Las emociones de esa tarde me dejaron atontada. No fui al coche, sino que eché a andar sin rumbo fijo por los senderos que atravesaban Anodyne Park. Había anochecido mientras estaba en casa de Geraldine, pero con los caminos bien iluminados con falsas lámparas de gas conseguí orientarme con facilidad. No es que supiera adónde me dirigía exactamente.
Era esa hora de la tarde en la que la gente sale con sus perros, o va a tomar algo a la zona comercial. Pensé en seguir a una arisca pareja hasta el bar, pero había tenido suficiente compañía en las últimas horas, así que seguí caminando.
Estaba demasiado cansada para entender todo lo que había oído aquella tarde, pero la imagen de Geraldine y su madre seguía rondándome en la mente, las tentativas de rebelión de Geraldine que culminaron en un matrimonio infeliz. Que culminaron, en realidad, en la fría personalidad de Darraugh. Imaginé escenas a la hora del desayuno: Laura Drummond sirviendo a su yerno el café con algún incisivo comentario sobre su carácter; Geraldine saliendo de la casa dando un portazo para hacer… ¿qué? No podía imaginarla perdiendo el tiempo jugando al bridge o yendo de compras. Ignoraba a qué se había dedicado desde 1937 hasta la muerte de su madre.
Más allá del bar, el sendero entraba en una suave pendiente. Al poco rato me encontré bajando por Powell Road y subiendo de nuevo hasta el campo de golf de Anodyne Park. El recinto estaba a oscuras, pero los esporádicos postes de luz me permitían ver el sendero. Un rezagado grupo de cuatro pasó en dirección contraria, montados en un cochecito. Tras la cima de un montículo me encontré con la sede del club, un edificio bien iluminado, con una zona para los cochecitos de los golfistas en un extremo y un servicio de aparcamiento en el otro. Me entraron ganas de echarme a reír, pero logré contenerlas.
Subí hasta la cima de una pequeña colina y me tumbé en el suelo a mirar las estrellas. El césped era un suave terciopelo, aunque frío; al poco, empecé a temblar y a estornudar. Me senté y saqué el móvil. A lo mejor conseguía localizar a Domingo Rivas, el hombre que se ocupaba de Olin Taverner. No figuraba en la guía telefónica, pero cuando llamé a la oficina administrativa de Anodyne Park y les dije que era detective me dieron el número tranquilamente: vivía con una hija casada en las cercanías de Lyle.
– Espero que no haya ningún problema, detective. Domingo cuidó al señor Taverner como a un padre, y lo hemos recomendado para que cuide a otro anciano de la urbanización.
Tranquilicé a mi interlocutora diciéndole que sólo quería hablar con el señor Rivas sobre la visita de Marc Whitby a Olin Taverner. Me pidió que esperase un momento, y luego me dijo que Rivas llegaría en una hora para conocer a la familia del «caballero» que a lo mejor lo contrataba.
– Podemos preguntarle si puede pasarse un rato antes por la oficina para hablar con usted.
Me dio la dirección de la oficina. Encontré el camino del campo de golf para regresar a Anodyne Park, pero una vez dentro del complejo, la oscuridad y los sinuosos senderos confundieron mi sentido de la orientación. Saqué una linternita de la cartera, pero no pude encontrar ningún edificio reconocible. Supuse que todos los senderos terminarían o bien en la salida o bien en el bar, y seguí andando. Estaba equivocada; ese sendero en particular terminaba repentinamente en un enorme seto en el que me enganché los pantalones.
Al agacharme para soltarme se me cayó la linterna. El haz de luz iluminó unas marcas de ruedas que rodeaban el arbusto. Las seguí con curiosidad y me encontré en la amplia entrada de un desagüe. El suelo estaba húmedo; podía ver las huellas sin dificultad. Parecía como si alguien hubiera conducido un cochecito de golf por ese lugar.
Estuve tentada de seguir la huella para ver si el desagüe terminaba en el extremo más alejado de New Solway, pero no quería ensuciarme los zapatos buenos en la tierra empapada. Y no quería que se me escapara Domingo Rivas.
Di la vuelta. Por suerte, más que por destreza, encontré el camino que llevaba a la zona principal del complejo. Una mujer que paseaba a un caniche enano me indicó cómo llegar al edificio de administración.
La oficina ocupaba un ala de las instalaciones de la clínica, una construcción bien alejada de las zonas más alegres de Anodyne Park, para que a nadie se le ocurriera pensar en cosas tan desagradables como la demencia o la muerte. La encargada del turno de noche dijo: «Ah, sí, la estábamos esperando». Domingo Rivas llegó poco después que yo, antes de que a la mujer se le ocurriera pedirme una identificación.
