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JARDÍN DE VERSOS INFANTILES

Los BMW y los Mercedes estaban parados en triple fila a lo largo de la calle Astor mientras padres y niñeras esperaban a que sus chicos salieran de Vina Fields Academy. Los contribuyentes de Chicago ayudaban: la policía de la ciudad había bloqueado la calle y desviaba a los extraños como yo fuera del área. Encontré aparcamiento en Burton Place y eché a correr hacia el colegio, pero los estudiantes aún no habían empezado a salir.

Iba con aquellas prisas porque me había quedado en la entrada de la editorial Llewellyn con la esperanza de que Jason Tompkin saliera a almorzar; no me había parecido que fuera de los que se quedan a comer en la oficina. Después de esperar cuarenta y cinco minutos, cuando estaba a punto de darme por vencida, salió con dos colegas. Una de ellas era Delaney, la asistente de Simón Hendricks, que fruncía el ceño cada vez que me veía. La otra era la mujer con la que Jason había estado conversando mientras yo estaba en el cubículo de Marc Whitby.

Jason Tompkin se me acercó, tocándose la gorra que llevaba puesta.

– Ah, la investigadora especial que busca archivos secretos. ¿Qué puedo hacer por usted?

Su voz y su sonrisa carecían de malicia; tuve que devolverle el gesto.

– Archivos secretos, exactamente. Tenía la esperanza de que, como usted trabajaba al lado de Marc Whitby, le hubiera oído decir algo, cualquier cosa, que explicase por qué fue a New Solway. Aretha dijo que no se les permite hablar de trabajo con nadie de Bayard, así que me preguntaba si no tendría alguna cita furtiva con Calvin Bayard.

– Marcus Whitby se creía una estrella del periodismo, con capacidad para dictar sus propias reglas -dijo Delaney-. No me sorprendería que creyera que podía pasar por alto las órdenes del señor Hendricks respecto a ese asunto también.

– ¿Y lo hizo? -le pregunté a Tompkin.

– Me gusta cotillear tanto o más que a cualquiera, pero por desgracia nunca oí al genial reportero hablar con nadie del imperio Bayard o acerca de éste. Estaba trabajando en algo que él consideraba un bombazo, eso sí puedo decírselo, pero se aseguró de que yo no oyera nada.

– ¿Cuándo empezó? Me refiero a que cuándo comenzó a comportarse como si realmente tuviera algo bueno entre manos.

Jason alzó uno de sus delgados hombros.

– Una semana antes de morir, tal vez. Hizo un montón de llamadas, y no se separaba del teléfono para cogerlo en cuanto sonara. Probó las mieles del éxito cuando quedó finalista del Pulitzer. Su meta fue siempre ganar ese premio.

– ¿Por qué no se les permite hablar con nadie de Bayard? -le pregunté, para ver si me daba la misma razón que Aretha.

– Es nuestra política con los grandes competidores -dijo Delaney.

– El señor Llewellyn es el hombre más orgulloso del planeta -agregó Jason-. No, Delaney, eso no es un insulto. Es la verdad. Esta manera de proceder con Bayard se remonta a…

– J.T., déjalo ya -dijo Delaney-. No hace falta que pregonemos nuestros asuntos a los cuatro vientos, y sabes que el señor Llewellyn insistiría en ello aún más que el señor Hendricks. ¿Está claro?

El parpadeo de Tompkin fue de lo más expresivo, pero una mirada al ceño fruncido de su otra compañera le hizo callar. Delaney le propinó un empujón para que echase a andar. Yo les seguí unos instantes para darles una tarjeta a cada uno. Delaney se deshizo de ella, pero Jason y la otra mujer se la guardaron.

Volví corriendo a donde había dejado el coche, pero ya me habían puesto una multa. En el parabrisas tenía un sobre anaranjado, mi oportunidad de regalar cincuenta dólares a la ciudad. Solté un exabrupto y me dirigí a La Llorona a tomar una sopa a toda prisa.

