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BURKE Y HARE

Me encontré al señor Whitby en el sótano, examinando la caldera.

– Se decidió por una buena, la que yo le dije que comprara. Buen rendimiento del combustible. Le expliqué que aquí en el norte iba a necesitarla. Claro que él sabía lo que era el invierno, habiendo ido como fue a la Universidad de Michigan. No se le daban bien los trabajos manuales, ni yo quise nunca que fuera un manitas, pero sí le aconsejé sobre algunas tareas cuando decidió arreglar la casa por su cuenta. Era metódico, hacía las cosas bien. Fíjese en cómo puso los azulejos del baño. Me llamó, lo hablamos y lo hizo bien. Claro que la caldera le dije que no intentara instalarla él solo, que llamara a un fontanero, aunque le costara un poco más, pero compró el modelo que yo le recomendé.

Miré la caldera con respeto durante unos minutos antes de llevar arriba al señor Whitby para que se reuniera con su familia. Convencí a Rita Murchison de que me dejara sus llaves, en préstamo, le dije; además de ofrecerme a pagarle el tiempo que se había tomado en ir hasta allí. Intercambiamos dinero y llaves mientras los demás permanecían en la sala de estar.

Cuando llevaba a la familia de regreso al hotel Drake, traté de persuadir a la señora Whitby de que regresara a Atlanta.

– Hay algo serio en todo este asunto, y no sé cuánto tiempo me llevará resolverlo.

– Ya sé que hay algo serio -respondió ella, con tristeza en la voz-. Mi hijo ha muerto.

– Pero cómo murió…

– No me importa cómo murió.

– Edwina… -dijo su marido-. Edwina, ya hemos hablado de esto. Escucha a la señorita. Lo que usted quiere decir, señorita… Lo siento, he olvidado su nombre.

– Warshawski -dije-, pero la gente me llama V.I. Todos los papeles de su hijo han desaparecido. Creo que alguien ha venido a la casa con sus llaves y se ha llevado todas sus notas y los archivos del ordenador. E incluso tuvieron tiempo de borrar el disco duro. Ésta es una calle en la que al menos los niños se fijan en quién viene y quién va; y puedo preguntar a los vecinos si alguien vio a algún extraño aquí el domingo por la noche. Mientras tanto, la tarea más urgente es conseguir que se realice una autopsia en condiciones. Necesitamos saber cómo murió Marc. -La señora Whitby, que iba a mi lado, suspiró, pero no volvió a interrumpirme-. Averiguaré todo lo que hizo su hijo en las últimas semanas -continué-, y aunque no espero encontrar nada escabroso, si se da el caso, no pienso ocultar la prueba de un crimen. Hecha esa salvedad, trabajaré para ustedes y…

– Mi muchacho no cometió ningún delito en su vida -protestó el señor Whitby-. Si lo que está insinuando es que sí lo hizo, olvidamos este asunto inmediatamente y nos lo llevamos a casa.

– No, señor, no estoy insinuando nada. Sólo quiero que tengan presente que una investigación de este tipo no suele seguir una línea recta.

– No pienso permitir que se realice ninguna investigación que incrimine a mi hijo injustamente -dijo la señora Whitby-. Por eso nunca he querido que usted se dedicara a remover nada.

Miré de reojo por el retrovisor y vi que Amy se inclinaba hacia Harriet y le murmuraba algo. Tras un breve diálogo, ésta dijo:

– V.I. no está aquí para acusar a Marc. Y si no la dejamos terminar con la investigación, siempre nos quedará la angustiosa preocupación de no saber por qué murió. Y, mamá, papá, deberíais volver a casa. Ese hotel nos está costando una fortuna. Yo puedo quedarme con Amy hasta que… hasta que las cosas se aclaren. En el trabajo insistieron en que me tomara todo el tiempo que fuera necesario.

– Es que no soporto la idea de volver a casa dejando a mi niño en el cajón de un depósito de cadáveres -exclamó la señora Whitby.

– Harriet tiene razón; no podemos permitirnos estar en ese hotel durante sabe Dios cuánto tiempo -dijo el señor Whitby-. Pero si quieres quedarte, supongo que podríamos trasladarnos a la casa de Marc.

– Mientras no la examine un equipo forense, no -intervine.

Lo discutieron entre ellos mientras doblaba por la calle Lake Shore. Las aguas del lago, en el nivel más bajo desde hacía un siglo, se veían plomizas, no con la agitación habitual de un invierno tormentoso, sino con el aspecto sombrío de una criatura en retirada. La señora Whitby, mirando por la ventanilla, parecía igual de distante.

Cuando me detuve delante del Drake, aún no habían decidido quién se iba y quién se quedaba, pero el señor Whitby accedió a que yo siguiera adelante con «el asunto». Amy se bajó con ellos, pero después de abrazar a Harriet y a sus padres volvió al coche y se sentó en el asiento de delante.

