Pasamos un buen rato conectadas a Internet: yo, buscando información sobre el Proyecto de Teatro Negro; Amy, comprobando los trenes que había a los barrios residenciales del oeste. Marc pudo coger uno a las nueve y media, que lo habría dejado en la estación más cercana de New Solway a las diez y veinte. Aun así seguiría estando a varios kilómetros de Larchmont Hall. Una de nosotras tendría que hacer el mismo trayecto para intentar luego buscar el taxi o el autobús que pudo haberlo llevado hasta allí. Semejante perspectiva hizo que me rechinaran los dientes.
Como Internet arrojó dos exiguas referencias sobre el Proyecto de Teatro Negro y ninguna en absoluto sobre Kylie Ballantine, decidí ir a ver los auténticos documentos de la Colección Vivian Harsh, que se encontraba a unos veintidós kilómetros en dirección sur.
Amy partió hacia Bronzeville cuando yo me dirigía a la biblioteca. Antes de que nos separásemos me habló de la colección. Vivian Harsh fue la primera afroamericana en dirigir una sección de la biblioteca y a lo largo de su vida reunió diversos materiales sobre escritores y artistas negros. Al morir lo donó todo -fotos, documentos, libros- a la ciudad. La Colección Vivian Harsh era una de las mejores de América en su género, junto con otra de Harlem.
Para mi sorpresa, los documentos se encontraban albergados en una sala aparte de la biblioteca principal. Yo imaginaba que la colección tendría su propio edificio. En la biblioteca general había mucho jaleo, con madres que llevaban a sus hijos a ver los libros, pero también había indigentes y ancianos, asiduos visitantes de estos lugares. Se trata de un lugar agradable: es cálido y puedes estar con otras personas. Razones por las cuales Internet no puede reemplazar a la biblioteca municipal. Y también tenía libros. Y un bibliotecario que conocía y amaba su colección.
Al principio, Gideon Reed frunció el ceño ante mi petición. Sí, conocía bien esos documentos, pero ¿por qué quería verlos?
– Sé que Marcus Whitby estuvo estudiándolos durante algún tiempo -dije-. Por eso estoy aquí.
Cuando le expliqué qué pintaba yo en el asunto de la muerte de Whitby -cómo lo había encontrado, que trabajaba para la familia- y le enseñé mi identificación, el bibliotecario fue firme. El señor Whitby había sido un verdadero investigador. No iban muchos como él por allí, la mayoría eran estudiantes que trabajaban en monografías para el colegio y que sólo pedían un par de cosas sobre Martin Luther King, y no era que no le gustara enseñar a la gente joven a buscar libros o documentos, pero había algo satisfactorio en ver esta colección en manos de alguien que la apreciaba de verdad.
Reed me instaló en un cuarto con temperatura controlada en el que había fotografías de poetas y artistas negros en las paredes. Mientras Gwendolyn Brooks y Langston Hughes me sonreían, revisé los mismos papeles que había estudiado Marcus Whitby. Las cartas y otros documentos estaban guardados en fundas de plástico. Eché una ojeada, buscando nombres o acontecimientos que me dijeran algo, pero Ballantine tenía una letra fina e insegura y a menudo escribía con lápiz, haciendo de la lectura una tarea abrumadora. A veces escribía en páginas arrancadas de libros de ejercicios de colegio, a veces sobre un delgado papel verde, donde su pálida caligrafía se volvía aún más indescifrable.
Leí la correspondencia de Ballantine con Franz Boaz, de la Universidad de Columbia, sobre los descubrimientos que ella había hecho en África; la que mantuvo con Hallie Flanagan sobre la puesta en escena de Regeneración; su furiosa carta a la mujer de W. E. B. DuBois después de que el Congreso cerrara el grifo al Proyecto de Teatro Negro.
Estábamos haciendo un buen trabajo, estábamos haciendo un trabajo importante. La idea de que un ballet como Regeneración, o tu propio Swing Mikado, sea de inspiración comunista porque intentamos decir la verdad sobre las cuestiones raciales en este país es suficiente para que considere seriamente el comunismo. No sé de qué viviré de ahora en adelante; volveré a dar clases de baile a niñas cuyas madres trabajan por unos centavos a la semana lavando ropa de mujeres blancas para que sus hijas puedan estudiar conmigo, algo que en África habría sido un derecho adquirido.
El archivo se encontraba incompleto: había cartas como la de Ballantine a Shirley Graham sin la respuesta de Graham, y cartas o notas mecanografiadas de las que era imposible deducir qué habría respondido ella. Varias de éstas, de finales de los años cuarenta, provenían de un remitente anónimo («El Comité le agradece su colaboración. Hemos podido reunir 1.700 dólares, que fueron duplicados por lo que aportó nuestro benefactor», «La próxima reunión del Comité se celebrará el 17 de junio en la iglesia de Ingleside»).