Rivas era un hombre menudo, tal vez de mi edad, vestido como un camarero, con pantalones negros y camisa blanca. Me miraba con prevención mientras la administradora le explicaba que yo era detective y que quería hacerle algunas preguntas acerca del «hombre negro» que había muerto el fin de semana anterior allí cerca.
Después de insistir, logré que nos llevaran a una sala de reuniones donde poder hablar en privado; sin lugar a dudas, ella quería formar parte de la conversación. Con un poco de paciencia, convencí a Rivas de que se sentara, y me confesó que su mayor preocupación era que alguien se quejara de que no había cuidado bien a Olin Taverner.
– Él es… era muy exigente, pero también yo. Cuando me iba, dejaba la casa impecable, igual que su ropa. Yo mismo le preparaba las comidas, se me da bien cocinar para la gente mayor que no puede tomar comidas fuertes.
– Nadie se ha quejado de sus cuidados -le aseguré a Rivas-. Yo quería hablarle de otra cosa.
Saqué la fotografía de Marc con Harriet Whitby.
– Este hombre vino a ver al señor Taverner la semana pasada, ¿verdad?
Una vez que asintió y aclaró que el hombre había estado allí el jueves, continué.
– Sabrá que lo asesinaron el domingo. Me preguntaba si volvió a ver al señor Taverner el domingo por la noche.
Rivas movió la cabeza de lado a lado lentamente .
– Yo no trabajo los domingos, los paso con mi familia. Puede que ese hombre volviera cuando yo no estaba, pero el señor Taverner no dijo nada el lunes. No mencionó ninguna visita.
Eso me desalentó.
– ¿Sabe de qué hablaron ese jueves, cuando el señor Whitby vio al señor Taverner?
– De documentos. Viejos papeles que el señor Taverner quería mostrarle a ese hombre. Los guardaba bajo llave en un cajón de su escritorio. Yo no los he visto nunca. Sólo ayudaba al señor Taverner a caminar hasta el escritorio; cuando había visitas prefería moverse en silla de ruedas porque no le gustaba que lo vieran indefenso. Muchos de los ancianos que cuido son así de orgullosos. Y el señor Taverner era el más orgulloso de todos. Lo ayudé a caminar hasta su escritorio, a abrir el cajón con llave, a volver con el hombre y esperé en la cocina mientras hablaban, por si le apetecía un té, o agua, o whisky, o por si de repente requería de mi ayuda, ya me entiende, para hacer sus necesidades, que a veces le venían… de golpe.
La delicadeza de Rivas debía de ser un alivio para aquellos que iban perdiendo fuerzas pero que tenían su dignidad en alta estima.
– ¿Los papeles estaban escritos a mano o a máquina?
– Estaban escritos a mano. Eso es todo lo que sé. Qué se decía en ellos, no tengo ni idea.
– ¿Y se los dio a Marc Whitby?
– No, el señor Taverner sólo se los mostró. El otro hombre escribía cosas en una libretita que llevaba en el bolsillo, pero cuando se fue, el señor Taverner volvió a guardar los documentos en el escritorio.
– ¿Y el señor Taverner le dijo a usted algo sobre los papeles?
– Dijo lo que dicen a menudo los ancianos: «Voy a morir pronto, ya no tengo por qué guardar secretos».
Le di las gracias, pero, cuando me ofrecí a pagarle por el tiempo que había perdido conmigo, se levantó muy digno y dijo con voz queda que él no aceptaba dinero por esa clase de cosas. Me sentí incómoda, como quien comete una falta de educación. Salí de la sala antes que él y me detuve en administración para pedir la dirección de Taverner.
Rivas me alcanzó en la salida.
– Creo que alguien visitó al señor Taverner el lunes por la noche. No el domingo, cuando murió ese hombre negro, sino la noche siguiente. El lunes dejé al señor Taverner como siempre a las nueve y media, listo para ir a la cama, pero no en la cama, él tenía esa costumbre. Se sentaba en su sillón con un whisky, a leer o a veces a escribir, y luego se iba a la cama. Para hacer sus necesidades durante la noche tenía un recipiente junto al sillón y otro junto a la cama. Pero el martes por la mañana, cuando lo encontré, inmóvil en el sillón, supe que no había llegado a irse a la cama, y además tenía el vaso limpio. No lavó un vaso en toda su vida, creo, y no iba a empezar a hacerlo cuando estaba tan mayor y apenas podía caminar. Como todo lo que ocurrió después fue tan dramático, no volví a pensar en el vaso, hasta esta noche, hasta que usted me ha preguntado si ese hombre negro estuvo allí el domingo. Sin duda alguien visitó al señor Taverner el lunes.
Se me aceleró el corazón.
– ¿Qué hizo con el vaso?