Entonces, ¿quién era Marcus Whitby? ¿La encantadora y amada esperanza de su familia… y de Aretha Cummings que estuvo a punto de conseguir el Pulitzer? ¿El competitivo y huraño colega? ¿La estrella que pensaba que podía dictar sus propias reglas?

Acurrucada contra la ventana del restaurante, lejos del ruido del mostrador, comprobé mis mensajes. Tenía uno urgente de Harriet. Cuando la localicé, supe que la oficial Protheroe finalmente nos había echado una mano: cuando el director de la funeraria que había elegido la señora Whitby en Atlanta trató de organizar el traslado del cuerpo de Marc, el médico forense de DuPage le dio largas con la disculpa de que necesitaban unos días más para tramitar los papeles.

– Mamá se enfadó tanto que no me quedó más remedio que confesarle que lo había hecho usted porque necesitaba tiempo para la investigación, y luego tuve que confesar que la había contratado, lo que realmente la enfureció. Yo estaba deseando que me tragara la tierra cuando de pronto papá dijo que le parecía una buena idea. Él nunca discute con mamá… sobre asuntos domésticos, así que ella no salía de su sorpresa. Y luego me pasó el brazo por la espalda y dijo que menos mal que había tenido agallas para agarrar al toro por los cuernos, que no quería que se manchara la reputación de Marc debido a la forma en que había muerto.

Lograr que los padres accedieran a una investigación fue el paso más importante: yo podía continuar con mi línea de investigación y, sobre todo, presionar para que se realizase la autopsia privada. Harriet me dijo que Amy Blount no había encontrado a nadie que tuviera una llave de la casa de Marc. Quedamos en vernos allí al día siguiente por la mañana a eso de las nueve, tanto si Amy encontraba la llave como si no.

Terminé de tomar la sopa de pollo mientras anotaba los demás mensajes, y luego salí volando para Vina Fields. No es que vaya muy a menudo por la Gold Coast, pero nunca me había fijado en que hubiera un colegio, de tan cuidadosamente que estaba integrado en el entorno. Tenía la misma sobria fachada que los demás apartamentos y casas de la calle, y ahuyentaba a los intrusos con la determinación de un perro guardián. Sólo una pequeña placa junto a la puerta de doble hoja identificaba el edificio de piedra; eso y el corro de madres y niñeras que esperaban al pie de las escaleras. También había dos hombres en el grupo: uno con un carrito de bebé, y el otro con un ejemplar del New York Times bajo el brazo.

A aquellas alturas del curso escolar, los que iban a pie parecían conocerse, al menos de vista. Charlaban sobre los éxitos de sus hijos y sobre si podrían vender las entradas para la obra escolar asignadas a cada familia. Me miraban con curiosidad de vez en cuando.

Unos diez minutos después se abrieron las puertas y los niños comenzaron a emerger en tropel. Primero salieron los más pequeños, en corrillos de niñas que se reían tontamente y de niños que hablaban alborotados y se daban con los puños en los brazos, unos y otros sin hacer caso a los solitarios, encorvados bajo el abrigo como si ya a los ocho años se hubieran resignado a ser diferentes. Muchos chicos iban en mangas de camisa, con el abrigo colgado del hombro, como diciendo: «Mirad, ya somos hombres, y los hombres de verdad no llevan abrigo en invierno».

Los que conducían empezaron a parar los coches, tocando el claxon, maniobrando para encontrar un sitio junto a la acera y diciéndose improperios unos a otros. Una mujer de pelo rubio que había estado hablando de visitas semanales al salón de belleza salió de su Lexus para gritar unas barbaridades que habrían estremecido a un camionero; el del Jaguar que tenía delante le respondió con un gesto del dedo corazón.

Los que iban a pie esperaban a los niños pequeños. Los estudiantes mayores que vivían cerca del colegio volvían solos a casa. Cuando los alumnos de los cursos superiores empezaron a salir, yo era el único adulto que seguía aguardando en las escaleras.

