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UN PASEO POR EL LADO OSCURO

Las nubes que ocultaban la luna hacían que me resultara difícil orientarme. Había estado en la finca el día anterior por la mañana, pero en la oscuridad todo era distinto. No dejaba de tropezar con raíces de árboles y cascotes de ladrillo de los senderos en mal estado.

Trataba por todos los medios de no hacer ruido, por si efectivamente había alguien merodeando, pero me importaba más mi seguridad: no quería torcerme un tobillo y tener que arrastrarme por el camino hasta la carretera. En un momento determinado tropecé con un ladrillo suelto, caí sentada y fui a darme justo en la rabadilla. Me hice tanto daño que se me saltaron las lágrimas, y tuve que aspirar hondo para no lanzar un grito. Mientras me frotaba la zona dolorida, me pregunté si Geraldine Graham me habría visto caer. Puede que su vista no fuera tan buena, pero sus prismáticos disponían de estabilizadores de imagen así como de lentes para visión nocturna.

La fatiga me impedía concentrarme. Era medianoche, no muy tarde para lo que es habitual en mí, pero llevaba unos días durmiendo mal; estaba inquieta y me sentía sola.

A raíz de lo del World Trade Center yo estaba tan desconcertada y sobrecogida como los demás en Estados Unidos. Al cabo de un tiempo, cuando los talibanes se vieron obligados a esconderse y todo apuntaba a que lo del ántrax era obra de un maníaco del país, daba la impresión de que la mayoría de la gente se había envuelto en el rojo-blanco-y-azul de la bandera americana y regresado a la normalidad. Sin embargo, a mí me resultaba imposible hacer otro tanto mientras Morrell siguiera en Afganistán, por más que él disfrutara durmiendo en cuevas mientras seguía la pista a los milicianos convertidos en diplomáticos y vueltos a convertir en milicianos.

Cuando el equipo médico de Medicina Humanitaria fue a Kabul en el verano de 2001, Morrell, que tenía un contrato para escribir un libro sobre la vida cotidiana bajo el régimen talibán, se unió a aquél. «He sobrevivido a cosas peores», decía cuando mostraba mi preocupación por que pudiera enemistarse con el famoso departamento talibán para la Prevención del Vicio.

Eso fue antes del 11 de septiembre. Después, Morrell desapareció durante diez días. Entonces dejé de dormir, a pesar de que un miembro de Medicina Humanitaria me llamó desde Peshawar para decirme que, sencillamente, Morrell estaba en una zona sin conexión telefónica. La mayor parte del equipo huyó a Pakistán justo después del ataque al World Trade Center, pero Morrell había arreglado un viaje con un viejo amigo que se dirigía a Uzbekistán con el fin de hacer un reportaje sobre los refugiados que escapaban hacia el norte. «Una oportunidad única en la vida», me contó la persona que me llamó que había dicho Morrell; que era lo mismo que en su momento dijo sobre Kosovo. Tal vez aquélla era la oportunidad de una vida distinta.

Cuando en octubre empezamos con los bombardeos, primero Morrell se quedó en Afganistán para cubrir la guerra de cerca y en persona, y después para hacer un seguimiento del gobierno de coalición. Margent.online, la versión digital de la vieja revista mensual Margent, de Filadelfia, le pagaba por unos reportajes de guerra que él iba guardando con el propósito de reunirlos en un libro. The Guardian también le compraba sus historias de vez en cuando. E incluso yo llegué a verlo unas cuantas veces en la CNN. Qué extraño resulta contemplar el rostro de la persona amada transmitiendo a veinte mil kilómetros de distancia, tan extraño como saber que cien millones de personas escuchan la misma voz que te susurra palabras de amor al oído. O más bien que susurraba palabras de amor.

Cuando reapareció en Kandahar, primero sollocé de alivio, luego le grité a través de los satélites. «Pero, querida -se defendió-, estoy en una zona de guerra, en un lugar sin electricidad ni antenas para móviles. ¿No te llamó Rudy desde Peshawar?».