– Lo puse en la alacena, con los demás. Cuando alguien vaya a por sus cosas encontrarán todos los vasos en su sitio.
– ¿Todavía tiene la llave del apartamento del señor Taverner? Sé que tiene una cita con unas personas, pero ¿podría tomarse cinco minutos y mostrarme el vaso? Es posible que todavía podamos encontrar algo en él, una huella o algo parecido.
Y luego yo podría quedarme y lanzarme al cajón donde Taverner había guardado los documentos que le había enseñado a Marc Whitby. El cansancio que me envolvía una hora antes se había disipado. Sentía un hormigueo de excitación en los dedos.
Rivas me guió con gesto adusto desde las instalaciones de la clínica hasta un edificio de apartamentos cercano. Habló sólo para decir que iba a conocer a la familia del «nuevo caballero» en ese mismo edificio, de modo que teníamos tiempo suficiente.
Desde fuera, el edificio parecía como el de Geraldine Graham, pero por dentro había sido diseñado para gente con silla de ruedas y andadores, con barandillas a lo largo de anchos pasillos. Taverner vivía en la planta baja. Rivas sacó un llavero de su bolsillo y abrió la puerta.
Cuando encendimos las luces, vi que nos encontrábamos en un apartamento similar al de Geraldine, pero nuevamente con puertas y pasillos más amplios para las sillas de ruedas. Como consecuencia, los dormitorios eran más pequeños. Rivas me condujo por un salón hacia la cocina, que estaba, tal y como había dicho, impecable, y abrió una alacena donde se alineaba una fila de vasos. Fue sólo cuando señaló el vaso en cuestión cuando habló.
– ¿Cree que hay algún problema con el señor Taverner? ¿Que hay alguna relación entre su muerte y este vaso?
– Creo, como usted, que el vaso lavado es sospechoso. ¿Puede mostrarme dónde encontró al señor Taverner?
Rivas me condujo al dormitorio, una habitación amplia con pesadas cortinas que cubrían unas puertas correderas. La cama seguía igual que como la había dejado el lunes por la noche, con las sábanas ya desplegadas para que el anciano pudiera acostarse con facilidad. Una banqueta de cuero descansaba a cinco pasos de la cama. Cerca de ella había una mesa con dos bastones; sobre su pulida superficie se encontraba el teléfono, los periódicos del lunes y una botella de bourbon Berghoff de catorce años.
– Ha visto morir a mucha gente, ¿verdad? -pregunté-. ¿No encontró nada fuera de lo común en el cuerpo del señor Taverner?
Negó con la cabeza.
– Se fue mientras dormía, creo, como nos gustaría a todos, sin hospitales, ni equipos médicos, ni ninguna de esas cosas.
– Pero había algo que no era normal… -sugerí al verle la cara de preocupación.
Miró alrededor del cuarto, volviendo a sacudir la cabeza.
– Tiene razón. Había algo más… no era sólo el vaso. ¿Quizá la almohada? Creo que sí, tiene el… -No encontraba la palabra, y mostró con el puño la forma en que la cabeza hunde una almohada tras el sueño-. Sí, el hueco; la almohada estaba como si él hubiera dormido en la cama, pero él estaba en el sillón. Ahora -se acercó a la cama-, ahora está normal, pero no exactamente en el sitio en que yo la dejé. Y también creo que alguien movió esta silla.
Señaló una silla de mimbre alejada de la cama y próxima a las cortinas que cubrían las puertas correderas. Sobre la alfombra podían verse las cuatro marcas de las patas; quien hubiera cambiado la silla no la había colocado en su sitio.
Quería inspeccionar el resto del apartamento, pero Rivas estaba ansioso por llegar puntual a su cita. Intenté que me dejara su llave, diciéndole que la policía querría enviar a un equipo forense, pero Rivas no quería tener nada que ver con una investigación policial. Si alguien había estado allí con el señor Taverner la noche que murió y había corrido muebles y movido almohadas, parecería que Rivas no había cuidado lo suficiente a ese caballero, a pesar de que el señor Taverner siempre quería que lo dejaran solo. Además, la nueva familia podría tomarse mal el que Rivas estuviera involucrado en una investigación. En administración me prestarían unas llaves para entrar en la casa, dijo, en caso de que la policía tuviera que examinarla con mayor detalle.
Asentí. Lo seguí por el pasillo hasta la puerta y aproveché su ansiedad en el momento de cerrar para presionar el pestillo de la cerradura de modo que la puerta no se cerrara del todo al salir nosotros. Rivas se dirigió al ascensor y yo me lancé por el pasillo, empujé la puerta de Taverner y volví a encender las luces.
