.
– ¿Hay algo de la casa que le haya parecido distinto cuando vino esta mañana?
– No empiece usted también con lo del polvo, que ya he tenido bastante. Si no fuera porque el señor Whitby ha muerto y porque lo conocía desde hace tiempo, no me quedaría aquí para que me insultasen.
– El polvo no me importa -dije-. Es la casa. He estado buscando los papeles del señor Whitby: han desaparecido.
– Si lo que pretende es acusarme de robo… -Dejó la cafetera en la mesa con tanta fuerza que se hizo añicos-. ¡Y mire lo que ha pasado por su culpa!
– Escúcheme un minuto -le pedí, con un punto de exasperación en la voz-. Sé que usted y la señora Whitby acaban de tirarse de los pelos, pero yo no tengo nada que ver con esa disputa. Lo único que quiero saber es dónde guardaba él los papeles. Y que me diga si notó algo cuando llegó a la casa esta mañana. Es posible que haya entrado alguien a robarlos, o puede que los guardara en otro lugar.
Comenzó a recoger los trozos de cristal.
– La puerta. No estaba bien cerrada. Pensé que tal vez se marchó con prisa y se olvidó de echar el cerrojo; el caso es que él era un hombre cuidadoso, cuidadoso y ahorrador, ya sabe, porque no ganaba mucho dinero en esa revista, y lo poco que recibía lo gastaba en la casa, en la casa y en esa bailarina por la que estaba loco. Sin embargo, ni una sola vez, en todos estos años en que he trabajado para él, me había encontrado la puerta sin cerrar como es debido.
Todo apuntaba a que alguien había estado allí.
– ¿Alguna vez lo encontró con alguien en casa? ¿Alguna señal de que tuviera una amante?
– Era un hombre. Tenía los instintos normales de un hombre.
La miré con prevención. Ella no era muy mayor, y a pesar de su ceño arrugado y sus ostentosas maneras no dejaba de ser atractiva; pero cuando tímidamente me atreví a preguntarle algo a ese respecto, se enfureció. Puede que a ella le gustara Whitby. Eso explicaría la agresividad de su comportamiento posesivo al llegar los Whitby. Habría que preguntar a los vecinos si habían visto entrar o salir a alguien en horas inusitadas. Es posible que alguna amante despechada tuviera llaves. Ella… o él, podría haber conducido a Marcus Whitby a un lugar alejado para matarlo.
Mientras tanto, siguiendo el formalismo habitual en estos casos, pedí a Rita Murchison que me acompañara al segundo piso para comprobar si todo estaba en orden. Abrió cajones y alacenas que Amy Blount y yo acabábamos de inspeccionar, pero lo único que pudo decirme fue que la pila de libretas que había en su escritorio ya no estaba.