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ALGUIEN HACE EL EQUIPAJE

A la una y media de la madrugada llegamos por fin a Eagle River. No había nada abierto: ninguna gasolinera, ni siquiera un puesto de hamburguesas. Ojalá hubiese comprado más comida en el área de servicio en lugar de aquel insulso café, que me había hecho un agujero en el estómago y que ahora me hacía desear desesperadamente un cuarto de baño.

Eagle River es un pequeño pueblo lleno de hoteles. Vuelve a la vida en verano cuando los habitantes de Chicago se movilizan por miles hacia sus residencias de vacaciones. Algunos regresan en invierno para practicar algún deporte de montaña, pero a mediados de marzo todo está cerrado mientras los lugareños descansan entre una oleada de visitantes y la siguiente. Si no podíamos encontrar el refugio por nuestra cuenta, tendríamos que esperar a la mañana siguiente. Incluso tendríamos que dormir en el coche, pues en ninguno de los moteles por los que pasamos se veían luces.

Geraldine estaba consternada por todos los centros comerciales que bordeaban la carretera.

– ¡Todo esto es nuevo! Cuando vine aquí con Calvin, no existía ninguna de estas monstruosidades.

– ¿Cree que podremos encontrar el refugio con tantos cambios? -Yo estaba de mal genio-. Si no es así, tenemos problemas.

– No sea tan impaciente, jovencita. Sólo necesito orientarme un poco. Mire este mapa. Debería haber un bosque al noreste del pueblo.

– El Nicolet National Forest, sí.

– ¿Es así como llaman hoy a los North Woods? Hay que encontrar un camino en el bosque que pasa por el lago Elk Horn.

Estudié el mapa. El lago se encontraba a unos cinco kilómetros al noreste del límite del bosque. Me dirigí al norte atravesando el pueblo, encontré al este una carretera comarcal y avancé bajo una bóveda de gigantescos sicomoros y pinos.

En la oscuridad, con la nieve, el bosque se veía frío y amenazador, como los bosques siniestros de los cuentos de hadas, donde los árboles retorcidos albergan demonios. El pequeño Saturn resbalaba por la superficie nevada. Salí a inspeccionar el camino, a asegurarme de que no nos habíamos salido de él… y a agacharme temblando en la cuneta para aliviar mi vejiga.

No había rodadas de neumáticos más allá de nuestro coche. Si Catherine había venido por aquí, la nieve habría cubierto ya sus huellas. Pero ¿y Renee? ¿Cuánto tiempo tardaría la experta organizadora en descubrir adónde había huido su nieta en busca de refugio?

Tras una media hora de conducción difícil, avisté un cartel cubierto de nieve. Volví a bajar del coche. Indicaba el lago Elk Horn. Cuando se lo dije a Geraldine, cerró los ojos, reconstruyendo mentalmente los puntos de referencia. Había que tomar el segundo giro al norte.

Deseando con todas mis fuerzas que no hubieran añadido caminos desde la última visita de Geraldine, tomé el segundo desvío al norte. La nieve había cesado, pero el viento seguía azotando las ramas de los árboles en una atormentada danza. Me dolían los brazos; a duras penas podía mantenerlos sobre el volante, y el músculo dañado de mi hombro izquierdo comenzó a dolerme casi hasta el límite de lo soportable.

Tres kilómetros más adelante pensé que no podía conducir ni un metro más, cuando vi el cartel. Refugio Grand Nicolet, a cuatrocientos metros. Se lo dije a Geraldine y sonrió triunfante. No se había equivocado, y yo no habría podido encontrarlo sin ella.

Una pesada cadena que colgaba entre dos postes bloqueaba la entrada al camino. El refugio estaba abierto desde el 1 de mayo hasta el 30 de noviembre, según explicaba un rótulo colocado en la cadena, donde se ofrecía un número telefónico para las reservas. Si Catherine y Benji estaban allí, habrían rodeado los postes con el Range Rover. Era probable que lo hubieran hecho, ya que un arbusto a la izquierda parecía haber sido aplastado recientemente, pero el Saturn no estaba hecho para esa clase de proezas.