Toqué el andrajoso osito de peluche que llevaba en el bolso. A medida que pasaba el tiempo, empecé a pensar que tal vez me había equivocado, o que a lo mejor ella tenía entrenamiento de lacrosse o reunión de editores júnior. Justo cuando ya había decidido probar suerte en Banks Street, apareció Catherine Bayard.

Aunque era más pálida de lo que me había parecido a la luz de la luna, la reconocí de inmediato. Tenía la boca amplia y temblorosa, y la cara tan delgada que los pómulos casi formaban un ángulo oblicuo con respecto a la nariz. La falta de sueño le había producido enormes ojeras.

Iba con otras dos muchachas que se quejaban a voz en grito del extraño comportamiento de alguien, pero se diría que Catherine no las escuchaba. Aunque una era rubia y la otra india, las tres se parecían mucho, con sus vaqueros ajustados y sus chaquetones cortos. Quizá fuera la buena salud y la confianza en sí mismas que destilaban. O el bienestar económico, que se manifestaba en pequeños detalles, como los pendientes de diamantes de la rubia o la bufanda y el gorro de cachemira de la chica india.

– Tierra llamando a Catherine -dijo la muchacha india-. ¿Me oyes?

Catherine parpadeó.

– Lo siento, Alix. Anoche no dormí bien.

– ¿Jerry? -preguntó la rubia en tono de burla.

Catherine se obligó a sonreír.

Cuando el trío torció hacia el sur en Astor, les salí al paso.

– Hola, Catherine. V.I. Warshawski.

Las tres muchachas se quedaron inmóviles. La alarma que se nos activa cuando nos aborda un extraño les sonaba a ellas en la cabeza con tal intensidad que hasta yo la oía. La que había mencionado a Jerry miró por encima del hombro como pidiendo ayuda.

– Nos conocimos el domingo por la noche -dije con inocencia-. Cuando a ambas nos dio por correr tan tarde. Te dejaste algo, ¿recuerdas?

– Voy a buscar a Ridgeley. -La rubia se giró hacia las escaleras.

– No, Marissa. No pasa nada -exclamó Catherine con otra sonrisa poco convincente-. Se me había olvidado. Salí a correr a medianoche y me crucé con esta mujer.

– ¿A correr? ¿A medianoche? Siempre has dicho que los corredores son los mayores gilipollas del planeta -dijo Marissa.

– Sí. Bueno… Ya sabes… los exámenes de acceso a la universidad, la enfermedad de mi abuelo y demás… Pensé que haciendo algo de ejercicio me olvidaría un poco de todo eso, y no podía montar a caballo en plena noche. De todos modos, dejadme que averigüe qué quiere esta persona. Debe de creer que es la dueña del universo.

– No, sólo de una pequeña franja de Chicagoland -respondí sonriendo con afabilidad-. ¿Dónde podemos hablar en privado? ¿En Banks Street? ¿O quieres venir a mi oficina?

– Hay un café a la vuelta de la esquina -dijo Catherine.

– No es lo bastante tranquilo. Mi oficina está a unos tres kilómetros hacia el oeste, en la avenida North. O… tal vez prefieras volver a la antigua propiedad de los Graham. Tú eliges.

Dirigió una mirada poco alegre a sus compañeras, a mí, luego al colegio, y al final dijo que podíamos ir a su casa. Sus amigas se quedaron al margen visiblemente nerviosas, preguntándose si Catherine estaría a salvo conmigo. Finalmente, Alix le recordó que tenía su número de busca, que no dejara de llamarla si necesitaba ayuda.

– Estaremos en Grounds for Delight, leyendo, hasta las seis más o menos -dijo la otra chica-. Puedes reunirte con nosotras allí.

Bajamos juntas la calle, en incómodo cuarteto, hasta que las amigas de Catherine torcieron hacia el oeste en el primer cruce. Alix volvió a recordar a Catherine que llamara si quería que avisaran al 911.