En los meses que siguieron no paró de ir de un sitio a otro, de modo que en realidad yo nunca sabía dónde se encontraba. Pero al menos se ponía en contacto conmigo más a menudo, sobre todo cuando necesitaba ayuda: «V.I., ¿podrías averiguar por qué han aislado a Ahmed Hazziz en la prisión de Coolis?», «V.I., ¿podrías investigar si el FBI ha comunicado a la familia de Hazziz adónde lo llevaban?», «Me voy corriendo a una importante entrevista con el primogénito de la tercera esposa del jefe de la región. Luego te pongo al corriente».

Me molestaba un poco que se me considerase un centro gratuito de investigación. Nunca creí que Morrell fuese un adicto a la adrenalina -como esos periodistas que necesitan estar en medio del desastre-, pero aun así le envié un seco correo electrónico en el que le preguntaba qué era lo que trataba de demostrar.

«Más de una docena de periodistas occidentales han sido asesinados desde que comenzó la guerra», escribí yo en una ocasión. «Cada vez que enciendo el televisor, debo prepararme para lo peor».

Su respuesta electrónica llegó en cuestión de minutos.

«Victoria, mi amada detective, si volviera a casa mañana, ¿prometerías solemnemente retirarte de cualquier investigación que yo considerase peligrosa?».

Un mensaje que me enfureció aún más porque sabía que tenía razón. Era injusta y estaba manipulándolo. Sin embargo, necesitaba verlo, tocarlo, oírlo… en persona, no desde el ciberespacio.

Entonces me dio por correr hasta la extenuación. Desde luego, agotaba a los dos perros que comparto con mi vecino del piso de abajo, y terminaron por esconderse en el dormitorio del señor Contreras cada vez que me veían llegar en chándal.

A pesar de las largas carreras -siete kilómetros casi todos los días, en lugar de los habituales tres o cuatro- no lograba cansarme lo suficiente como para dormir. Perdí cinco kilos en los seis meses que siguieron a lo del World Trade Center. Mi vecino de abajo no dejaba de preocuparse, así que el señor Contreras empezó a prepararme tostadas francesas con beicon cuando regresaba de correr, y finalmente me convenció para que fuera a ver a Lotty Herschel y me hiciera un reconocimiento completo. Lotty dijo que me encontraba bien físicamente, pero que, como tantos otros, sufría de agotamiento espiritual.

Se llamara como se llamase, lo cierto es que en aquellos días no estaba en lo que tenía que estar. Mi especialidad son los delitos financieros e industriales. Antes caminaba mucho: iba a edificios gubernamentales a consultar archivos, vigilaba personalmente, etcétera. Pero en la era de Internet, uno se mueve entre páginas web. Hay que tener capacidad de concentración para pasar horas delante de un ordenador, y por entonces eso era algo de lo que yo carecía.

Por esa razón andaba yo por los alrededores de Larchmont Hall en la oscuridad. Cuando mi cliente más importante me encargó que averiguara si algún intruso se colaba allí por la noche, me sentía tan ávida de hacer cualquier actividad física que hasta habría limpiado los vetustos bancos de piedra que rodeaban el estanque ornamental de la casa.

Darraugh Graham llevaba conmigo casi desde el día en que abrí la agencia. Tres de las personas que trabajaban en la oficina neoyorquina de su compañía, Continental United, murieron en el desastre del World Trade Center. Fue un duro golpe para Darraugh, pero se mostró reservado y comedido en su aflicción, una actitud más conmovedora que las muchas tonterías que nos tocó oír durante aquellos días. No se obsesionó con las muertes ni con las consecuencias, sino que me llevó a su sala de conferencias, donde desenrolló un mapa detallado de los barrios residenciales del oeste.

– Te he hecho venir por razones personales, no por negocios. -Con un golpe seco, colocó el dedo índice sobre un manchón verde al noroeste de Naperville, en la zona independiente de New Solway-. Todo esto es propiedad particular. Grandes mansiones que pertenecen a viejas familias de la zona, ya sabes, los Ebbersley, Felitti, etcétera. Hasta ahora han conseguido mantener el terreno intacto, como si fuera una reserva forestal privada. Esta franja marrón corresponde a los diez acres que Taverner vendió a un promotor inmobiliario en el 72. Por entonces hubo un escándalo, pero él estaba en su derecho. Tuvo que pagar costas judiciales, creo.

Seguí el largo dedo índice de Darraugh mientras recorría la banda marrón que cortaba el verde como una zanahoria.

