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EL COCHECITO DE GOLF

Las carreteras del oeste estaban despejadas; hicimos los sesenta y cinco kilómetros del viaje en cuarenta y cinco minutos. Fue un alivio y una sorpresa que el Mustang siguiera detrás de los arbustos donde lo había dejado. Quizá los oficiales de Schorr no lo habían visto; quizá el coche de la policía era para interceptar a Benji en vez de para buscar mi coche. Pasamos el Mustang y aparcamos el Jaguar en la entrada de Larchmont.

Mientras los perros husmeaban entre los arbustos, el señor Contreras y yo limpiamos el Jaguar. A mí me preocupaba no dejar ninguna huella de Benji, pero a él le hacía feliz pensar que estaba eliminando pelos de perro y huellas digitales mías. Lo dejamos a la entrada, con las llaves de contacto puestas, para que lo encontrara algún policía de New Solway.

Regresamos por la cuneta hacia el Mustang. El camino que nos había parecido tan largo y temible en la oscuridad resultó ser un agradable paseo con el señor Contreras y los perros.

– Busco el desagüe que pasa por debajo de la carretera -dije a mi vecino-. Tiene el suelo embarrado; me gustaría que Mitch y Peppy lo recorriesen para que borren mis huellas.

Había empezado a atardecer. El señor Contreras cogió mi linterna mientras yo encendía la que había utilizado el día anterior. Fue Mitch el que encontró la entrada. Me agaché a mirar. Tanto las huellas de Benji como las mías eran claramente visibles; se sobreponían a las marcas de ruedas que había visto en el otro extremo el jueves por la tarde.

– Parece como si hubiera pasado algún vehículo pequeño, una carretilla o algo así -dijo el señor Contreras -. ¿Te perseguía alguien?

Pasé de mirarlo a él a mirar las huellas de las ruedas, comprendiendo de repente lo que veía. Ese cochecito de golf me había estado persiguiendo en sueños. Así fue como llevaron a Marc Whitby al estanque de Larchmont. Alguien lo había conducido hasta allí. Era tan fácil… Podías coger un vehículo de ésos en el campo de golf de Anodyne, ir hasta Anodyne Park por el sendero destinado a los socios, y luego, si conocías ese desagüe, llegar a Larchmont Hall.

De manera inconexa, le expliqué lo que pensaba que había ocurrido. Mi vecino me escuchaba atentamente.

– Si estás en lo cierto, muñeca, será mejor que encuentres ese cochecito de golf. ¿O crees que tu asesino no lo habrá hecho desaparecer ya?

– No lo sé -dije con tristeza-. Quienquiera que sea, no es muy listo, sino que a la ley no le interesa ir tras él. De modo que el vehículo aún podría estar por los alrededores.

Miré la hora. Las seis y media. Cuanto más tardara en hacer frente a la ley, más difícil me lo pondrían cuando finalmente diera la cara. No obstante, ya que estábamos allí, no podía irme sin hablar con alguien del campo de golf.

Con el Mustang de nuevo en carretera, bajé por Dirksen hasta el campo. Naturalmente, había una verja, con una recargada imagen de algo, puede que un logotipo, fundida entre los barrotes. Un foco sobre el diseño resaltaba un estanque con anzuelos que surgían alrededor. La leyenda «Campo de golf de Anodyne Park» aparecía escrita en dorado y verde encima del escudo. Le dije al guardia de la cabina que estaba trabajando para Geraldine Graham y que me gustaría hacerle algunas preguntas sobre el cochecito de golf que había desaparecido. Aceptó mi explicación sin pestañear, pero no dejaría pasar con el coche y los perros dentro.

– Nunca se sabe, la gente dice que no va a soltar a los animales, pero luego los dejan pisar la hierba.

No perdí el tiempo discutiendo, sólo le pregunté si podía dejar el vehículo en la entrada. Saqué mi cartera del maletero, pues seguía teniendo allí la fotografía de Marc Whitby, y me apresuré por el camino hasta el club acompañada de mi vecino.

Los sábados son días de tanto movimiento golfístico que el gerente del club estaba de guardia en el establecimiento. Un portero me indicó quién era: un atildado cincuentón que reía junto con un grupo de hombres con la cara colorada delante de la chimenea. Cuando dije que era detective, se oyó un murmullo. El gerente nos llevó rápidamente a su oficina, por si se me ocurría decir algo desagradable delante de los socios del club. Pero cuando le conté que trabajaba para la señora Graham, que su hijo casi había chocado con un coche de golf en la carretera hacía unos días y que ella quería saber si lo habían robado o qué, enseguida me derivó al responsable de los equipos.