– Puedo dejarte en la estación de tren -dije-, pero no tengo tiempo de llevarte a casa.

– Había pensado que podría acompañarte y, así, ver qué clase de ayuda necesitas.

Abrí la boca para protestar pero volví a cerrarla. Realmente necesitaba ayuda, y Amy Blount era una consumada investigadora. La invité a venir conmigo a mi oficina mientras intentaba comunicarme con la policía.

– Decidiremos qué hacer a continuación en cuanto vea cómo me responden.

Amy enarcó las cejas ante la desordenada pila de carpetas, pero no dijo nada. Se instaló en la silla de Mary Louise y me observó mientras trataba de comunicarme con la policía. Empecé por Terry Finchley, el inspector de la unidad de crímenes violentos del Distrito Uno. Terry había sido jefe de Mary Louise cuando ella estaba en la policía. También era amigo íntimo de un policía de Chicago al que amé y perdí, y nunca me perdonó del todo cómo traté a Conrad. Aun así se puede decir que hemos trabajado juntos un par de veces, y que se toma mi opinión en serio.

En cuanto le puse al corriente, Finchley dijo:

– Es un problema de jurisdicción, Vic. Murió en el condado de DuPage. El cachorro les pertenece.

– Pero Finch, él vivía aquí, en el South Side. Tiene el coche aquí y su casa ha sido asaltada.

– Un coche frente a una casa vacía no es una prueba, Vic. No puedo enviar un equipo forense ni tampoco pedírselo a los del Distrito Veintiuno. Allí no se ha cometido ningún delito.

– Robo…

– Eso lo dices tú. Pudo haber quemado sus papeles. Tal vez se produjo una caída de tensión eléctrica y perdió todos los archivos. No hay trato, Vic. Por supuesto, puedes hablar con el capitán, pero yo no puedo hacer nada.

El capitán era Bobby Mallory, uno de los primeros amigos de mi padre en la policía. Al igual que Finch, respetaba mi trabajo aunque no le gustaba lo que hacía. En su caso, no tenía nada que ver con mi antiguo amor, sino con el hecho de que fuera la hija de su mejor amigo. Me dedicó aún menos tiempo que Finch, y terminó diciendo:

– Lo último que he sabido es que no se consideró que tu intuición fuera motivo suficiente para que Chicago exigiera la jurisdicción por un cadáver aparecido en el condado de DuPage. Aquí, en la ciudad, tenemos quinientos homicidios sin resolver. No pienso armar un escándalo político por querer atrapar al quinientos uno. A Eileen le gustaría que vinieras a cenar. Llámala, y decidid un día. ¿Ese encanto de novio que tienes sigue haciéndose el héroe en Afganistán?

– Está allí haciendo algo -respondí con sequedad.

– A ver lo que haces mientras él está fuera de casa.

Como diciendo: no andes por ahí acostándote con nadie, Penélope, aunque Ulises duerma entre los brazos de una periodista británica. Colgué de golpe al ocurrírseme semejante idea.

– No estoy en mi mejor momento -le dije a Amy-. Pero aún soy capaz de averiguar si el médico forense del condado de Cook puede hacer la autopsia privada. -Traté de localizar a Bryant Vishnikov en la morgue, pero se había tomado el día libre.

Cuando lo llamé a casa, me gruñó:

– Si hubiera querido tener pacientes vivos que me llamaran día y noche, no habría elegido patología. Además, creía que el número de teléfono de mi casa no figuraba en la guía.

– ¿De veras? No me lo habías dicho. El padre de Marc Whitby quiere que le hagan una segunda autopsia a su hijo. ¿Estarías dispuesto a hacérsela tú?

Tardó un minuto en responder .

– Eso es a lo que me dedico, y puedo hacerlo, pero no es algo que pueda pagar el condado de Cook, Vic. Y ya sabes, si hago una autopsia exhaustiva y lo único que descubro es que el tipo se ahogó y que tenía alcohol en su organismo, la familia podría no aceptar los resultados.

– ¿Cuánto cobrarías?

– Por los análisis toxicológicos, el tiempo y el espacio, podría ascender a tres mil.

Ignoraba qué recursos tendrían los Whitby, pero le dije a Vishnikov que adelante y le pregunté cómo podríamos llevarle el cuerpo.

– Sería conveniente que lo hiciera un tercero, el director de una funeraria, por ejemplo, así me evitaría tener que dirigirme directamente a Jerry Hastings. Bueno, Vic -añadió cuando me disponía a colgar-, y no se te ocurra ir con este asunto a la prensa. Políticamente no me beneficiaría nada que pareciera que adopto una postura contraria a la del médico forense de DuPage.