– Hacia el este se encuentra el campo de golf. Al sur, el complejo donde vive mi madre. -En las mejores circunstancias, Darraugh es un hombre frío y distante. Resulta difícil figurárselo en situaciones normales, como naciendo, por ejemplo-. Mi madre tiene noventa y un años. Se las arregla sola, con un poco de ayuda y, de todas formas, no quiero… ella no quiere vivir conmigo. Vive en Anodyne Park, una urbanización de la zona. Allí hay casas residenciales, apartamentos, un pequeño centro comercial, una clínica privada, por si necesita asistencia médica. A ella parece gustarle. Es muy sociable, como mi hijo. En mi familia la sociabilidad se salta generaciones. -Esbozó una sombría y breve sonrisa-. Anodyne Park, un nombre ridículo para una urbanización, ofensivo cuando piensas en el ala para enfermos de Alzheimer de la clínica privada… Mi madre dice que la palabra significa algo así como «calmante» o «curativo».

»El bloque en el que vive ella da a los terrenos de Larchmont Hall. Es una de las grandes mansiones, una finca enorme. Lleva un año deshabitada; la familia Drummond fueron los primeros propietarios. Los herederos vendieron el lugar hace tres años, pero los nuevos compradores se arruinaron. Felitti habló de comprarla con el fin de mantener alejados de la zona a otros promotores, pero de momento no lo ha conseguido.

Darraugh se detuvo. Esperé a que fuera al grano, algo que nunca lo ha asustado, pero una vez transcurrido un minuto dije:

– ¿Quieres que busque a un plutócrata para que compre el lugar de manera que no se divida entre los que son ricos sin más?

Hizo una mueca.

– No te he llamado para una ridiculez semejante. Mi madre cree ver gente que entra y sale del lugar por la noche.

– ¿No quiere llamar a la policía?

– La policía ha ido un par de veces pero no ha encontrado a nadie. El agente que cuida el lugar para la compañía que vende la casa tiene montado un sistema de seguridad y no ha sido forzado.

– ¿Algún vecino ha visto algo?

– Una característica del lugar, Vic, es que los vecinos no se ven los unos a los otros. Aquí están las casas, y todo esto son árboles, jardines, etcétera, de cientos de años de antigüedad. Naturalmente puedes hablar con los vecinos. -Volvió a aplastar su dedo contra el mapa mostrándome las distancias, pero su tono era inseguro, algo inusual en él.

– ¿Qué interés tienes en esto, Darraugh? ¿Acaso piensas comprar tú todo el lugar?

– Dios santo, no.

No dijo nada más, sino que se dirigió hacia las ventanas para contemplar las obras de Wacker Drive. Lo miré perpleja. Ni siquiera años atrás, cuando me pidió que ayudara a su hijo en un asunto de drogas, danzaba por el cuarto de aquella manera.

– Mi madre siempre se ha regido por sus propias leyes -murmuró a la ventana-. Es cierto que la justicia presta más atención a la gente de su… de nuestro entorno que a la gente como… bueno, que a los demás. Pero ella afirma que la policía no la está tomando en serio. Desde luego puede que se lo esté imaginando, a fin de cuentas tiene más de noventa años, pero ha empezado a llamarme todos los días para quejarse de la falta de atención policial.

– Miraré a ver si puedo descubrir algo que a la policía se le esté pasando por alto -dije con amabilidad.

Relajó los hombros y se volvió hacia mí.

– Tus honorarios son los de siempre, Vic. Arregla con Caroline el tema del contrato. Ella también te dará los datos de mi madre.

Me llevó hasta donde estaba su asistente personal, que le dijo que su conferencia con Kuala Lumpur lo esperaba.

Hablamos un viernes por la tarde, un desapacible 1 de marzo. El sábado por la mañana hice la primera de las que serían muchas y largas excursiones a New Solway. Antes de salir para allá en coche, pasé por mi oficina a recoger los mapas oficiales de la zona residencial del oeste. Miré el ordenador y a continuación le di resueltamente la espalda: había entrado en el sistema tres veces desde las diez de la noche anterior y no había recibido ni una palabra de Morrell. Me sentía como un alcohólico con la botella al alcance de la mano, pero cerré el despacho sin abrir el correo electrónico y empecé los treinta kilómetros de trayecto hasta la tierra de los ricos y poderosos.

