– Es usted una joven obstinada, ¿verdad, señorita Warshawski? Geraldine Graham estaba sentada en el sillón bajo el retrato de su madre, con los restos de la comida aún en una bandeja sobre la mesa baja de la sala de estar.
– Eso me lleva a sitios a los que ni mis piernas ni mi cerebro me llevarían -asentí.
Cuando llegué a Anodyne Park a las seis y media, Lisa ya le había dicho al guardia que no me dejara entrar. No perdí tiempo discutiendo, sino que di la vuelta por la parte trasera de Coverdale Lane. Había oscurecido, pero pronto encontré la entrada al desagüe que pasaba por debajo de la carretera. Recorrí la zona con la linterna; no parecía que Bobby hubiera organizado todavía una inspección del lugar.
Todavía llevaba vaqueros y zapatillas; encorvada, con la espalda dolorida de tener que andar casi a gatas, pisé sobre mis huellas y las de Benji, intentando no borrar las del cochecito de golf. Al llegar a los arbustos de enebro del lado de Anodyne Park, me estiré aliviada. Intenté limpiarme el barro de las zapatillas, pero cuando entré en el edificio de Geraldine me las quité: no tenía sentido añadir barro a mis otros excesos a ojos de Lisa.
Para entrar en el edificio de Geraldine no se requería ninguna habilidad especial, tan sólo el viejo truco de apretar todos los timbres hasta que alguien me dejara pasar. Un anciano en Chicago habría sido más precavido, pero en Anodyne Park eran todos muy confiados, o al menos confiaban en el guardia de la entrada.
En el apartamento de Geraldine, Lisa abrió la puerta ante la insistencia de mi llamada. Estaba tan asombrada que tardó un segundo en reaccionar. Cuando quiso cerrarme la puerta en las narices, yo ya le había regalado un jovial «buenas tardes», dejado mis zapatillas fuera de la casa y cruzado delante de ella en dirección al pasillo. Oí que la señora Graham llamaba desde la sala de estar, preguntando quién era.
Me acerqué a saludarla, y tuve la satisfacción de escucharla reprender a Lisa por tratar de impedir que entrara: estaba allí a petición suya, para explicarle lo que había ocurrido el viernes en Larchmont. En cuanto le conté lo más importante -interrogatorio del FBI incluido- para satisfacer su curiosidad, pasé a lo que me había llevado hasta allí.
– Sé que teníamos la cita mañana por la tarde -dije-, pero hoy he estado con Edwards Bayard y me ha contado una historia muy extraña.
– ¿Edwards? Supongo que habrá venido hasta aquí por la chica.
– Entre otras cosas. ¿Sabía que me lo encontré en el apartamento de Olin Taverner el jueves por la noche? Forzó la entrada con la intención de llevarse los documentos secretos que Taverner le había prometido.
– Es increíble. ¿Y los encontró? -Se esforzaba por mantener el tono de despreocupado interés con su voz aflautada, pero sus manos estaban en tensión.
– No. -Esperé a que se le relajaran las manos antes de añadir-: Pero me contó que había encontrado una carta de su madre dirigida a Calvin Bayard.
– Y debo suponer que ha venido hasta aquí para hablarme de ella. -Sus manos habían vuelto a ponerse tensas, pero se las arreglaba para no alterar la voz.
– Su madre escribió a Calvin para decirle que estaba al corriente del expolio de su propiedad, y para exigirle una restitución, de otro modo tomaría cartas en el asunto.
La luz que se reflejaba en las gruesas gafas de Geraldine me impedía ver sus ojos con claridad.
– Mi madre creía que había una ley especial para ella sola. Definía el robo según sus propios cánones.
– ¿Entonces? -Me impaciente cuando ella volvió a guardar silencio.
– Yo había extendido un cheque para una de esas obras de caridad de Calvin. Era para un grupo que mi madre desaprobaba, porque proporcionaba asistencia legal a negros indigentes. -Lanzó una mirada involuntaria al retrato de cuerpo entero que colgaba a sus espaldas-. Yo tenía cuarenta y cinco años, pero ella seguía creyendo que tenía derecho a ver los extractos de mi cuenta bancaria todos los meses. No supe que lo hacía hasta que me preguntó por aquel cheque; por primera vez no di mi brazo a torcer. Debería haberme imaginado que después se dirigiría a Calvin.
– ¿Tan profundos eran sus prejuicios raciales? -Estaba perpleja.
Geraldine Graham esbozó una sonrisita contenida.
– Se oponía de una manera tan radical a cualquier cosa que la contrariase que me imagino que en ese caso olvidó el motivo original.
– Amenazó al señor Bayard con represalias. ¿Qué tipo de medidas cree que tomó?
– Mi madre tenía acciones en Ediciones Bayard. Siempre amenazaba con vendérselas a Olin, que era su sobrino, o dejárselas en herencia, en el caso de que Calvin publicara algo que ella considerara subido de tono. Era una amenaza sin sentido: desaprobaba más las tendencias sexuales de Olin que a los atrevidos autores de Calvin. Qué extraño resulta que alguna vez los autores de Calvin hayan parecido atrevidos, ahora que el acto sexual es descrito con tanto detalle que resulta un aburrimiento. Por no mencionar cómo se exhibe en las películas. Hombres como Armand Pelletier, que resultaban exóticos por su lenguaje, ahora son cosa del pasado.
– ¿Por qué Lisa no quería que habláramos de esto? -Yo estaba empeñada en ir al grano-. Me acusó de trabajar para la prensa, de intentar desenterrar vieja basura.