– Alguien tendrá que enterarse -objeté-, a menos que estés pensando en sacar a hurtadillas el cadáver de la morgue y hacer la autopsia en el sótano de tu casa.

Vishnikov se echó a reír.

– Eres increíble, Warshawski; ni que yo actuara como Burke y Haré. Pero aun así no quiero que se divulgue.

– Recibido, Houston -dije-. Se te cubrirán las espaldas con el mismo discreto color púrpura que el Gobierno utiliza en las estatuas en honor a la Justicia.

Volvió a reír y colgó.

Mientras yo hablaba por teléfono, Amy había estado ordenando papeles. Había hecho sitio en el escritorio de Mary Louise y extendido los contenidos del archivo Larchmont para estudiarlos.

– Qué buena eres -dijo, levantando la mirada hacia mí-. No insistes a menos que sea la única manera, ¿verdad? ¿Qué hay que hacer ahora? ¿Quieres que consuele a la señora Whitby mientras tú te llevas el cuerpo de Marc?

– No. Quiero que me averigües todo lo que puedas sobre Kylie Ballantine.

Ella me miró con los ojos abiertos de par en par.

– ¿Para qué…? Ah, ¿crees que Marc fue por eso a la mansión? ¿Por qué?

Hice una mueca.

– No lo sé, ésa es la cuestión. Pero sólo tengo dos puntos de partida. Whitby se pasó meses pensando en ella noche y día, estaba escribiendo un libro sobre ella… y todos sus archivos han desaparecido.

Saqué del maletín lo que me había impreso Aretha Cummings el día anterior sobre Ballantine y se lo entregué a Amy. Lo había leído antes de acostarme, así que le hice un resumen.

Kylie Ballantine era bailarina y antropóloga. Se había formado en ballet clásico, pero había ido a África para estudiar las danzas tribales de la parte francesa de África ecuatorial (los actuales Camerún y Gabón, me parecía). A su regreso fundó el Ballet Noir, deliberado guiño al Ballet Ruso de Diaghiliev, incorporando la danza africana al ballet clásico, y utilizando máscaras y trajes africanos. Con el dinero del Proyecto de Teatro Negro montó un ambicioso ballet llamado Regeneración, que representaba el despertar y el orgullo de los afroamericanos que reivindicaban su herencia africana.

– Sería fantástico poder verlo -comentó Blount-. Imagino que no habrá ninguna grabación del ballet. ¿Qué hizo después de que el proyecto teatral se quedara sin financiación?

– Volvió a África, creo. -Pasé el pulgar por la hoja impresa-. Sé que escribió un par de libros sobre danzas tribales y dio clases en la Universidad de Chicago durante un breve periodo de tiempo.

– Eso debió de ser algo especial -dijo Blount con sequedad-. Una mujer negra en esa universidad en los años cuarenta o cincuenta. No me extraña que se jubilara tan pronto. -Me quitó de las manos las hojas para leer el párrafo de Whitby sobre esa parte de la vida de Ballantine-. Parece que Marc en realidad sólo estaba interesado en su carrera como bailarina. Y luego… ya veo. Dirigió una escuela privada de danza en su hogar, en Bronzeville, hasta que murió en el 79. De acuerdo. Veré qué es lo que puedo conseguir. ¿Tú qué vas a hacer ahora?

– Volver a casa de Marc y preguntar a los vecinos. Se me ha ocurrido que, con lo discreto que era, quizá tenía una amante de la que ni Harriet ni tú habéis oído hablar. A los chicos de ese barrio no se les escapa nada. Alguien tiene que haber visto algo.

Amy me lanzó una mirada inquisitiva.

– ¿Sabes? Nadie me supera como investigadora, y con gusto buscaré en Internet o iré a ver la Colección Vivían Harsh. Pero me pregunto si no sería más efectivo que fuera yo en tu lugar a esa calle.

Sentí que me ardían las mejillas, pero recordé las cautelosas respuestas que había recibido por la mañana. Los niños hablarían conmigo con la misma facilidad con que se dirigirían a una mujer negra, pero los adultos seguramente se sentirían más predispuestos a hacerlo con Amy.

– De acuerdo. ¿Tienes teléfono móvil? -Intercambiamos nuestros números-. No sé cuánto podré pagarte… No contaba con esto en el presupuesto que le pasé a Harriet. Pero tu ayuda será esencial, e imagino que no será gratuita.

Ella movió la cabeza.

– Me apetece hacer algo. Ni siquiera cuando Marc vino a vivir aquí llegué a conocerlo bien, pero Harry, Harriet, es como una hermana para mí. Hacer algo para descubrir qué pasó con Marc es lo menos que puedo hacer por ella. No es necesario que me pagues nada.


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