La carretera del oeste siempre me ha hecho sentir como si siguiera la pendiente que conduce al cielo, por lo menos al cielo capitalista. Comienza junto al humeante corredor industrial de Chicago, pasa por barrios obreros semejantes a aquel en el que yo me crié: casas diminutas en donde viven mujeres que parecen ancianas a los cuarenta, y hombres que comen y trabajan hasta el infarto prematuro. A continuación se llega a las zonas más deprimidas de las afueras de la ciudad: Cicero, Berwyn, lugares donde todavía muy bien pueden darte una paliza por un dólar. Luego el aire comienza a aclararse y surge la opulencia. Para cuando llegué a New Solway, prácticamente me deslizaba sobre títulos de acciones.

Después del peaje me detuve para examinar los mapas. Coverdale Lane era la carretera principal que serpenteaba a lo largo de New Solway. Empezaba en la esquina noroeste del municipio y trazaba una suerte de gigantesco cuarto de círculo que se abría en Dirksen Road al sureste. Desde Dirksen se podía ir al sur, hasta Powell Road, que separaba New Solway de Anodyne Park, donde vivía Geraldine Graham. Seguí la carretera hacia la entrada noroeste, pues era la que se veía como principal en el mapa.

No había recorrido más de cincuenta metros por Coverdale Lane cuando comprendí lo que me había dicho Darraugh: allí los vecinos no podían espiarse entre ellos. Los caballos pastaban en el terreno, los manzanos aún tenían algunas piezas secas del último otoño. Como los árboles estaban pelados, podían verse algunas mansiones desde el camino, pero la mayoría se encontraban muy alejadas de las imponentes calzadas. Los menos acomodados podían ver sus respectivos caminos desde las ventanas laterales, pero la mayor parte de las casas se levantaban sobre propiedades enormes, de unos diez o doce acres aproximadamente. Y casi todas eran antiguas. Allí no había dinero nuevo. Nada de mansiones desmesuradas alardeando de 2.700 metros cuadrados en pequeñas parcelas.

Después de unos dos kilómetros y medio en dirección sur, Coverdale Lane torcía bruscamente hacia el este. Seguí adelante hasta encontrar, casi al final de la carretera, un discreto letrero, sobre una columna de piedra, en el que ponía «Larchmont Hall».

Pasé por delante de las puertas, continué hacia Dirksen Road, en el extremo este de Coverdale, y giré al suroeste para echar un vistazo al complejo en el que vivía la madre de Darraugh. Quería saber si realmente podía ver la propiedad de Larchmont. Un seto impedía atisbar las mansiones de New Solway desde el nivel de la calle, pero la señora Graham habitaba en el cuarto piso de un pequeño edificio de apartamentos. Desde aquella perspectiva era posible que pudiera divisar la propiedad.

Regresé a Coverdale Lane y tomé un sinuoso camino hasta Larchmont Hall. Dejé el coche donde cualquiera que apareciera por allí pudiera verlo y me armé con el perfecto disfraz: un casco y una carpeta. Un casco permite que la gente dé por sentado que estás haciendo algo con el aire acondicionado o los cimientos. Se usan en el mantenimiento de esa clase de lugares, y confiaba en que no pidieran credenciales.

Cuando conseguí orientarme, silbé entre dientes: los primeros propietarios hicieron las cosas a gran escala. Además de la mansión, la propiedad contaba con una cochera, establos, un invernadero y hasta una casita que imaginé que sería para la gente que se encargaba de las zonas verdes, o que se encargaría de ellas, si es que alguien podía costear semejante trabajo. El agente de la inmobiliaria no se ocupaba demasiado del mantenimiento; el estanque ornamental, que se extendía entre la mansión y las construcciones aledañas, estaba cubierto con hojas y lirios muertos. Incluso vi una carpa flotando panza arriba en el medio. Los jardines estaban llenos de maleza, y hacía mucho tiempo que no se cortaba el césped.

La dejadez y la cantidad de edificios resultaban agobiantes. Aunque uno fuera tan ostentoso como para comprar un lugar semejante, ¿cómo podría cuidarlo adecuadamente? Rodear cada edificio, para ver si había agujeros en los cimientos o en las ventanas, se me antojaba abrumador. Me erguí y eché los hombros hacia atrás. «Quejarse duplica el trabajo», solía decir mi madre cuando me negaba a lavar los platos. Decidí empezar la tarea de menor a mayor, lo que significaba inspeccionar la casita en primer lugar.