Cuando Eli Janicek, el encargado, llegó corriendo, el gerente del club le dijo que nos llevara a mí y al señor Contreras al hangar de material: claramente restábamos categoría al lugar. Seguimos a Janicek por la entrada de servicio mientras el gerente se reunía con los bebedores junto a la chimenea.

Si bien la atención de Janicek se dividía entre nosotros y su gente, que entraban para dar parte de los coches o los palos abandonados en los senderos, respondió a mis preguntas con bastante precisión. No le faltaba ningún cochecito. Sí, habían recogido algunos de Anodyne Park el lunes anterior por la mañana, pero no había nada raro en ello; los miembros usualmente los conducían por cualquier parte de Anodyne y luego los dejaban para que los encargados de los equipos los devolvieran a su sitio.

Me disponía a marcharme, desconcertada, cuando Janicek añadió:

– Aunque ahora que lo pienso, había uno cubierto de barro, y cuando me puse a limpiarlo, vimos que tenía el frontal abollado. Eso sí que no me sentó nada bien. Limpiamos los vehículos después de haber sido usados, es nuestro trabajo, pero que destrocen las cosas sin dejar siquiera una nota aclarando quién lo hizo… Eso no está bien. La gente tendría que ser más responsable.

Habían aparcado el cochecito a la salida del bar, si no recordaba mal. Cuando le pregunté si podía estar seguro de la fecha, sacó su hoja de informes: sí, el carro tenía las ruedas llenas de barro. Cuando lo limpiaron con la manguera, encontraron abolladuras en los costados, profundos arañazos en la pintura y el eje torcido. Probablemente, algún chaval había utilizado el vehículo como si fuera un buggy, y aunque descubrieran al responsable, lo más seguro es que los padres culparan al gerente en vez de a su hijo. El miércoles, cuando Janicek limpió el coche, lo envió al taller mecánico, pero no creía que ya lo tuvieran listo, había mucho que hacer.

Cuando el señor Contreras empezó a soltarle el discurso sobre los pésimos modales de la gente de hoy, corté la conversación.

– ¿Podría interrumpir la reparación? Es probable que la familia Graham quiera denunciarlo, o al menos hacer que la compañía aseguradora lo vea. Nada que ver con el club, se lo aseguro, pero les preocupa que se ponga en peligro a la gente y quieren hablar con el comisario Salvi sobre el asunto.

Aunque a Janicek no le gustaba la idea de que el club se viera envuelto en algún problema legal serio, accedió a hablar con los mecánicos por la mañana para pedirles que pospusieran la reparación.

Antes de marcharme, le mostré a Janicek la fotografía de Whitby. Llamó a un par de empleados, pero ninguno recordaba haberlo visto, y no era de extrañar: el único miembro negro del club era August Llewellyn y llevaba meses sin aparecer por allí. Los clientes negros eran excepcionales.

¿Edwards Bayard había estado en el club la semana pasada? No, tampoco él, ni su madre ni nadie de la familia Bayard.

El señor Contreras y yo caminamos de regreso al Mustang mientras pensaba en todo aquello. Cualquiera que supiese lo del desagüe podía haberlo utilizado para entrar en Anodyne Park, y desde allí seguir el sendero privado del parque hacia el campo de golf para hacerse con un cochecito. Incluso podían haberlo aparcado cerca del desagüe, del lado de Coverdale Lane. Whitby estaba en el estanque, muerto, cuando yo llegué allí. ¡Si hubiese ido a Larchmont una o dos horas antes el domingo por la noche…!

Era desesperante encontrar parte de la solución y no poder resolver nada. De camino a casa, repasé la historia del cochecito con el señor Contreras sin hallar ninguna respuesta satisfactoria. Cuando llegamos a Lakeview, dejé a mi vecino y a los perros en el callejón.

– Tengo que ir a la policía; llevo cinco horas posponiéndolo. Son las ocho de la tarde. Si no he llegado a casa a las once, llama a Freeman, ¿de acuerdo? Y también, mientras no se aclare este asunto, hablaremos todos los días entre las cinco y media y las seis y media. Si no tienes noticias mías, llama a Freeman. Según la Ley Patriótica, si la policía se cabrea de verdad, podrían detenerme sin dejarme hablar con mi abogado.

Me enderecé y me dirigí hacia la entrada principal del edificio.


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