– Trabajé un verano en la Fundación Bayard mientras estudiaba Derecho -dije cuando nos quedamos solas-. Antes de entrar en la policía, quiero decir. Soy una gran admiradora de tu abuelo; lamento que esté enfermo. -Ella miraba para otro lado: no iba a ayudarme-. El domingo por la noche me caí en un estanque cuando corría detrás de ti -insistí-. Así es como cogí este resfriado. Y también como encontré a Marcus Whitby.

– Quienquiera que sea: vale, me vio el domingo. ¿De verdad tiene algo mío, o sólo lo ha dicho para que la acompañara hasta aquí? -Seguía evitando mi mirada, de modo que sólo le veía la oreja izquierda. Aquel lóbulo blanquecino revelaba lo joven que era, y la hacía parecer frágil y vulnerable.

– Es cierto que tengo algo tuyo. Por eso resultó fácil encontrarte. Lo que no entiendo es por qué volviste a Larchmont anoche.

Eso la sorprendió tanto que me miró.

– ¿Cómo…? Mentira… Anoche estuve aquí, en la ciudad.

– Tu abuela sin duda respaldará tu versión. Se lo preguntaremos cuando lleguemos a tu casa.

– Puede preguntarle al ama de llaves -dijo tras una pausa-. Mi abuela todavía está en el despacho. Anoche me fui a la cama antes de que ella llegara.

Asentí con la cabeza.

– ¿El ama de llaves es la señorita Lantner? ¿Trabaja en la mansión de New Solway y en Banks Street?

– ¿Cómo sabe todo eso sobre mi familia? -preguntó-. Dónde vivo y todo lo demás… ¿Cómo sé yo quién es usted?

– No lo sabes. No lo has preguntado. Soy exactamente lo que te dije el domingo: una investigadora privada. Antes era abogada defensora de oficio. No sé a quién creerías más, pero puedo remitirte a un periodista del Herald-Star, o a cualquiera de la policía de Chicago. O, mejor aún, a Darraugh Graham. Trabajo mucho para él. Debes de conocerlo puesto que vas mucho por la casa en la que vivió de pequeño, ¿no? -Se mordió el labio pero no dijo nada-. Sería una estupenda idea que llamaras a cualquiera de esas personas y les preguntases si me conocen. No deberías fiarte de ningún extraño que te aborde en la calle. Pero tú y yo vamos a hablar, porque si no lo hacemos, daré tu nombre y tu número de teléfono al comisario del condado de DuPage. De momento soy la única persona que sabe que te encontrabas en la escena del crimen el domingo por la noche, pero en cuanto se entere el comisario, vendrá aquí con toda la fuerza que pueda emplear con la nieta de tan poderoso contribuyente. -Ni que decir tiene que a mí se me echaría encima como un tábano por haberle ocultado su existencia, pero confiaba en que a ella no se le ocurriese pensar en eso.

– Pero ¿de qué habla? ¿Acaso cree que a Rick Salvi le importará que haya entrado allí a escondidas?

– Me parece muy bien que sepas el nombre de pila del comisario, pero no estamos hablando de allanamiento de morada. Y por mucho que te acunara en sus rodillas cuando eras pequeña, querrá saber qué demonios estabas haciendo en Larchmont.

– No puedo evitar haber nacido en una familia rica, pero eso no significa que crea que tengo derecho a un trato especial -dijo, con los ojos brillantes-. Soy consciente de que si se tiene una posición especial, también se tienen obligaciones especiales.

Hice un gesto de asentimiento.

– No te pareces mucho a tu abuelo, pero me recuerdas a él. He leído en el anuario escolar que te gustaría entrar en la editorial. ¿Vas mucho por allí últimamente?

– Estuve haciendo prácticas el verano pasado. Trabajaba con Haile Talbot; quiero decir que le preparaba el café… -Se interrumpió cuando recordó que no éramos amigas, y se negó a hablar hasta que dimos la vuelta a la esquina de Banks Street.