Poco antes de la Segunda Guerra Mundial, Ballantine consiguió de algún modo un préstamo de la Universidad de Chicago para ir a estudiar a África. Cómo pasó los años de la guerra, o dónde, no quedaba claro, pero en 1949 firmó un contrato con la editorial de la Universidad de Chicago para su libro Danza ritual entre los bantúes de África ecuatorial occidental. Le pagaron quinientos dólares. Tal vez eso era un anticipo medio en 1949.
Su segundo libro trataba abiertamente sobre la esclavitud y las danzas de las que había podido seguir la pista desde América hasta África. El gran salto: la danza africana entre los esclavos americanos no apareció en una editorial académica sino en Ediciones Bayard. Eso era algo sorprendente: quizá Danza ritual entre los bantúes había vendido más de lo esperado. Quizá Ballantine podía vivir de sus derechos de autor. O quizá Calvin Bayard la conocía personalmente y quería apoyarla.
Escruté el logotipo de Bayard en la cubierta, la silueta recortada de un león, como si pudiera decirme algo, pero finalmente me dediqué a leer el libro. Había fotos de máscaras, fotos de chicas africanas sonriendo tímidamente mientras mostraban pasos de baile, y de tímidas chicas afroamericanas mostrando lo que se suponía que eran pasos similares; por las fotos no era fácil deducirlo. Leí párrafos aquí y allá acerca de dónde había estado Ballantine, lo que había visto, la comparación con las dan/as que se veían en el sur de América. Escribió con vehemencia acerca de la actitud paternalista de la América blanca para con la danza negra.
Ignoran la historia de civilizaciones mucho más antiguas que la suya, civilizaciones africanas codificadas en cada paso de baile y en cada ritual. A sus ojos, nosotros, los africanos, actuamos desvergonzadamente con el cuerpo, y nuestros bailes se consideran una muestra de nuestra escasa inteligencia, pues parece ser que ésta es patrimonio de civilizaciones más elevadas, que piensan en bombas atómicas y cámaras de gas.
Un artículo amarillento del Daily Defender, fechado en 1977, ofrecía algunos datos biográficos. Ballantine había nacido en Lawrence, Kansas, en 1911, pero su familia se había mudado a Chicago cuando ella tenía seis años. Había asistido a la Universidad Howard, donde estudió antropología y danza. Fue a Columbia cuando Franz Boaz recibía allí a estudiantes negros, e hizo un máster en antropología antes de regresar a Chicago, donde enseñó, bailó y estudió danza. En la fotografía del Defender se la veía solemnemente de pie frente a una pared llena de máscaras africanas, con unas mallas de bailarina y una camisa estampada con arte africano.
El periodista se había interesado más en la danza que en su carrera académica. Elogiaba su energía: allí estaba, con sesenta y seis años, bailando cuatro horas al día y dando clases a niños en su casa de Bronzeville. Lo único que le preguntó de su vida entre 1937 y 1977 fue sobre sus viajes a África. Además de los dos sobre los que acababa de leer, Ballantine vivió en Gabón durante los tres años que siguieron a su independencia. El periodista preguntó si sentía rencor por cómo la habían tratado a finales de los años cincuenta, y ella respondió que la amargura sólo servía para malgastar energía.
Revisé el resto de los documentos, con la esperanza de encontrar un diario o algo personal, pero no había nada. Una carta del decano de la Universidad de Chicago, fechada en octubre de 1957, declaraba fríamente que sus servicios ya no serían necesarios una vez terminado el cuatrimestre, pero no había ninguna respuesta de ella a la universidad. En su contrato con Bayard, un documento de una página, se le ofrecía setecientos dólares. No era el anticipo de un escritor comercialmente exitoso, después de todo.
La segura y gruesa firma de Calvin Bayard destacaba tanto en el papel descolorido que se sentía su presencia en la sala. Parecía extraño que una editorial comercial publicara un libro con un título tan académico. ¿El y Kylie Ballantine habrían sido amigos o amantes? Bayard le había publicado su libro, vivían en la misma ciudad, si se consideraba que la Gold Coast y Bronzeville eran parte de la misma ciudad. Si Bayard conoció personalmente a Ballantine, eso podría explicar fácilmente por qué Marc había ido a New Solway la noche del domingo: para saber qué recordaba Calvin Bayard de ella.
Ordené las carpetas unas encima de otras para devolvérselas al bibliotecario. Gideon Reed hablaba seriamente con un adolescente, al que enseñaba algo en un grueso libro de referencia.