Para cuando terminé de husmear por las ventanas, de subirme a los postes de las cercas para ver si estaba roto algún cristal del tejado del invernadero y de asegurarme de que las puertas de los establos y de la cochera no sólo estuvieran bien cerradas sino que además no mostraran señales recientes de haber sido forzadas, ya era pasado el mediodía. Tenía hambre y sed, pero en la primera semana de marzo aún anochece pronto. No quería desperdiciar la luz diurna buscando algo de comer, así que empecé a caminar alrededor de la casa con decisión.

Era un edificio enorme. De lejos tenía un aspecto elegante, ligeramente federal en el diseño, con sus esbeltas columnas y sus fachadas cuadradas, pero a mí lo único que me importaba eran las ventanas, las puertas de la planta baja de los cuatro laterales y las puertas de los balcones del primer piso… el paraíso de un ladrón.

No obstante, todas las ventanas de los dos pisos bajos revelaban que tenían un sistema de seguridad. Comprobé unas cuantas de la planta baja con un contador, pero no vi que estuviera interrumpida la corriente en ningún lugar.

Desde luego, por allí iba gente: botellas de cerveza, el envoltorio plateado de las bolsas de patatas fritas, cajetillas de cigarrillos estrujadas, el inevitable condón, hablaban por sí solos. Quizá lo único que veía la señora Graham eran chicos de la zona que buscaban un poco de intimidad.

Me debatía entre trepar o no por las columnas para comprobar las puertas del balcón cuando vi detenerse un coche-patrulla. Un policía de mediana edad se me acercó sin apresurarse.

– ¿Tiene alguna razón para estar aquí?

– Probablemente la misma que usted. -Apunté con mi contador hacia la casa-. Soy de Florey y Kapper, los ingenieros mecánicos. Nos han dicho que una mujer cree ver hombrecitos verdes merodeando por aquí de noche. Sólo estoy verificando los circuitos.

– Hizo sonar algo en la cochera -dijo el policía.

Sonreí.

– Oh, lo siento: empleé la fuerza bruta. Ya nos lo advirtieron en IIT, pero quería ver si era posible levantar esas puertas. Lamento haberle hecho venir hasta aquí para nada.

– No se preocupe: así me he librado de la octogésimo tercera llamada para que vayamos a examinar correo sospechoso.

– ¡Qué fastidio!, ¿verdad? -dije esperando que no me pidiera identificación-. Tengo amigos en el Departamento de Policía de Chicago que ya no dan más de sí.

– Lo mismo sucede aquí. Tenemos que vigilar el embalse y unas cuantas centrales eléctricas. Ya va siendo hora de que el FBI atrape a ese cabrón del ántrax. Desperdiciamos una increíble cantidad de mano de obra atendiendo llamadas histéricas relativas a cartas de la vieja tía Madge que olvidó poner el remitente en el sobre.

Comentamos la situación del momento, como todo el mundo en aquellos días. Las fuerzas policiales se habían visto muy afectadas porque tenían que ocuparse de ataques terroristas imprevisibles, en lugar de resolver los muchos delitos locales. Los tiroteos desde coches, que habían descendido a su nivel más bajo desde hacía décadas, se habían disparado en los últimos seis meses.

Sonó el teléfono móvil del policía, quien respondió con gruñidos.

– Tengo que irme. ¿Puedo dejarla aquí sola?

– Yo también me marcho. El lugar me parece limpio, salvo por la basura de costumbre… -Apunté con el pie hacia un paquete de tabaco vacío cerca de la puerta-. No parece que nadie esté utilizando este lugar.

– Si encuentra a Osama bin Laden en el ático, llámeme: me ganaría unos puntos. -Se despidió con un gesto de la mano y regresó al coche patrulla.

No se me ocurría qué otra cosa buscar y, de todos modos, era prácticamente de noche y apenas se veía. Me dirigí al otro extremo de los jardines, donde comenzaba un bosque imponente, y volví a mirar la casa. Desde allí divisaba las ventanas del ático, que miraban inexpresivas al cielo.


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