Me alegró no tener que convencer a nadie para entrar allí: la casa familiar de la ciudad estaba en un edificio de cinco pisos, oculto desde la calle por un alto muro de piedra y una puerta de acero blindado con cristales oscuros de seguridad rellenando las fiorituras. Junto a la puerta había un hueco con un micrófono, donde habría tenido que inclinarme para tratar de convencer a alguien de que me dejara pasar.

Catherine abrió la puerta y me condujo a través de un patio adoquinado. En el extremo este del edificio había un pequeño jardín con algunos árboles frutales y un viejo banco de piedra que parecía continuar por la parte de atrás. Caminamos por un sendero de losetas grises hasta la entrada principal, también cerrada con llave, y subimos en ascensor hasta el cuarto piso. No había portero. Catherine podía entrar y salir sin que nadie la viera.

El ascensor se abrió en lo que era la entrada del apartamento propiamente dicha, una zona tan amplia que podría haber instalado allí mi oficina y nadie habría tropezado conmigo durante al menos un mes. Una puerta adovelada daba entrada a la casa.

Una mujer de mediana edad con uniforme de sirvienta salió de algún cuarto del fondo.

– Oh, es usted, señorita Katerina. ¿Y su amiga?

– Una conocida de la empresa, Elsbetta. Estaremos en mi habitación.

– ¿Quiere que les lleve té? ¿Café? ¿Zumo? -Hablaba un inglés preciso, pero con un fuerte acento: arrastraba las eses de la misma manera en que lo hacía la madre de mi padre.

– No necesitamos nada, gracias -dijo Catherine con firmeza: no era una invitada, y no me ofrecería ningún refresco.

– ¿Estaba usted aquí ayer por la noche? -le pregunté a Elsbetta.

– ¿Aquí? Sí, duermo aquí.

Catherine me echó una mirada furibunda, pero dijo:

– Esta mujer quiere saber si yo también estaba aquí.

– ¿Qué quiere decir? ¿Que si estuvo usted en casa? Sí, claro que sí. Comió con sus amigas, vino a casa y a las diez y media se acostó, y yo también, yo también me fui a dormir. -Elsbetta se volvió hacia mí-. Cuando la señora Renee no está, me quedo despierta hasta que Katerina se va a la cama.

Catherine me ofreció una tensa y triunfante sonrisa y me llevó a su habitación. Estaba pintada con colores llamativos, y amueblada de manera que te recordara cada vez que entrabas que habías nacido con unas obligaciones especiales: en primer lugar, la televisión en estéreo de Bang & Olufsen, luego el armario y el escritorio de época, y valiosas alfombras de artesanía navaja. Éstas se extendían sobre un suelo de madera tan reluciente que se nos reflejaban las piernas en él. Algunas más cubrían dos divanes colocados frente a una chimenea en uso.

La habitación daba al jardín trasero. Abrí la contraventana y me asomé a un pequeño balcón. No hacía falta ser un gran atleta, sólo sentirse seguro, para pasar del balcón a la escalera de incendios atornillada a la pared de ladrillo a un metro escaso de distancia.

– De modo que te fuiste a la cama a las diez y media, esperaste a que Elsbetta apagara la luz, luego bajaste por el balcón, saliste por la puerta trasera y te dirigiste a los barrios residenciales del oeste. Tienes carné de conducir, o acceso a un coche, da igual. Hiciste lo que fuera en Larchmont y volviste por donde habías ido. Pero como estabas muy cansada, te levantaste tarde y te perdiste la clase de álgebra de esta mañana.

Me miraba hecha una furia.

– ¿Qué intenta demostrar? ¿Que puede seguirme los pasos? Sabe que en Illinois eso va contra la ley.