Cuando le entregué los documentos de Ballantine, Reed me dedicó una amable sonrisa.
– ¿Ha encontrado algo útil?
– Nada que arroje luz sobre lo que pudo haber llevado a Marcus Whitby a New Solway. Si acaso el hecho de que El gran salto fue publicado por Calvin Bayard. El vive allí, de modo que me acercaré a preguntar si Whitby intentó hablar con él sobre Kylie Ballantine. ¿Mencionó Whitby alguna vez a Bayard?
Reed negó con la cabeza.
– La verdad es que no lo veía muy a menudo. Seguro que hizo otras investigaciones de las que yo no sabía nada; y además él trabajaba a jornada completa, pues tenía muchas otras historias que cubrir.
– He leído la entrevista a la señorita Ballantine del Defender. ¿Sabe qué le ocurrió en los años cincuenta? El periodista preguntaba si sentía rencor… ¿Fue porque la Universidad de Chicago la despidió?
El bibliotecario se volvió con actitud reflexiva hacia el artículo, pero sin mirarlo.
– El señor Whitby estaba intentando averiguar si la incluyeron en la lista negra, pero no creo que encontrara pruebas que lo confirmaran. Ella nunca fue llamada a declarar ante el Congreso, y, salvo en esa única carta, imagino que habrá visto la que ella escribió cuando estaba tan enfadada porque el Congreso había cancelado el Proyecto de Teatro Negro, ella nunca habló de comunismo.
– ¿Qué hay de algo llamado «el Comité»? ¿Sabe a qué me refiero? ¿Es posible que lo consideraran un grupo subversivo?
Reed echó un vistazo a las fundas de plástico hasta encontrar las referencias, pero no pudo aclararme nada sobre el asunto.
– Sé que el señor Whitby escribió para el expediente de ella bajo la Ley de Libertad de Información, pero ocurre como en tantas otras fichas: casi todo lo que quieres saber está tachado y no se puede leer. Desde el 11 de septiembre, resulta difícil conocer la información que archivan de los ciudadanos. Es frustrante saber que nuestro propio Gobierno nos espía, y que luego no nos dejen ver lo que dicen que hemos hecho.
Cuando pregunté si había más documentación sobre Ballantine en algún otro lugar -un diario, o registros financieros-, Reed volvió a mover la cabeza a un lado y a otro.
– Si la hay no está en ningún archivo público. Su patrimonio era escaso, y aunque era muy respetada en la comunidad negra, nadie disponía del dinero necesario para preservar y restaurar su casa, y tuvo que ser vendida para pagar sus deudas. Si existían otros documentos, seguro que fueron a parar a la basura del Comité de Defensa.
Reed hizo una pausa para responder a la pregunta de una mujer que esperaba desde hacía varios minutos, y luego siguió conmigo.
– El señor Whitby fue a la antigua casa de Ballantine. Cuando ella murió, el banco o quien fuera el que la compró la dividió en varios apartamentos, pero el señor Whitby confiaba en que hubieran dejado algo en el sótano o en el hueco de la escalera.
– ¿Y encontró algo?
Reed movió la cabeza lentamente.
– Debía de ser por eso por lo que me llamó hace una semana o diez días. Yo no estaba pero me dejó un mensaje. No pude localizarlo cuando le devolví la llamada, pero pudo muy bien haber sido por eso. Él sabía que a mí también me interesaba Kylie. Si hubiera encontrado algo, habría querido enseñármelo.
Otro lector intentó captar la atención del bibliotecario. Me despedí, frustrada por la poca información que había podido con seguir.
Mientras me alejaba de su escritorio, Reed me llamó.
– Hágame saber lo que averigüe sobre el señor Whitby. Si des cubre la verdad, puede que no salga en las noticias de la noche, ya sabe.
Un triste comentario. La vida de Kylie Ballantine debería haberse visto en un escenario, bajo los focos, pero murió entre bastidores, y ahora Gideon Reed temía que su solitario defensor se desvaneciera en las mismas sombras.
Imaginé las melodramáticas frases que yo podría pronunciar, representándome a mí misma como Annie Oakley galopando al rescate tanto de Ballantine como de Marcus Whitby. Tal vez no era más que la perra Lassie, ladrando frenéticamente aquí y allá pidiendo ayuda.
– Timmy está en el pozo -dije en voz alta acordándome de Los Simpsons mientras abría la puerta del coche. Una mujer con dos niños pequeños pasó justo en ese momento, pero apenas me dedicó una mirada: después de todo, la gente que habla sola y dice cosas extrañas es algo muy corriente en una biblioteca pública.