– Es verdad, señora. -Lisa irrumpió en la sala desde su lugar favorito de espionaje-. Recuerdo muy bien por lo que tuvo que pasar la señora Drummond cuando falleció el señor MacKenzie, el trabajo para mantener…
– Basta ya, Lisa. La señorita Victoria está intentando averiguar quién mató al escritor negro del estanque. No pretende inmiscuirse en mis asuntos y no tenemos nada que ocultarle.
La última frase fue pronunciada como una advertencia, como una manera de decir «nuestra mano es mucho más rápida que el ojo de ella, así que podemos hablar de cualquier cosa salvo del elefante que hay en el comedor y que no puede ver». Lisa murmuró algo así como una disculpa. Retrocedió hasta el extremo de la alfombra, pero no salió de la habitación.
– Nadie esperaba que yo pudiese llorar a MacKenzie cuando murió, pero su muerte marcó el fin de muchas cosas para mí -añadió Geraldine-. Para mi madre no fue más que otro inconveniente que le causaba: curioso, si tenemos en cuenta que mi matrimonio con él fue idea suya. De ella y del padre de MacKenzie. El señor Blair Graham era uno de los asociados de mi padre, y todos pensaron que esa boda nos aportaría estabilidad tanto a MacKenzie como a mí, disuadiéndolo a él de las tentaciones de Nueva York y a mí de las de Chicago cuando comenzamos a criar a nuestros hijos. Después de todo, se supone que los hijos son la mayor bendición para una mujer. Es también extraño que mi madre se pasara la vida repitiéndolo, cuando yo para ella no fui nunca una alegría. Salvo, tal vez, cuando le permitía que doblegara mi voluntad.
– ¿Su madre tampoco creía que Darraugh pudiera lamentar la muerte de su padre? -Como siempre que hablaba con Geraldine, tenía que concentrarme en no perder el hilo de la conversación, o para recordar cuál era-. ¿Es por eso por lo que Darraugh huyó del colegio cuando su marido murió?
Las manos de Geraldine comenzaron a jugar con la rígida tela de su falda.
– Mi madre todavía vivía cuando nació el hijo de Darraugh, mi nieto. Pensaba que bautizarlo con el nombre de MacKenzie era un insulto personal, más que un tributo a un familiar querido. Ella opinaba que Darraugh debía ponerle Matthew, como mi padre. O incluso como el padre de ella, Virgil Fabian Taverner, a quien bautizaron siguiendo la moda de los nombres latinos. Ninguno de los encantos del muchacho, y mi nieto siempre los ha tenido, pudo persuadir a mi madre de no castigar a Darraugh a través de su hijo.
– Conozco al joven MacKenzie; es un chico muy agradable. ¿Cuál fue la organización benéfica que su madre desaprobó?
Al principio no entendía a qué me refería. Cuando le recordé lo del cheque volvió a ponerse tensa, pero dijo:
– Es extraño que no pueda recordarlo. En su momento fue de una importancia acuciante, por mi actitud y la intrusión de mi madre. Y a pesar de todo, mi recuerdo se ha desvanecido por completo.
– ¿No sería el Comité para el Pensamiento y la Justicia Social? Renee Bayard dijo que era una de las organizaciones que su primo Olin quería denunciar como frente comunista.
Volvió a sacudir la cabeza.
– Jovencita, usted debe de tener ahora los años que yo tenía entonces. Todo parece claro y fresco a sus ojos, pero si vive hasta mi edad, comprenderá que el pasado se convierte en un territorio tan amplio que muchos recuerdos, aun los más preciosos, quedan ocultos bajo hojas secas. Ahora debe excusarme. La conversación me fatiga como no lo hacía antes.
Me levanté para marcharme; Lisa sonrió triunfante.
– Muchas gracias por su tiempo. ¿Cómo llegó el señor Bayard a prestarle dinero a Llewellyn para que montara su propia editorial? -pregunté.
– Jamás me involucré en los negocios de los empresarios de New Solway. Cuando era joven se suponía que las mujeres estábamos de adorno, y no para pensar en asuntos financieros.
Me zafé de la garra de Lisa cuando quiso conducirme hacia la puerta.
– ¿El señor Llewellyn colaboró en las mismas obras de caridad que usted?
Movió la cabeza.
– No sabría decirle, jovencita. Es posible. Pero fue hace mucho tiempo, en otro país.
La señora Graham a menudo salpicaba su discurso con citas que yo no siempre reconocía. Ésta sí. Christopher Marlowe. Mientras me calzaba las zapatillas en el vestíbulo del edificio, recordé incluso la parte que faltaba: «Además, la muchacha ha muerto».
No creía que Geraldine hubiera olvidado nada: ni el nombre de la entidad benéfica, ni por qué su madre la cuestionó tan severamente, ni por qué Calvin Bayard llegó a ayudar económicamente a Llewellyn. Pero cualquiera que fuese la razón, Geraldine pensaba que la persona que ella había sido en aquellos días había muerto. Su madre había triunfado: su retrato colgaba sobre la cabeza de Geraldine día tras día para recordárselo.
¿Cómo había vivido aquellos tiempos cuando la señora Drummond dirigía Larchmont? Tal vez se volcó en la maternidad, el teatro amateur o la política local. La boda había sido planificada para que tanto ella como MacKenzie Graham sentaran la cabeza. Todavía recuerdo los artículos que describían el regreso de Geraldine de Europa a comienzos de los años cincuenta, con su «interesante delgadez». ¿Se había acostado con otros? ¿Se había quedado embarazada y se había marchado a Suiza a abortar? ¿Y MacKenzie? ¿En qué consistirían sus «pecados» de Nueva York?
Aun con trece habitaciones para recorrer, ¿cómo consiguió Geraldine soportar todos esos años a su madre y a un marido con el que no tenía nada en común? ¿Qué había lamentado cuando dijo que había llorado la muerte de MacKenzie?