– Muchas cosas aquí van contra la ley. Yo no te sigo los pasos, sencillamente soy una investigadora competente. Si me tomara la molestia, seguro que encontraría rastros de tu ropa en la escalera de incendios. Siempre se quedan enganchadas algunas fibras en metales ásperos como ése.

Mientras ella trataba de pensar en una respuesta, me acerqué a ver las fotos que había en la repisa de la chimenea. Calvin Bayard y una Catherine de ocho o nueve años en un día de pesca: él con una sonrisa apacible, ella con cara de emoción. Calvin con una mujer morena de baja estatura; Catherine con la misma mujer. Otros grupos familiares. No estaba muy claro quiénes eran sus padres.

– ¿Qué es lo que tiene mío? -preguntó a mis espaldas.

– Tu osito de peluche. So te cayó de la mochila cuando huiste de mí el domingo por la noche.

– Ah, es eso. Puede quedárselo.

Podía verla en el espejo situado sobre la repisa. Su gesto traslucía nerviosismo. No estaba tan tranquila como quería hacer creer.

– ¿No sabías que Marcus Whitby había muerto cuando regresaste a Larchmont anoche? -Hablaba mirando los trofeos, observándola a través del espejo.

– No sé de qué me habla.

– Te preocupaste cuando faltó a la cita el domingo. ¿O pensaste que yo lo había asustado?

– No conozco a ningún Marcus Whitby, así que deje de comportarse como si fuese… Jack McCoy.

Me di la vuelta para mirarla.

– ¿No conoces a Marcus Whitby? ¿El hombre que saqué del estanque de Larchmont? ¿No sabes que está muerto?

Los ojos y la boca se le abrieron en lo que parecía verdadera perplejidad.

– ¿Que encontró a un hombre muerto allí? ¿Qué le ocurrió?

– ¿Es que no lees los periódicos ni ves las noticias? Cuando enciendes ese maravilloso ordenador que tienes, ¿no te aparece la CNN o la NBC o algo que te cuente lo que pasa fuera de la Gold Coast?

Ella se puso tensa.

– Para su información, estoy muy al tanto de los temas de actualidad. Pero eso no significa que lea todas noticias sobre cada persona que muere en el mundo. ¿Por eso estaba usted en Larchmont? ¿Estaba siguiéndolo? ¿Quién era?

Me senté en uno de los divanes frente a la chimenea y le hice un gesto para que se sentara en el otro.

– Marcus Whitby trabajaba para la revista T-Square.

Ella se encogió exageradamente de hombros, como hacen los adolescentes para mostrar indiferencia.

– Arte y entretenimiento negros, clase media. -Como ella seguía fingiendo ignorancia, añadí-: Escribió un artículo sobre Haile Talbot. Pensé que quizá fue a propósito de eso como os conocisteis.

– No lo conozco. Me refiero al Marcus ese. Y apenas conozco a Haile Talbot. Que trabajara para él como asistente personal no quiere decir que lo acompañara cuando salía en los medios. Tenía a una persona que se encargaba de eso.

– Entonces, ¿con quién habías quedado en Larchmont?

Ella se mordió los labios.

– Con nadie. Fui allí por una apuesta. No estaba haciendo nada malo. Ahora ya puede devolverme el oso y marcharse a su casa.

Negué con la cabeza.

– No. Sé que anoche volviste allí, y aunque fuera tan cándida como para creerte…

– ¿Y dice que no está siguiéndome los pasos?

Hice caso omiso de la interrupción.

– Te dije al principio que o yo o la policía. Como no quieres hablar conmigo, lo harás con la policía. Estuviste en la escena de una muerte misteriosa, la escena de un crimen, escapaste, a ellos les va a interesar mucho hablar contigo. Así que, ¿con quién tengo que hablar sobre este asunto? ¿Con tu padre, con tu madre o con tus abuelos?

A Catherine se le nubló la mirada, pero antes de que dijera nada alguien llamó a la puerta y la abrió inmediatamente. La mujer morena y bajita de la fotografía entró y cruzó la habitación de la chica como un obús.


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