A la luz de los faros, con los dedos entumecidos por el frío, usé mis ganzúas en el candado. Geraldine salió a mirar: nunca había visto en acción a un experto en abrir candados y no quería perdérselo, aunque se resbaló en la nieve y se salvó de una caída porque se chocó contra uno de los pilares.

El candado, por suerte, no era sofisticado, o jamás lo hubiera abierto con aquel frío. Cuando crucé la entrada con el coche, volví a poner la cadena atravesando el camino. Si Renee venía detrás, eso la retrasaría… unos treinta segundos.

Apagué las luces y avancé con la mano izquierda en el volante mientras me calentaba la derecha en la salida de la calefacción. Seguimos patinando durante cuatrocientos metros hasta que de pronto el refugio se alzó ante nosotras: una enorme estructura de madera que tapaba los árboles y el cielo. Geraldine me indicó que doblara a la izquierda, por el camino que conducía al cobertizo y la casita. El Saturn se atascó brevemente en la nieve, pero luego dio una sacudida hacia delante.

En la parte trasera del refugio, Geraldine señaló el lugar donde la fachada de madera se podía abrir: lo habían hecho para improvisar un escenario en la famosa función benéfica de 1948. El público se había instalado en sillas y mantas en el jardín.

Avanzamos hasta un cobertizo que ahora servía de garaje y almacén de herramientas. Detrás se extendía el lago Elk Horn, negro cuando el viento levantaba el manto blanco de nieve que lo cubría. En un claro de la orilla había una casa de piedra. Comparada con Larchmont Hall y con el refugio que teníamos a nuestra espalda, supuse que se la podía llamar una «casita», pero era poco más o menos el doble de la casa donde yo me había criado.

Geraldine me dio las llaves que había traído.

– La grande abría el cobertizo. Si no, me atrevería a decir que usted se las arreglará para entrar.

Para mi sorpresa -y alivio- no habían cambiado la cerradura en cincuenta años. Abrí las puertas, contenta ahora por el viento: me echaba nieve en la cara, en la boca, pero su gemido entre los árboles disimulaba el ruido que yo estaba haciendo.

Deje escapar un suspiro de alivio: dentro del cobertizo estaba el Range Rover blanco. Tenía una rozadura reciente y profunda en el lateral derecho, debido a que Catherine habría calculado mal el espacio libre para rodear el poste, pero allí estaba.

Llevé a Geraldine tan cerca como pude de la casa de piedra. Salió del coche, absurda en aquel entorno, con sus medias de nailon, sus zapatos de tacón y el bolso de Hermès, pero aun así dueña de una dignidad conmovedora. Antes de bajarse me dijo todo lo que recordaba de la distribución de la casa: las habitaciones principales daban al lago. Entraríamos por la cocina. A la derecha estaba el comedor, y, junto a él, un salón que tenía toda la longitud de la casa. Desde allí se abría una escalera a los dormitorios de arriba.

Metí el Saturn en el cobertizo, cerrando la puerta pero sin girar la llave, por si acaso necesitábamos salir deprisa. Cuando me reuní con Geraldine, le dije que se mantuviera detrás de mí mientras entrábamos.

– Necesito tener ambas manos libres para enfrentarme a lo que sea que encontremos tras cruzar esa puerta. Y voy a sacar el revólver, así que no se pegue a mi espalda.

Me dio la llave. Igual que en el cobertizo, aquí tampoco habían cambiado la cerradura. Era un viejo cerrojo que retrocedió dando un chasquido. Con la pistola en la mano derecha, avancé encorvada, giré el picaporte y entré.

Una aguda voz juvenil exclamó:

– Si da un paso más, le acribillo.


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