Había un hermoso escritorio con la parte superior de cuero en el otro extremo de la sala de estar. Más cerca de donde yo estaba, observé los sillones donde se supone que Taverner y Whitby mantuvieron su conversación. Me acerqué al escritorio, y luego me dije que la prudencia era la parte más importante del valor. Regresé a la cocina, busqué unos guantes de látex bajo el fregadero y me los puse.
Cuando volví a la sala de estar, advertí que hacía considerablemente más frío que en la cocina y en el dormitorio. Me detuve a mitad de camino del escritorio: por debajo de las cortinas entraba una corriente de aire que las movía ligeramente.
Crucé la habitación a toda prisa y descorrí las cortinas. Alguien había roto un cristal de la puerta que daba al patio y forzado la cerradura desde dentro. Retiré la pesada tela. En el rincón había un hombre pegado a la pared. Soltó una maldición y me embistió como un toro, con la cabeza agachada. No solté las cortinas con la suficiente rapidez. El hombre me golpeó en el estómago, saltó hacia la puerta del patio y desapareció.
Me doblé por la mitad jadeando y boqueando, y me tropecé con las cortinas. Me liberé de la pesada tela y tambaleándome fui tras el intruso hasta el patio, a través de un pequeño jardín. Oía cómo se alejaban sus pasos, pero yo me había quedado sin aliento. Se escapó por los zigzagueantes caminos.
Maldición, y otra vez maldición. No llegué a verlo con claridad, sólo me quedé con la confusa impresión de que era un joven blanco de pelo oscuro, en vaqueros y zapatillas. ¿Un ladrón que sabía que el lugar estaba vacío o alguien que buscaba los papeles secretos de Taverner?
Hallé el camino de vuelta hasta la clínica y regresé al apartamento de Taverner. No fue muy difícil encontrar el cajón con llave. Salvo que la cerradura estaba rota y el cajón vacío.
Al igual que Domingo Rivas, no quería pasar demasiado tiempo con la policía, y menos con los agentes de las zonas residenciales. Pensé en volver a Chicago y dejar que todo aquel lío lo solucionara la administración de Anodyne Park cuando fueran a preparar el apartamento para su venta. Pensé en el hueco de la almohada, en el vaso limpio. ¿Y si el visitante de Taverner le había puesto algo en el whisky para adormilarlo y luego había cogido la almohada de la cama para ponérsela en la cara y…?
No se me ocurría ni una sola cosa de Olin Taverner que pudiera descartar. Las carreras que había arruinado con la lista negra, los homosexuales que había perseguido públicamente mientras él ocultaba su condición… podría pasarme días enumerándolas. ¿Realmente importaba que alguien hubiera acelerado el final de un viejo verdugo del Comité de Actividades Antiamericanas?
Pero, claro, él había muerto poco después de enseñarle unos papeles secretos a Marc Whitby. Y Marc Whitby había muerto al poco de verlos. ¿Con quién habría hablado Whitby de esos papeles? ¿Con su joven ayudante? Pero entonces, ¿por qué ella no me lo había dicho? Quizá se sintiera más cómoda con Harriet y Amy.
Me froté mi dolorido estómago. El hombre que me había embestido o tenía suerte o estaba bien entrenado. Quizá había asesinado a Whitby y a Taverner y había vuelto a registrar la casa. Pero eso no tenía sentido; tuvo tiempo de sobra para hacerlo después de morir Taverner. A no ser que se enterase más tarde de que Whitby había visto esos documentos.
Saqué el móvil y llamé a Stephanie Protheroe, la ayudante del comisario.
– Warshawski, ¿su novio no está celoso del tiempo que pasa conmigo? Le he prestado ropa, he perdido y encontrado documentos para usted. ¿Y ahora qué?
– Tiene razón -dije-. He abusado de su amabilidad. A lo mejor debería hablar de esto con la policía de New Solway.
Ella suspiró.
– De acuerdo, morderé el anzuelo. ¿De qué se trata?
– Esta tarde he visitado a Geraldine Graham. Vive en el mismo complejo donde vivía Olin Taverner, el tipo que murió el lunes o el martes. Cuando salía de allí, descubrí que alguien había entrado en el apartamento de Taverner.
– Ese alguien no sería usted, ¿verdad, señorita Warshawski?
– Claro que no. Ese alguien es un hombre que me tiró al suelo cuando entré a echar un vistazo. Blanco, de unos cuarenta años, mucho pelo… no pude verlo bien.
– De acuerdo. -Volvió a suspirar-. Enviaremos a alguien.
– Y otra cosa, oficial. Marc Whitby visitó a Olin Taverner el jueves pasado por la noche. Ignoro si Whitby volvió aquí el domingo antes de morir… pero parece que vale la pena investigarlo. Y Taverner tuvo otra visita anónima el lunes, alguien que lavó el vaso de whisky de Taverner. Creí que le interesaría saberlo.